Secretos de familia: Un final feliz, de Michael Haneke

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En el documental Trespassing Bergman, de Jane Magnusson y Hynek Pallas, un grupo de directores habla sobre el legado del director sueco. Uno de ellos es Lars von Trier, quien a pesar de la irreverencia de sus comentarios se revela como uno de sus admiradores más devotos. Von Trier resiente que el director de El séptimo sello nunca lo invitara a la isla de Fårö, ni le respondiera las numerosas cartas que le escribió. Dice que le “enfureció” Fanny y Alexander, la película con la que Bergman cerró su carrera, de producción costosa y con referencias autobiográficas. “En Fanny y Alexander –dice von Trier– vi highlights de todas las cosas que yo solía amar de su cine, puestas de forma que atrajeran a un público amplio.”

El mismo reproche con argumentos casi idénticos –incluido el de la compilación de hits– le hicieron numerosos críticos a otro de los directores que aparecen en el documental: el austriaco Michael Haneke, a propósito de su película más reciente, Un final feliz, sobre una familia burguesa afectada por la disfunción. La reacción en Cannes a Un final feliz fue especialmente fría, considerando que ese festival le otorgó a Haneke dos Palmas de Oro: por El listón blanco en 2009 y por Amour en 2012. Un director hasta hace poco celebrado por su frialdad, fue tachado por varios de suave y redundante.

Críticas como estas plantean preguntas. ¿No es la recurrencia de temas lo que define a un autor? ¿Cuándo esta recurrencia deja de ser celebrada y es vista como señal de declive? En el caso de Lars von Trier y su rechazo a Fanny y Alexander, uno intuye que –siendo quien es– le provocó sarpullido la cálida ambientación de época y la sugerencia de que el director (representado por el pequeño Alexander) hizo las paces con sus demonios. Pero algunos de sus argumentos son sólidos –como que Bergman nunca había sido condescendiente con sus espectadores, y en Fanny y Alexander los trata como “idiotas”–. El término es exagerado pero se entiende a qué se refiere: las grandes cintas de Bergman eran ambiguas y polisémicas, y tocaba al espectador dilucidar su significado. Fanny y Alexander eliminó esa exigencia. Por eso fue taquillera en Suecia, a pesar de sus más de tres horas de duración.

No es el caso de Michael Haneke y Un final feliz. Es cierto que en ella aborda temas que antes ha expuesto, pero eso no la vuelve una película decodificada (o, diría von Trier, para “idiotas”). Quizá la decepción que han expresado críticos y seguidores se debe a su cambio de tono –esta puede considerarse la primera comedia del director– y a una disminución drástica del sadismo con el que Haneke se relacionaba con su público. Hasta antes de Un final feliz, los espectadores de sus películas padecían la misma angustia, vulnerabilidad y miedo que el director infligía en sus personajes. Un final feliz, en cambio, mira con sorna a sus personajes patéticos e invita al público a hacer lo propio. Puede que alguien prefiera el tipo de relato que provoca inquietud (es mi caso), pero esto no excluye apreciar la sátira sobre una familia compuesta por dos tipos de miembros: los que tapan el sol con un dedo y los que ven con claridad el vacío que los rodea. Estos últimos piensan en la muerte como única salida posible. Es el final al que alude el título, y que Haneke –a fin de cuentas, cruel– se niega a concederles.

Un final feliz narra la historia de los Laurent. Anne (Isabelle Huppert) es la exitosa dueña de una empresa constructora en Calais. Divorciada y con un hijo disipado, vive en una mansión lujosa con su padre Georges (Jean-Louis Trintignant, estupendo), su hermano Thomas (Mathieu Kassovitz) y su esposa Anaïs (Laura Verlinden), padres de una bebé.

La vida de todos se ve alterada por desgracias casi simultáneas. Un muro colapsado en una de las construcciones de Anne causa la muerte de un trabajador; ante una posible demanda, el hijo de esta quiere arreglar la situación a golpes. El abuelo Georges sale de casa sin avisar, y sufre un accidente que lo deja inválido. Thomas ignora todo lo anterior para encontrarse con su amante en un chat, donde intercambian mensajes lascivos y empalagosos.

A este grupo se integra la pequeña Eve (Fantine Harduin), hija de Thomas con su primera esposa, quien ha sido hospitalizada por una sobredosis de somníferos. A pesar de sus trece años, Eve percibe la infelicidad de sus parientes y cómo todos –excepto su abuelo– se empeñan en aparentar lo contrario. Eve y Georges se reconocen como almas gemelas. Cuando la niña se da un atracón de somníferos, el viejo le cuenta una historia: cuando su esposa se consumió espantosamente a causa de una enfermedad, él decidió sofocarla. (Esta anécdota se narra en Amour, lo cual sugiere que Un final feliz es su secuela.) La confesión de Georges a Eve cumple una función: volver a la niña cómplice cuando el viejo necesite que alguien lo ayude a terminar de una vez por todas con sus dolencias.

En el cine de Haneke la familia es el microcosmos de una sociedad incapaz de protegerse a sí misma de las pulsiones de sus individuos (mismas que alienta a punta de autorrepresión). Las familias que protagonizan sus películas son cultas, sofisticadas y ricas. Es un apunte sobre los males que acarrea la abundancia de ocio pero, más importante aún, ha servido para ilustrar la idea del director sobre el Mal. Para Haneke, no hay esfera socioeconómica que inmunice a sus miembros contra el deseo de destruirse a sí mismos y a los demás. Lo expone en Juegos divertidos, la cinta que lo puso en el mapa, sobre una familia torturada y aniquilada por dos jovencitos. Los victimarios no tienen carencias económicas y se burlan de las teorías psicologistas que asignan a los asesinos traumas infantiles, adicciones o deseo de venganza social. Cuando el padre de familia les pregunta a sus captores el porqué del ataque, uno de ellos contesta: ¿Por qué no?

Un final feliz es una película inofensiva (no aterra, no angustia y no deprime al espectador), pero conserva este planteamiento inquietante: al ser humano le atrae tener en sus manos la vida de alguien más. Este rasgo encarna en el personaje de la pequeña Eve. Las primeras secuencias de la película muestran un video tomado por el celular de la niña, en el que se ve a su madre de espaldas. En textos que acompañan el video, la niña expresa la irritación que le producen sus rutinas. De inmediato sigue otro video en el que se ve al hámster de Eve en su jaula; ahora la niña cuenta que ha espolvoreado su comida con los calmantes de su mamá. “Está funcionando”, escribe Eve, cuando el hámster se desvanece. La película no aclara si la sobredosis de la madre fue provocada por la hija. La misma ambigüedad está presente en El listón blanco, cinta de Haneke donde los niños reprimidos de una comunidad ensayan asesinatos en animales, y podrían o no ser responsables de crímenes graves. Aun si Eve fuera inocente, ha encontrado la forma de “calmar” a los demás.

En última instancia, Un final feliz es una parodia del cine de Haneke. Habiéndose establecido como un director maldito, no tardaba en ser señalado como un personaje más del mundo paranoico y cínico que recrea en sus películas. Un final feliz es autorreferente, pero no como compendio de éxitos con instructivo incluido. El vínculo entre Eve y Georges es de una ambigüedad escalofriante. Los une su lucidez, pero también una creencia firme en el homicidio bien intencionado. Ya sea para librar a otros de su agonía o para inducirles un descanso químico del que no van a despertar. ~

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es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.


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