Hay un momento definitorio en la vida de todo niño mexicano en el que escucha a su profesor decir con toda solemnidad:
–En el concurso mundial de himnos nacionales el Himno Nacional Mexicano ganó el segundo lugar después de La Marsellesa.
Yo recuerdo a la perfección el día en el que le escuché decir eso a mi profesor, don Raúl Bladimieres, en que se lo creí a pie juntillas y en el que me sentí muy orgulloso.
¿Por qué es ese un momento definitorio? Porque a) es la primera vez que lo engañan a uno en nombre del patriotismo, b) es cuando se aprende que México nunca gana, c) es cuando se aprende que los que ganan o lo hacen injustamente o son extranjeros. A partir de ese momento, estamos condenados a vivir de mitos. Estos mitos suelen crearse de situaciones fantásticas que compensan deficiencias emocionales, pasan por verdades incuestionables y delatan un pertinente perfil de la idiosincrasia nacional.
Por ejemplo, otro mito de segundo lugar es el que dice “La constitución mexicana es la segunda mejor del mundo después de la norteamericana” si bien no se sabe si para el concurso bastaba la teoría o se exigía la práctica. Es comprensible que lo de adjudicarnos un segundo lugar sea un puro argumento de la verosimilitud, aunque hay otro mito de concurso en el que sí ganamos el primer lugar y que es el del “Concurso de ejércitos que caminaron mucho”.
Otros mitos suelen insistir en que los mexicanos somos de primera, pero tenemos las contingencias en contra: “La televisión a colores la inventó un mexicano, pero le fregaron la patente”, “Los mejores cardiólogos del mundo son mexicanos, pero se los llevan a Houston”, “No me mueve mi Dios para quererte lo escribió un mexicano, pero los españoles se empeñan en negarlo”.
Muchos otros mitos proclaman nuestra grandeza si bien, para hacerse de credibilidad, en un curioso mecanismo compensatorio (y dada nuestra bajeza), suelen estar avalados por uno o varios extranjeros. Así, sabemos que el presidente Kennedy “siempre prefirió a México, pues pasó entre nosotros su luna de miel”; que el presidente De Gaulle dijo en un discurso “que México se parecía a Francia porque tenía doscientas variedades de chiles mientras que Francia tenía trescientas de queso” (hay consenso en el sentido de que este discurso fue en el Zócalo); que el papa (no importa cuál) “nos ama como a ningún otro pueblo”; que “los rusos vinieron a estudiar la cosmología maya antes de lanzar el Sputnik”. Estas mitologías tienen una versión a contrapelo, pero igualmente mistificante que consiste en afirmar la propia grandeza invirtiendo la denostación de un extranjero pernicioso.
Hay mitos que no requieren del formato del concurso ni del argumento de la comparación porque se propalan en y desde la pura necesidad de creerlos porque sí, como si se hubieran desprendido de una autoridad tan alta que se vería mal inquirir sobre su naturaleza. Son mitos como “El estadio Azteca fue declarado la octava maravilla del mundo”, “Los pilotos de Mexicana son los mejores del mundo”, o “Los osos panda solo se reproducen en México”. Los mitos que pretenden convertir nuestras limitaciones en triunfos son característicos del mundo alimenticio: “El pulque es rico en proteínas”, “La tortilla quemada limpia los dientes”, “El mezcal tiene mescalina y es alucinógeno”, o “A los frijoles se les puede echar agua indefinidamente”. El mes de la patria, septiembre, parece ser un mes propicio a la fabricación de mitos nacionales. ~