La narrativa de la descolonización es falsa y peligrosa

La complejidad del conflicto palestino-israelí hace difícil su resolución a corto plazo. Muchos de sus claroscuros han sido omitidos por quienes se han dejado seducir por las teorías de la descolonización, las cuales, paradójicamente, han colonizado a la academia estadounidense.
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La paz en el conflicto palestino-israelí ya era difícil de alcanzar antes del bárbaro ataque de Hamás del 7 de octubre y de la respuesta militar de Israel. Ahora parece casi imposible, pero su esencia está más clara que nunca: en última instancia, una negociación para establecer un Israel seguro junto a un Estado palestino seguro.

Sean cuales sean las enormes complejidades y los retos para hacer realidad este futuro, una verdad debería ser obvia entre la gente decente: matar a mil 400 personas y secuestrar a más de doscientas, entre ellas decenas de civiles, está mal. El ataque de Hamás parecía una incursión mongola medieval que buscaba realizar matanzas y capturar trofeos humanos, con la diferencia de que fue grabado en tiempo real y publicado en redes sociales. Sin embargo, desde el 7 de octubre, académicos, estudiantes, artistas y activistas occidentales han negado, excusado o incluso celebrado los asesinatos cometidos por una secta terrorista que proclama un programa genocida antijudío. Parte de eso ocurre abiertamente, parte se oculta tras las máscaras del humanitarismo y la justicia, y parte se produce en clave, por ejemplo, con la famosa formulación “desde el río hasta el mar”, una frase escalofriante que respalda implícitamente el asesinato o la deportación de los nueve millones de israelíes. Parece extraño que uno tenga que decirlo: matar civiles, ancianos, incluso bebés, siempre está mal. Pero hoy tenemos que mencionarlo.

¿Cómo puede gente educada justificar esa crueldad y abrazar esa inhumanidad? Aquí entran en juego todo tipo de cosas, pero gran parte de la justificación para matar civiles se basa en una ideología de moda, la “descolonización”, que, tomada al pie de la letra, descarta la negociación de dos Estados –la única solución real a este siglo de conflictos– y es tan peligrosa como falsa.

Siempre me he preguntado por los intelectuales de izquierdas que apoyaban a Stalin, y por aquellos aristocráticos simpatizantes y activistas por la paz que excusaron a Hitler. Los actuales apologistas de Hamás y quienes niegan sus atrocidades, con sus robóticas denuncias del “colonialismo”, pertenecen a la misma tradición, pero peor: tienen abundantes pruebas de la matanza de ancianos, adolescentes y niños, con la diferencia de que, frente a aquellos tontos de los años treinta, que poco a poco se dieron cuenta de la verdad, no han cambiado un ápice sus puntos de vista. La falta de decencia y respeto por la vida humana es asombrosa: casi instantáneamente después del ataque de Hamás surgió una legión de personas que restaban importancia a la matanza o negaban que se hubieran producido atrocidades reales, como si Hamás se hubiera limitado a llevar a cabo una operación militar tradicional contra soldados. Los negacionistas del 7 de octubre, al igual que los negacionistas del Holocausto, existen en un lugar especialmente oscuro.

La narrativa de la descolonización ha deshumanizado a los israelíes hasta el punto de que personas por lo demás racionales excusan, niegan o apoyan la barbarie. El relato sostiene que Israel es una fuerza “imperialista-colonialista”, que los israelíes son “colonos” y que los palestinos tienen derecho a eliminar a sus opresores. (El 7 de octubre, todos aprendimos lo que eso significaba.) Considera a los israelíes “blancos” o “blanco-adyacentes” y a los palestinos “gente de color”.

Esta ideología, que es poderosa en la academia pero hace tiempo que debería haber sido cuestionada con seriedad, es una mezcla tóxica e históricamente disparatada de teoría marxista, propaganda soviética y antisemitismo tradicional de la Edad Media y el siglo XIX. Sin embargo, su motor actual es el nuevo análisis de la identidad, que ve la historia a través de un concepto de raza derivado de la experiencia estadounidense. El argumento es que es casi imposible que los “oprimidos” sean racistas, al igual que es imposible que un “opresor” sea objeto de racismo. Por lo tanto, los judíos no pueden sufrir racismo, porque se les considera “blancos” y “privilegiados”; aunque no puedan ser víctimas, pueden explotar y explotan a otras personas menos privilegiadas, en Occidente a través de los pecados del “capitalismo explotador” y en Oriente Medio a través del “colonialismo”.

Este análisis izquierdista, con su jerarquía de identidades oprimidas –y su jerga intimidatoria, que da pistas sobre su falta de rigor factual–, ha sustituido en muchas partes de la academia y los medios de comunicación a los valores universalistas tradicionales de la izquierda, incluidas las normas internacionalistas de decencia y respeto por la vida humana y la seguridad de los civiles inocentes. Cuando este torpe análisis choca con las realidades de Oriente Medio, pierde todo contacto con los hechos históricos.

Después de todo, la masacre del 7 de octubre está a la altura de las matanzas medievales de judíos en sociedades cristianas e islámicas, las masacres de Jmelnitski en la Ucrania de la década de 1640, los pogromos rusos de 1881 a 1920 y el Holocausto. Incluso el Holocausto se interpreta ahora erróneamente –como hizo en un ejemplo tristemente célebre la actriz Whoopi Goldberg– como algo que “no tiene que ver con la raza”, un enfoque tan ignorante como repulsivo.

Frente a lo que sostiene la narrativa de la descolonización, Gaza no está técnicamente ocupada por Israel, no en el sentido habitual de soldados sobre el terreno. Israel evacuó la Franja en 2005 y retiró sus asentamientos. En 2007, Hamás se hizo con el poder, matando a sus rivales de Fatah en una breve guerra civil. Hamás estableció un Estado de partido único que aplasta a la oposición palestina en su territorio, prohíbe las relaciones homosexuales, reprime a las mujeres y propugna abiertamente el asesinato de todos los judíos.

Una compañía muy extraña para la izquierda.

Por supuesto, es posible que algunos manifestantes que corean “desde el río hasta el mar” no tengan ni idea de lo que están pidiendo; son ignorantes y creen que solo están apoyando la “libertad”. Otros niegan ser partidarios de Hamás e insisten en que son simplemente propalestinos, pero sienten la necesidad de presentar la masacre de Hamás como una respuesta comprensible a la opresión “colonial” judía-israelí. Pero otros son negacionistas malevolentes que buscan la muerte de civiles israelíes.

La toxicidad de esta ideología es ahora evidente. Intelectuales antaño respetables han discutido sin vergüenza sobre si cuarenta bebés fueron descuartizados o si un número menor solo fue degollado o quemado vivo. Ahora los estudiantes arrancan con regularidad carteles de niños secuestrados por Hamás. Es difícil comprender una inhumanidad tan despiadada. Nuestra definición de delito de odio se amplía constantemente, pero si eso no es un delito de odio, ¿qué lo es? ¿Qué está pasando en nuestras sociedades? Algo va mal.

En un nuevo giro racista, ahora se acusa a los judíos de los mismos crímenes que ellos mismos han sufrido. De ahí la constante afirmación de que Israel está cometiendo un “genocidio” cuando no se ha producido ni pretendido ningún genocidio. Israel, junto con Egipto, ha impuesto un bloqueo a Gaza desde que Hamás tomó el poder, y ha bombardeado periódicamente la Franja en represalia por los ataques regulares con cohetes. Después de que Hamás y sus aliados lanzaran más de cuatro mil cohetes contra Israel, la guerra de Gaza de 2014 se saldó con más de dos mil palestinos muertos. Más de siete mil palestinos, entre ellos muchos niños, han muerto hasta ahora en esta guerra, según Hamás. Esto es una tragedia, pero no es un genocidio, una palabra tan devaluada por su abuso metafórico que ha perdido su significado.

También debo decir que el dominio israelí de los Territorios Ocupados de Cisjordania es diferente y, en mi opinión, inaceptable, insostenible e injusto. Los palestinos de Cisjordania han soportado una ocupación dura, injusta y opresiva desde 1967. Los colonos del lamentable gobierno de Netanyahu han acosado y perseguido a los palestinos de Cisjordania: 146 palestinos de Cisjordania y Jerusalén Oriental fueron asesinados en 2022 y al menos 153 en 2023 antes del ataque de Hamás, y más de noventa desde entonces. Una vez más: esto es atroz e inaceptable, pero no genocidio.

Aunque hay un fuerte instinto de convertir lo que ocurre en un “genocidio” que se parezca al Holocausto, no es eso: los palestinos sufren muchas cosas, como la ocupación militar, la intimidación y la violencia de los colonos, la corrupción de los dirigentes políticos palestinos, la cruel indiferencia de sus hermanos de más de veinte Estados árabes, el rechazo de Yasser Arafat, el difunto dirigente palestino, a los planes de mutua concesión que habrían supuesto la creación de un Estado palestino independiente, etcétera. Nada de eso constituye genocidio, ni nada que se le parezca. El objetivo israelí en Gaza –por razones prácticas, entre otras– es minimizar el número de civiles palestinos muertos. Hamás y organizaciones afines han dejado muy claro a lo largo de los años que maximizar el número de víctimas palestinas redunda en su interés estratégico. (Dejemos a un lado todo eso y consideremos lo siguiente: la población judía mundial sigue siendo menor que en 1939, debido al daño causado por los nazis. La población palestina ha crecido y sigue creciendo. La reducción demográfica es un indicador evidente de genocidio. En total, unos 120 mil árabes y judíos han muerto en el conflicto por Palestina e Israel desde 1860. En cambio, al menos 500 mil personas, principalmente civiles, han muerto en la guerra civil siria desde que comenzó en 2011.)

Si la ideología de la descolonización, que se enseña en nuestras universidades como una teoría de la historia y se grita en nuestras calles como algo evidentemente justo, malinterpreta la realidad actual, ¿refleja la historia de Israel como pretende hacerlo? Pues no. De hecho, no describe con exactitud ni la fundación de Israel ni la tragedia de los palestinos.

Según los defensores de la teoría de la descolonización, Israel es y siempre ha sido un Estado anómalo e ilegítimo porque fue fomentado por el imperio británico y porque algunos de sus fundadores eran judíos nacidos en Europa.

En este relato, Israel está manchado por la promesa rota de la Gran Bretaña imperial sobre la independencia de los árabes y por su promesa mantenida de apoyar un “hogar nacional para el pueblo judío”, en el lenguaje de la Declaración Balfour de 1917. Pero la supuesta promesa a los árabes era en realidad un ambiguo acuerdo de 1915 con Sharif Hussein de La Meca, que quería que su familia hachemita gobernara toda la región. En parte, no recibió este nuevo imperio porque su familia tenía mucho menos apoyo regional del que él pretendía. No obstante, al final Gran Bretaña entregó a la familia tres reinos: Irak, Jordania y el Hiyaz.

Las potencias imperiales –Gran Bretaña y Francia– hicieron todo tipo de promesas a diferentes pueblos y luego antepusieron sus propios intereses. Las promesas a los judíos y a los árabes durante la Primera Guerra Mundial fueron típicas. Después se hicieron promesas similares a los kurdos, los armenios y otros, ninguna de las cuales llegó a materializarse. Pero el relato central de que Gran Bretaña traicionó la promesa árabe y respaldó la judía está incompleto. En la década de 1930, el Reino Unido se enfrentó al sionismo, y de 1937 a 1939 avanzó hacia un Estado árabe sin que se planteara un Estado judío. Fue una revuelta judía armada, de 1945 a 1948, contra la Gran Bretaña imperial, la que consiguió el Estado.

Israel existe gracias a esta revuelta, y al derecho internacional y la cooperación, algo en lo que los izquierdistas creyeron alguna vez. La idea de una “patria” judía fue propuesta en tres declaraciones por el Reino Unido (firmada por Balfour), Francia y Estados Unidos, y luego promulgada en una resolución de julio de 1922 por la Sociedad de Naciones que creó los “mandatos” británicos sobre Palestina e Irak que coincidían con los “mandatos” franceses sobre Siria y Líbano. En 1947, las Naciones Unidas idearon la partición del mandato británico de Palestina en dos Estados, árabe y judío.

La creación de estos Estados a partir de esos mandatos tampoco fue excepcional. Al final de la Segunda Guerra Mundial, Francia concedió la independencia a Siria y Líbano, Estados nación recién concebidos. Gran Bretaña creó Irak y Jordania de forma similar. Las potencias imperiales diseñaron la mayoría de los países de la región, excepto Egipto.

La promesa imperial de crear patrias separadas para las distintas etnias o sectas tampoco era única. Los franceses habían prometido Estados independientes a drusos, alauitas, suníes y maronitas, pero al final los unieron en Siria y Líbano. Todos estos Estados habían sido “vilayets” y “sanjaks” (provincias) del imperio otomano, gobernado desde Constantinopla, de 1517 hasta 1918.

El concepto de “partición” se considera, en la narrativa de la descolonización, un malvado truco imperial. Pero fue totalmente normal en la creación de los Estados nación del siglo XX, que se construyeron a partir de imperios caídos. Y, por desgracia, la creación de Estados nación estuvo marcada con frecuencia por intercambios de población, enormes migraciones de refugiados, violencia étnica y guerras a gran escala. Pensemos en la guerra greco-turca de 1921-22 o en la partición de la India en 1947. En ese sentido, el caso de Israel-Palestina es típico.

En el corazón de la ideología de la descolonización está la categorización de todos los israelíes, históricos y actuales, como “colonos”. Eso es sencillamente erróneo. La mayoría de los israelíes descienden de personas que emigraron a Tierra Santa entre 1881 y 1949. No eran completamente nuevos en la región. El pueblo judío gobernó los reinos de Judea y rezó en el Templo de Jerusalén durante mil años, y luego estuvo siempre presente, con población menos numerosa, durante los siguientes dos mil años. En otras palabras, los judíos son autóctonos de Tierra Santa, y si uno cree en el retorno de los pueblos exiliados a su patria, entonces el retorno de los judíos es exactamente eso. Incluso quienes niegan esta historia o la consideran irrelevante para los tiempos modernos deben reconocer que Israel es ahora el hogar y el único hogar de nueve millones de israelíes que han vivido allí durante cuatro, cinco o seis generaciones.

La mayoría de los emigrantes a, por ejemplo, el Reino Unido o Estados Unidos, se consideran británicos o estadounidenses en el transcurso de su vida. La política de ambos países está llena de líderes destacados –Suella Braverman y David Lammy, Kamala Harris y Nikki Haley– cuyos padres o abuelos emigraron de la India, África Occidental o Sudamérica. Nadie los describiría como “colonos”. Sin embargo, a las familias israelíes residentes en Israel desde hace un siglo se las designa como “colonos” listos para el asesinato y la mutilación. Y frente a lo que dicen los apologistas de Hamás, la etnia de los autores o de las víctimas nunca justifica las atrocidades. Serían atroces en cualquier lugar, cometidas por cualquier persona con cualquier historia. Provoca consternación que a menudo sean los autoproclamados “antirracistas” los que ahora defienden exactamente este asesinato por razones étnicas.

Los de izquierdas creen que los emigrantes que escapan de la persecución deben ser acogidos y se les debe permitir construir sus vidas en otro lugar. Casi todos los antepasados de los israelíes actuales escaparon de la persecución.

Si la narrativa de los “colonos” no es cierta, sí lo es que el conflicto es el resultado de la brutal rivalidad y batalla por la tierra entre dos grupos étnicos, ambos con derecho a vivir allí. A medida que se trasladaban más judíos a la región, los árabes palestinos, que habían vivido allí durante siglos y eran la clara mayoría, se sentían amenazados por estos inmigrantes. La reivindicación palestina de la tierra no está en duda, como tampoco lo está la autenticidad de su historia ni su legítima demanda de un Estado propio. Pero al principio los emigrantes judíos no aspiraban a un Estado, simplemente a vivir y cultivar en la vaga “patria”. En 1918, el líder sionista Jaim Weizmann se reunió con el príncipe hachemita Faisal bin Hussein para hablar de los judíos que vivían bajo su gobierno como rey de la gran Siria. El conflicto actual no era inevitable. Llegó a serlo cuando las comunidades se negaron a compartir y coexistir, y recurrieron a las armas.

Y aún más absurdo que el uso de la etiqueta “colonizador” es el uso del concepto “blanquitud”, clave en la ideología de la descolonización. De nuevo: es simplemente falso. Israel tiene una importante comunidad de judíos etíopes, y aproximadamente la mitad de todos los israelíes –es decir, unos cinco millones de personas– son mizrajíes, descendientes de judíos de tierras árabes y persas, pueblos de Oriente Medio. No son en absoluto “colonos” ni “colonialistas” ni europeos “blancos”, sino habitantes de Bagdad y El Cairo y Beirut durante muchos siglos, incluso milenios, que fueron expulsados después de 1948.

Unas palabras sobre ese año, 1948, el año de la Guerra de Independencia de Israel y la Nakba (“Catástrofe”) palestina, que en el discurso de la descolonización equivalía a una limpieza étnica. Hubo una intensa violencia étnica en ambos bandos cuando los Estados árabes invadieron el territorio y, junto con las milicias palestinas, intentaron detener la creación de un Estado judío. Fracasaron; lo que finalmente impidieron fue la creación de un Estado palestino, tal como pretendían las Naciones Unidas. El bando árabe buscaba el asesinato o la expulsión de toda la comunidad judía, precisamente con las formas criminales que vimos el 7 de octubre. Y en las zonas que el bando árabe capturó, como Jerusalén Oriental, todos los judíos fueron expulsados.

En esa brutal guerra, los israelíes expulsaron a algunos palestinos de sus hogares; otros huyeron de los combates; y otros se quedaron y ahora son árabes israelíes que tienen voto en la democracia israelí. (Alrededor del 25% de los israelíes actuales son árabes y drusos.) Unos 700 mil palestinos perdieron sus hogares. Es una cifra enorme y una tragedia histórica. A partir de 1948, unos 900 mil judíos perdieron sus hogares en países islámicos y la mayoría se trasladó a Israel. Estos acontecimientos no son directamente comparables, y no pretendo proponer una competición en tragedia o jerarquía de victimismo. Pero el pasado es mucho más complicado de lo que los descolonizadores quieren hacernos creer.

De este embrollo surgió un Estado, Israel, y no surgió otro, Palestina. Su formación debería haberse producido hace mucho tiempo.

Resulta extraño que un pequeño Estado de Oriente Próximo atraiga tanta atención apasionada en Occidente como para que haya estudiantes que corren por las escuelas de California gritando “Palestina libre”. Pero Tierra Santa ocupa un lugar excepcional en la historia de Occidente. Forma parte de nuestra conciencia cultural, gracias a las Biblias hebrea y cristiana, la historia del judaísmo, la fundación del cristianismo, el Corán y la creación del islam, y las Cruzadas que, en conjunto, han hecho que los occidentales se sientan implicados en su destino. El primer ministro británico David Lloyd George, verdadero artífice de la Declaración Balfour, solía decir que los topónimos de Palestina “me resultaban más familiares que los del Frente Occidental”. Esta afinidad especial con Tierra Santa funcionó inicialmente a favor del retorno judío, pero en los últimos tiempos ha actuado en contra de Israel. Los occidentales deseosos de denunciar los crímenes del imperialismo euroamericano, pero incapaces de ofrecer un remedio, se han unido, a menudo sin un conocimiento auténtico de la historia real, en torno a Israel y Palestina y han convertido el conflicto en el ejemplo más vívido de la injusticia imperialista.

El mundo abierto de las democracias liberales –u Occidente, como solía llamársele– está hoy polarizado por una política paralizada, por mezquinas pero feroces disputas culturales sobre identidad y género, y por la culpa generada por los éxitos y pecados históricos, una culpa que extrañamente se expía mostrando simpatía, e incluso atracción, por los enemigos de nuestros valores democráticos. En este escenario, las democracias occidentales son siempre malos actores, hipócritas y neoimperialistas, mientras que las autocracias extranjeras o las sectas terroristas como Hamás son enemigos del imperialismo y, por tanto, sinceras fuerzas del bien. En este escenario desquiciado, Israel es una metáfora viviente y una penitencia por los pecados de Occidente. El resultado es el intenso escrutinio de Israel y la forma en que se le juzga, con estándares raramente alcanzados por ninguna nación en guerra, incluido Estados Unidos.

Pero la narrativa descolonizadora es mucho peor que un estudio de doble rasero; deshumaniza a todo un país y excusa, incluso celebra, el asesinato de civiles inocentes. Como han demostrado estas últimas semanas, la descolonización es ahora la versión autorizada de la historia en muchas de nuestras escuelas e instituciones supuestamente humanitarias, y entre artistas e intelectuales. Se presenta como historia, pero en realidad es una caricatura, historia zombi con su arsenal de jerga –el signo de una ideología coercitiva, como sostenía Foucault– y su relato autoritario de villanos y víctimas. Y solo se sostiene en un paisaje en el que se suprime gran parte de la historia real y en el que todas las democracias occidentales son actores cargados de mala fe. Aunque carece de la sofisticación de la dialéctica marxista, su certeza moral farisaica impone un marco moral a una situación compleja e intratable, que algunos pueden encontrar consolador. Cada vez que uno lee un libro o un artículo y en él se utiliza la expresión “colono”, se encuentra ante una polémica ideológica, no histórica.

En última instancia, esta narrativa zombi es un callejón sin salida moral y político que conduce a la matanza y al estancamiento. No es de extrañar, porque se basa en una historia falsa: “Un pasado inventado nunca puede utilizarse”, escribió James Baldwin. “Se agrieta y se desmorona bajo las presiones de la vida como la arcilla.”

Incluso cuando no aparece la palabra descolonización, esta ideología está incrustada en la cobertura mediática partidista del conflicto y empapa las recientes condenas a Israel. El júbilo estudiantil en respuesta a la matanza en Harvard, la Universidad de Virginia y otras universidades; el apoyo a Hamás entre artistas y actores, junto con la cobarde ambigüedad de los dirigentes de algunas de las instituciones de investigación más famosas de Estados Unidos, han mostrado una escandalosa falta de moralidad, humanidad y decencia básica.

Un ejemplo repelente fue una carta abierta firmada por miles de artistas, entre ellos famosos actores británicos como Tilda Swinton y Steve Coogan. En ella se advertía contra los inminentes crímenes de guerra de Israel y se ignoraba totalmente el casus belli: la matanza de mil 400 personas. La periodista Deborah Ross escribió en un contundente artículo en el Times de Londres que estaba “totalmente, totalmente anonadada” por el hecho de que la carta no contuviera “ninguna mención a Hamás” ni al “secuestro y asesinato de bebés, niños, abuelos, jóvenes que bailaban pacíficamente en un festival por la paz. La falta de compasión básica y de humanidad: eso es lo que era tan increíblemente rastrero. ¿Es tan difícil? ¿Apoyar y sentir por los ciudadanos palestinos […] reconociendo al mismo tiempo el horror indiscutible de los atentados de Hamás?”. Luego preguntó a este desfile histriónico de nulidades morales: “¿Qué resuelve una carta así? ¿Y por qué la firmaría alguien?”

El conflicto entre Israel y Palestina es desesperadamente difícil de resolver, y la retórica de la descolonización hace aún menos probable el compromiso negociado, que es la única salida.

Desde su fundación en 1987, Hamás ha utilizado el asesinato de civiles para arruinar cualquier posibilidad de una solución de dos Estados. En 1993, sus atentados suicidas contra civiles israelíes tenían como objetivo destruir los Acuerdos de Olso, que reconocían a Israel y Palestina como dos Estados. En octubre, los terroristas de Hamás desataron su matanza en parte para socavar una paz con Arabia Saudí que habría mejorado la política y el nivel de vida palestinos, y revigorizado al esclerótico rival de Hamás, la Autoridad Palestina. En parte, sirvieron a Irán para impedir el empoderamiento de Arabia Saudí, y sus atrocidades fueron, por supuesto, una trampa espectacular para provocar la sobrerreacción israelí. Lo más probable es que estén consiguiendo su deseo, pero para ello explotan cínicamente a palestinos inocentes como sacrificio y medio político, un segundo crimen contra civiles. Del mismo modo, la ideología de la descolonización, con su negación del derecho de Israel a existir y del derecho de su pueblo a vivir con seguridad, hace que un Estado palestino sea menos probable, si no imposible.

El problema en nuestros países es más fácil de solucionar: la sociedad civil y la mayoría escandalizada deben imponerse. Las locuras radicales de los estudiantes no deberían alarmarnos demasiado; los estudiantes siempre se emocionan con los extremos revolucionarios.

Pero las indecentes celebraciones en Londres, París y Nueva York, y la clara reticencia de los dirigentes de las principales universidades a condenar los asesinatos, han puesto de manifiesto el coste de desatender este asunto y dejar que la “descolonización” colonice nuestra academia.

Los padres y los estudiantes pueden trasladarse a universidades que no estén dirigidas y patrulladas por negacionistas y morbosos; los donantes pueden retirar su generosidad en masa, y eso está empezando a ocurrir en Estados Unidos. Los filántropos pueden retirar la financiación de las fundaciones humanitarias dirigidas por personas que apoyan los crímenes de guerra contra la humanidad (contra víctimas seleccionadas por su raza). El público puede decidir fácilmente no ver películas protagonizadas por actores que ignoran la matanza de niños; los estudios no tienen por qué contratarlos. Y en nuestras academias, esta ideología venenosa, seguida por los malignos y los necios, pero también por los que están de moda y tienen buenas intenciones, se ha convertido en una posición por defecto. Debe renunciar a su respetabilidad, a su falta de autenticidad como historia. Su nulidad moral ha quedado expuesta a la vista de todos. Una vez más, los académicos, los profesores y nuestra sociedad civil, así como las instituciones que financian y regulan las universidades y las organizaciones benéficas, deben cuestionar una ideología tóxica e inhumana que no tiene ninguna base en la historia real ni en el presente de Tierra Santa, y que justifica que personas por lo demás racionales excusen el descuartizamiento de bebés.

Israel ha hecho muchas cosas duras y malas. El gobierno de Netanyahu, el peor de la historia israelí, tan inepto como inmoral, promueve un ultranacionalismo maximalista que es inaceptable e imprudente. Todo el mundo tiene derecho a protestar contra las políticas y acciones de Israel, pero no a promover sectas terroristas, la matanza de civiles y la propagación de un antisemitismo amenazador. Los palestinos tienen quejas legítimas y han soportado muchas injusticias brutales. Pero sus dos entidades políticas están totalmente viciadas: la Autoridad Palestina, que gobierna el 40% de Cisjordania, está moribunda, es corrupta, inepta y, en general, despreciada, y sus dirigentes han sido tan pésimos como los de Israel.

Hamás es una diabólica secta asesina que se esconde entre los civiles, a los que sacrifica en el altar de la resistencia, como han declarado abiertamente voces árabes moderadas en los últimos días, y con mucha más dureza que los apologistas de Hamás en Occidente. “Condeno categóricamente que Hamás ataque a civiles”, declaró conmovido la semana pasada el veterano estadista saudí y príncipe Turki bin Faisal. “También condeno a Hamás por ceder el terreno moral más elevado a un gobierno israelí que es rechazado universalmente, e incluso por la mitad de la opinión pública israelí […] Condeno a Hamás por sabotear el intento de Arabia Saudí de alcanzar una resolución pacífica a la difícil situación del pueblo palestino.” En una entrevista con Jaled Meshal, miembro del politburó de Hamás, la periodista árabe Rasha Nabil destacó el sacrificio por parte de Hamás de su propio pueblo en aras de sus intereses políticos. Meshal argumentó que esto no era más que el coste de la resistencia: “Treinta millones de rusos murieron para derrotar a Alemania”, dijo.

Nabil es un ejemplo para los periodistas occidentales que apenas se atreven a desafiar a Hamás y sus masacres. No hay nada más condescendiente e incluso orientalista que la visión romántica de los carniceros de Hamás, a quienes muchos árabes desprecian. La negación de sus atrocidades por parte de tantos occidentales es un intento de crear héroes aceptables a partir de una organización que descuartiza bebés y profana los cuerpos de niñas asesinadas. Es un intento de salvar a Hamás de sí misma. Quizás los apologistas occidentales de Hamás deberían escuchar a las voces árabes moderadas en lugar de a una secta terrorista fundamentalista.

Las atrocidades de Hamás la sitúan, al igual que el Estado Islámico y Al Qaeda, como una abominación más allá de toda tolerancia. Israel, como cualquier Estado, tiene derecho a defenderse, pero debe hacerlo con sumo cuidado y con un mínimo de pérdidas civiles, y será difícil destruir a Hamás incluso con una incursión militar completa. Mientras tanto, Israel debe poner freno a sus injusticias en Cisjordania –o arriesgarse a la destrucción– porque en última instancia debe negociar con los palestinos moderados.

Así que la guerra se desarrolla trágicamente. Mientras escribo esto, los bombardeos de Gaza están matando niños palestinos cada día, y eso es insoportable. Mientras Israel aún llora sus pérdidas y entierra a sus niños, deploramos la matanza de civiles israelíes del mismo modo que deploramos la matanza de civiles palestinos. Rechazamos a Hamás, malvado e incapaz de gobernar, pero no confundimos a Hamás con el pueblo palestino, cuyas pérdidas lamentamos como lamentamos la muerte de todos los inocentes. ~

Traducción del inglés de Daniel Gascón.

Publicado originalmente en The Atlantic.
Distribuido por Tribune Content Agency.
Todos los derechos reservados.

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(Londres, 1965) es historiador. Ha publicado, entre otros títulos, La corte del zar rojo (2004) y Jerusalén. La biografía (2011), ambos en Crítica. Su libro más reciente en español es El mundo. Una historia de familias. (Crítica, 2023)


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