La vida amorosa de Ramón López Velarde ha sido ampliamente indagada y auscultada. Poeta fundamentalmente erótico, sus intereses amorosos son materia de leyenda literaria, desde la mítica y virginal Fuensanta, la principal musa de la poesía mexicana del siglo XX, hasta las incontables y anónimas prostitutas que frecuentó. Sus principales biógrafos, editores y estudiosos (Elena Molina Ortega, Luis Noyola Vázquez, José Luis Martínez, Octavio Paz, José Emilio Pacheco, Elisa García Barragán y Luis Mario Schneider, Gabriel Zaid, Guillermo Sheridan, Marco Antonio Campos, Vicente Quirarte, Alfonso García Morales, Ernesto Lumbreras, Fernando Fernández, entre otros)1 se han ocupado de ellos desde diversos ángulos.
Todos los aficionados lopezvelardeanos saben que al poeta le gustaban las mujeres mayores que él. De sus amores canónicos: Fuensanta (Josefa de los Ríos), María Nevares y Margarita Quijano -hubo, por supuesto, más, entre los que habría que mencionar a la casi siempre ignorada Susana Jiménez, en San Luis Potosí, su primera novia formal, o a uno de los últimos, Fe Hermosillo, en la Ciudad de México-, la primera, nacida en 1880, le llevaba ocho años, y la tercera, en 1878, diez. Solo María Nevares parecía escaparse a la regla, pues, por sus propias declaraciones en diversas entrevistas, siempre se ha dado por hecho que era menor. A la periodista Guadalupe Appendini le contó así su primer encuentro en San Luis:
Sí, aquí, en la Plaza de Armas. Una tarde fui con mi mamá al paseo, que entonces era muy bonito; ponían sillas alrededor de la plaza y había música desde temprano. Aquella tarde, sería como a fines de 1911, nos encontramos en la plaza; nos vimos los dos; me gustó; pero no se usaba que los jóvenes se acercaran. Cuando salimos de la plaza nos fue siguiendo a distancia, con discreción, hasta la casa.
A los pocos días me mandó flores con un muchacho y después me escribió. No, versos no, cartitas cortas. Yo le contesté y nos carteábamos. Después me visitaba, con mucha seriedad y respeto. Ya con más confianza me hablaba de tú. Decía que me quería y siempre elogiaba mis ojos.2
En otra entrevista, con el padre Joaquín Antonio Peñalosa, declaró: “tendría catorce años cuando conocí a Ramón”,3 y todos los críticos y biógrafos parecen haber asumido que, en efecto, era menor que él.
El asunto -y chisme inofensivo de estas páginas- es que también era mayor, cuatro años, según consta en su acta de nacimiento, fechada en Guadalupe y Calvo, Chihuahua, el 4 de junio de 1884, donde nació el 25 de mayo (según la fe de bautismo, el 22).4 El dato no es enteramente trivial porque esto confirma el patrón amoroso lopezvelardeano y, sobre todo, porque obliga a leer de otra forma el celebérrimo poema “No me condenes…”. Si en verdad conoció a Ramón en 1911, María tenía entonces veintisiete y él veintitrés (las entrevistas datan de 1971, cuando ella tenía 86 años, y probablemente confundía las fechas o simplemente se quitaba la edad).
El padre de María, José María Nevares, era comerciante, natural de Guadalupe y Calvo, pequeño pueblo minero al sur de Chihuahua que, por cierto, adquirió cierto renombre por ser el primero que utilizó en el beneficio de patio (la separación del oro y la plata de otros metales) un mineral que en la poesía mexicana quedaría asociado a López Velarde y a su descripción de los ojos de María: el sulfato de cobre, de color azul, y que antes de encontrarle ese uso se desechaba.5 Don José María debió de haber decidido migrar con su familia a San Luis en busca de mejores oportunidades. Allí puso una tienda al lado de la estación de ferrocarril, junto a la que estaba su casa. Se esforzó en que María tuviera todas las cualidades de una señorita de clase media de la época: le pagó clases de piano, hizo que tomara lecciones de canto y pintura. A ella, además, le gustaba la poesía. Era bonita y su principal atributo físico, naturalmente, eran sus ojos. No debieron de haberle faltado pretendientes, hombres serios y prácticos dispuestos a casarse con ella y formar una familia, pero María se enamoró del joven poeta que vestía de negro. En alguna ocasión, Ramón parece haberle citado una frase atribuida a Heine: el poeta es el primer amor de muchas, pero el último de ninguna. Se equivocaba. No sabemos si fue el primero, pero quizá sí el último (es conocida la “maldición” lopezvelardeana según la cual sus novias permanecían solteras y no tenían hijos, uno de tantos mitos inexactos porque, por ejemplo, Susana Jiménez se casó sin problemas, pero que sí aplica en el caso de María) o, en todo caso, el que ella recordaría como el más importante. A los 86 años, lo describía así: “el hombre más maravilloso que ha existido: alto, delgado, a mí me parecía muy guapo. Más bien serio, muy formal; religioso, de muy bonitas ideas y amante del estudio”.6
La relación debe de haber durado, aproximadamente, dos años, de finales de 1911 a finales de 1913, antes de que López Velarde se instalara de manera definitiva en la Ciudad de México en enero de 1914. Sin embargo, siguieron siendo amigos, escribiéndose y encontrándose de vez en cuando. María no era ajena a la capital. Los Nevares tenían unos parientes ricos allí: doña Donaciana Nevares de Albistegui, Chanita, y su esposo, don Francisco Albistegui, antiguo senador porfirista del estado de Guanajuato, que vivían por San Ángel, cerca del Templo del Carmen. María los visitaba con frecuencia, en viajes que para ella representarían la oportunidad de vivir en un mundo muy distinto al de su casa en San Luis y que atesoraría en el recuerdo. Ramón se las arreglaba para enterarse de esas visitas y cuando María estaba en casa de sus tíos hacía sus rondas de enamorado. Los merodeos llamaron la atención de la tía Chanita que, alarmada, preguntó a la muchacha por la identidad del joven y prohibió seguirlo viendo. A la postre, según contó María, quien ayudó a resolver el dilema fue un adolescente Manuel Gómez Morin, futuro fundador del Partido Acción Nacional, que conocía a la familia y a Ramón, y que lo presentó en casa de los Albistegui en 1914.
Las fechas y los hechos se han prestado a confusión. Lo primero porque María dijo en la entrevista con Peñalosa que esto había ocurrido “como en diciembre de 1911”7 (la misma fecha había dado en la entrevista con Appendini para su primer encuentro con Ramón, que parece lo correcto); lo segundo, porque se ha afirmado que Gómez Morin presentó a María y Ramón (no hacía falta que nadie los presentara, ya se conocían) en vez de sencillamente presentarlo en casa de los tíos para que así pudieran verse. En carta, Gómez Morin mismo afirmó haber conocido a López Velarde cuando tenía diecisiete años, o sea, en 1914.8
A diferencia de Susana Jiménez, que inspiró una prosa y un poema en los que casi nadie se fija (“Susanita y la cuaresma” y “Como las esferas…”), María es la musa del famoso “No me condenes…”, que es inevitable citar:
Yo tuve, en tierra adentro, una novia muy pobre:
ojos inusitados de sulfato de cobre.
Llamábase María; vivía en un suburbio,
y no hubo entre nosotros ni sombra de disturbio.
Acabamos de golpe: su domicilio estaba
contiguo a la estación de los ferrocarriles,
y ¿qué noviazgo puede ser duradero entre
campanadas centrífugas y silbatos febriles?El reloj de su sala desgajaba las ocho;
era diciembre, y yo departía con ella
bajo la limpidez glacial de cada estrella.
El gendarme, remiso a mi intriga inocente,
hubo de ser, al fin, forzoso confidente.María se mostraba incrédula y tristona:
yo no tenía traza de una buena persona.
¿Olvidarás acaso, corazón forastero,
el acierto nativo de aquella señorita
que oía y desoía tu pregón embustero?Su desconfiar ingénito era ratificado
por los perros noctívagos, en cuya algarabía
reforzábase el duro presagio de María.¡Perdón, María! Novia triste, no me condenes:
cuando oscile el quinqué y se abatan las ocho,
cuando el sillón te mezca, cuando ululen los trenes,
cuando trabes los dedos por detrás de tu nuca,
no me juzgues más pérfido que uno de los silbatos
que turban tu faena y tus recatos.9
Como han enfatizado Gabriel Zaid y Guillermo Sheridan, todo el poema destila sentimiento de culpa por la ruptura con María, por su abandono. En realidad, parece que la separación fue de común acuerdo, porque Ramón se iba definitivamente a la capital y porque María desconfiaba de las tentaciones a las que allí estaría expuesto, y ambos sabían que prolongar una relación a distancia sería complicado. No fue tanto, entonces, que él la dejara, salvo que, conocida artimaña de seductor, se las arreglara para hacer parecer común una decisión que en el fondo era unilateral. Como haya sido, lo poético es la culpa, los golpes de pecho y la imploración del perdón.
Muchos quebraderos de cabeza han dado a la crítica los primeros dos versos: ¿por qué el poeta llama pobre a María, si el pobre era él? Las explicaciones van desde lo prosaico de la necesidad de la rima (Peñalosa) hasta lo sofisticado de la inversión del mito romántico (Zaid).10 Quizá haya otra, apegada a los versos y su contexto mineral. Por la sintaxis y la puntuación, especialmente el uso de los dos puntos, hay una asociación clara entre la “pobreza” de María y los ojos color sulfato de cobre. Ahora bien, como he recordado, el sulfato de cobre, antes de ser usado en el beneficio de patio, solía desecharse. María es pobre porque “solo” tiene esos ojos del color de un cristal que es hermoso, pero de escaso valor. No sería extraño que Ramón, nativo de un estado rico en minas y sobrino de mineros, supiera estas cosas. Por lo demás, la relación entre los ojos y el sulfato de cobre había sido ya anticipada por Amado Nervo, aunque le atribuyera un color distinto: “unos ojos verdes… color de sulfato de cobre”.11
Que se nos informe que el nombre de la muchacha es María, que vivía en un suburbio y que todo entre ellos transcurrió tranquilamente, comunica la idea de algo ordinario. El escenario de fondo del poema es la estación de trenes y, sobre todo, sus sonidos (las campanas, los silbatos, las locomotoras), que recuerda los poemas del español Andrés González-Blanco, notoriamente los de Itinerario poético, al que Ramón leyó descubriendo las posibilidades poéticas de la provincia, como apuntó Luis Noyola Vázquez.12 Es un escenario moderno que connota industrialización, progreso, velocidad, despedidas. Todo es efímero en semejante ambiente, el amor también. Nosotros sabemos que la muchacha ha descendido de su casi estático pueblo minero a la ciudad, donde nada permanece. López Velarde no puede dejar de marcar el paso del tiempo y un reloj da las ocho (por cierto, Guadalupe Appendini, en su entrevista con María, consigna que en su casa había un reloj detenido hacía mucho tiempo cuyas manecillas marcaban… las ocho). Es el último mes del año y hace frío, ominosos indicios de un final. Arriba, las estrellas, esas estrellas que, desde “El viejo pozo”, Ramón sabe que no puede hacer perder pisada asomándose a él porque le falta profundidad. Un tercero, el gendarme, representa el único testigo del pequeño drama que tiene lugar (y con él, nosotros, los lectores).
María desconfía. Es posible que él hiciera promesas de constancia y fidelidad a pesar de la distancia, que ella no creería. Él mismo le da razón, calificando a su corazón de “forastero” y a su pregón de “embustero”. Como ocurre habitualmente en su poesía, lo nativo es lo verdadero y cierto, y lo extranjero, lo falso. Los memorables “perros noctívagos” son el coro de esta modesta tragedia. Para comprender cabalmente el poema hay que tomar en cuenta algo que no era posible considerar antes porque no se sabía: la muchacha con la que está terminando Ramón tiene veintinueve años, no los menos de veinte que se pensaba, y esa edad, a principios del siglo XX en México, era la antesala de la poco envidiable condición de solterona, cuya figura aparece descrita en los últimos versos. Ramón se siente culpable porque sabe perfectamente que él es uno de los últimos trenes, si no el último, de la bella María. Sin embargo, como Eneas, no se puede quedar, debe partir, tiene una misión (poética) que cumplir.
Al llegar a la Ciudad de México, Ramón le escribió esta carta a María:
Querida amiga: Ayer en la noche llegué a esta, donde me hallo a sus amables órdenes en la Avenida Jalisco, número 71.
No me ha abandonado el recuerdo de sus atractivos espirituales y de sus extraños ojos, cuya belleza singular me ha dado una de las impresiones más gratas de mi juventud. Espero que usted, por su parte, se dignará conservar cariñosamente mi recuerdo, aunque sea el de un amigo un poco triste que ha pronunciado palabras melancólicas al oído de usted.
Perdóneme estos renglones fúnebres, piense en mí y hágame justicia al ver cómo cumplo la promesa que en la última noche que hablamos le empeñé de escribirle inmediatamente. Creo que sus letras no tardarán.
Su amigo que la quiere por la bondad de su alma y por el azul de sus pupilas.13
A Ramón, como se ve, le gustaba representar el papel del romántico melancólico. Había en esa actitud algo de histrionismo, de astucia amorosa y de vanidad. En su biografía de seductor, la conquista de María representó una etapa nueva y significativa. A diferencia de la obsesionante Josefa y la buena de Susanita, a las que ningún testimonio ajeno al de López Velarde juzgó cautivadoras, María no era atractiva solo a sus ojos y conquistarla debió de representar un impulso a su autoestima amorosa. A Josefa la conocía desde que nació y había sido una presencia familiar; como suele ocurrir con los primeros amores, fue más impuesto por las circunstancias externas que resultado de la elección. Susanita fue la primera novia elegida, pero sin mucho entusiasmo, más como un ensayo amoroso. Con María fue otra cosa. Ni el amor ineludible de Josefa ni el juego preparatorio de Susanita. Y, sin embargo, Ramón nunca se animó a dar el paso: proponerle matrimonio. Evidentemente lo pensó y ella también. Es verdad que en la época que fueron novios su posición económica era incierta y no tenía mucho que ofrecer –un factor no desdeñable en un contexto social en que se espera que el hombre mantenga a su mujer y, por supuesto, a sus futuros hijos–, pero no era un obstáculo insalvable. Un joven e inteligente abogado como López Velarde algo podría conseguir, como de hecho terminó consiguiendo. La cuestión de fondo es que no quiso. A sus veinticuatro o veinticinco años, le parecería, quizá, prematuro (su padre se había casado a los 34). Tenía otras prioridades: escribir, ante todo, consagrarse como poeta. También estaba ese pesimismo filosófico y el rechazo visceral, cada vez más agudo, a tener hijos y fundar una familia. Y no es descartable que en sus reflexiones entraran cálculos más mundanos: ¿sentar cabeza a los veinticinco?, ¿a punto de mudarse a la capital, llena de posibilidades?, ¿renunciar a todas las mujeres por una?
Curiosamente, por las mismas fechas en que Ramón duda, al otro lado del mundo, otro escritor de soltería mitológica, el checo Franz Kafka, vacila sobre las mismas cuestiones. El problema es que él sí propuso matrimonio a su novia Felice (luego se retractará, como sabemos). Angustiado, el 21 de julio de 1913, escribe argumentos contra su boda:
3. Necesito estar solo mucho tiempo. Todo lo que he conseguido hacer es producto únicamente de mi soledad.
4. Odio todo lo que no se relaciona con la literatura, mantener conversaciones (incluso si se refieren a la literatura) me aburre, hacer visitas me aburre, los sufrimientos y las alegrías de mis parientes me aburren hasta el fondo del alma. Las conversaciones le quitan su importancia, su seriedad, su verdad a todo lo que pienso.
5. La angustia que me produce la unión, dar el paso. Ya no estaré solo nunca más.14
Quizá algunas consideraciones semejantes pasaban entonces por la mente de Ramón.
Dos semanas después de que Kafka escribiera esa entrada en su diario, Ramón concluía una de sus escasas tentativas cuentísticas, la más lograda, “El obsequio de Ponce”, que apareció en El Mundo Ilustrado en octubre. Su protagonista, Luis Ponce, es un alter ego:
Luis Ponce era un pesimista sincero. Su filosofía no era tomada de los renglones sistemáticos con que el convencionalismo de ciertos pensadores ha recargado el tono oscuro de la vida. Había deducido su pesimismo de la contemplación directa de los espectáculos del mundo, sin juicios teóricos anticipados ni fines preconcebidos, y, amador leal de lo espontáneo, dejábase acariciar por los vientos de la prosperidad exterior, sin que juzgase quebrantada la rigidez de su doctrina, y consentía en complacerse en la onda tibia con que en el fuego interno del espíritu inunda, en ocasiones, los pensamientos, con plácido y leve misterio, sin que por ello se creyese inconsecuente con el criterio triste que, ciertamente, no tenía empeño especial en profesar. Luis Ponce era un pesimista que reía todos los días con risa franca.15
En pocos lugares López Velarde expresó de manera tan clara, casi didáctica, su postura filosófica como aquí (no una filosofía propiamente dicha, sino una postura: una actitud vital). A los veinticinco años era un pesimista jovial, esto es, que el fondo de su visión de la vida –que él consideraba desprendida únicamente de la observación objetiva del mundo, pero a la que no eran ajenas sus lecturas– era negativo, pero que eso no obstaba para disfrutar los momentos gratos que la existencia tenía que ofrecer.
Se trataba de un pesimismo típicamente juvenil, o sea, el que un joven serio y meditabundo, pero al mismo tiempo lleno de vida, era capaz de profesar. No quiero subestimar la gravedad pesimista de Ramón. Sus convicciones negativas eran reales y algunas de ellas, de hecho, se agudizarían (cierto maniqueísmo, su idea de la procreación como prolongación de la corrupción), pero también lo haría su hedonismo, su voluntad de exprimir el placer del instante. En ese momento, a ambas cosas les faltaba profundizarse.
El argumento de “El obsequio de Ponce” refleja las vacilaciones de Ramón frente al matrimonio y en su relación con María Nevares. El protagonista tiene una novia, Rosario Gil, “creatura contemplativa y bondadosa sobre cuya cabeza caían ya las hojas huérfanas del otoño”16 (ronda los treinta, como María, que los cumpliría al año siguiente). El paso lógico es el matrimonio, pero Luis, “razonador por hábito y de idiosincrasia cerebral que prevalecía sobre cualquier alboroto de la sensibilidad, él no podía, siendo pesimista, casarse, fundar un taller de sufrimiento, abrir una fuente de desgracia, instituir un vivero de infortunio”.17
A la ciudad anónima en la que transcurre la historia vuelve un antiguo condiscípulo de Luis, el doctor Juan Montaño, luego de estudiar en Europa. Tiene la firme resolución de casarse y, a diferencia de Ponce, no se complica con dudas metafísicas. Planea proponérselo, el día de su cumpleaños, a… Rosario, a la que conoce desde niña y cuya relación con Luis ignora. Este no le dice nada y, atormentado, medita lo que debe hacer. Le tiene sin cuidado la felicidad de Juan, pero no puede proceder igual con la de Rosario. Sabe que ella sería más feliz siendo esposa y madre, y que él no está dispuesto a convertirla en una. Renuncia a ella y escribe una carta a su amigo anunciándole el fin de su compromiso para que él pueda cumplir su propósito.
“El obsequio de Ponce” no será una obra maestra de sutileza chejoviana, pero es significativo porque transparenta las ideas de López Velarde sobre el matrimonio y la procreación. Es reveladora la virulencia contra esta última, especialmente la materna:
Al hacerse blanco de sus propias ironías, Luis Ponce desataba el efímero vínculo de las efímeras palabras con que Rosario Gil se había unido a él, renunciando al porvenir, y la entregaba, con velos color de nieve y olorosa a azahar, en los brazos de Juan Montaño, para que en una espléndida mañana de epitalamio se encerrasen en el cubo sombrío y asfixiante de la torre de la fecundidad, donde Rosario, como todas, multiplicaría los ayes y las blasfemias de la estirpe de Caín […] él debía apartarse para que ella, pálida como Renata y leve como las vírgenes de las estampas, guiada por un hombrecillo al uso, marchase a presidir una casa en que su ternura de sentimiento y su delicadeza de ideas fracasarían al contacto de un marido grosero y obtuso; él debía desaparecer para que su novia otoñal se inmolase en las aras fértiles del himeneo, pagando su contribución de sangre, de tortura y de desencanto. Nada importaba que esa inmolación fuese, más que una obra benemérita, una obra ciega, si la amada prefería descubrir la primera cana y la primera arruga ante su espejo de matrona a descubrirlas ante su espejo de vestal.18
Parece difícil pintar un cuadro más negativo de la reproducción y la maternidad que este. ¿De dónde viene tanto rechazo? Tras la muerte de su padre y el relativo desamparo de su familia (fueron auxiliados por sus tíos maternos), Ramón fue testigo de la precariedad en que quedaban sus hermanos menores y esto parece haberle causado una profunda impresión. Varias veces repitió luego que no había que echar a rodar nuevos corazones en el mundo. Independientemente, no parece exagerado ver aquí un reclamo implícito a los padres, y en particular a la madre, por haberse encerrado en ese “cubo sombrío y asfixiante de la torre de la fecundidad”. No olvidemos que Ramón fue el primero de nueve hermanos, a los que él vio nacer, uno tras otro (y, ya en plena conjetura freudiana, no es imposible que haya visto o escuchado a sus padres engendrando a alguno). ¿No tendrían algo de razón aquellos herejes de los que tuvo noticia en el seminario que de plano abominaban la procreación? Esta aguda interrogante no lo abandonaría nunca.
La cuestión es que María y Ramón terminaron y no hubo nunca un Juan Montaño. Ella no se casó ni tuvo hijos y envejeció frente a su espejo de vestal. No dejaron de estar en contacto y todavía en abril de 1921 Ramón viajó a San Luis para darle el pésame por el fallecimiento de su padre. Fue la última vez que se vieron. María tenía entonces 36, y Ramón, 32. Para la época eran dos solterones. Debió ser un encuentro extraño, el de dos exnovios que saben que su tiempo ha pasado. Quizá ambos hayan recordado el poema final de La sangre devota: “Y pensar que pudimos…”. Seguramente, al despedirse, habrán quedado en seguirse escribiendo y pensado que se verían de nuevo. Ni remotamente se les habría podido ocurrir que a Ramón le quedaban menos de tres meses de vida. Su enfermedad fue tan rápida que es probable que María nunca se haya enterado de que se encontraba enfermo y el 20 o 21 de junio, en San Luis, recibiera de golpe la brutal noticia de su muerte. A pocas mujeres les habrá causado una impresión tan honda y dolorosa. Su poeta, el poeta que había inmortalizado sus ojos, había muerto.
Al conmemorarse el cincuentenario luctuoso, en 1971, una anciana María recordaba: “hace tantos años que fuimos novios; muchachadas como se usaba antes, pero fue un amor limpio; nos tratábamos con respeto y llegamos a entendernos muy bien; pero el destino es implacable, él se murió y yo no me casé”.19 Luego de ser abandonada en el asilo potosino Ignacio Montes de Oca, María Nevares falleció en la Ciudad de México en 1975, fue llevada de vuelta a San Luis y enterrada en la cripta familiar de los Nevares en el panteón de El Saucito.20
Ella nunca lo condenó. ~
Este ensayo es un adelanto del libro Ramón López Velarde. La moral de la simetría.
- 1 Véase, respectivamente, Ramón López Velarde. Estudio biográfico, Ciudad de México, Imprenta Universitaria, 1952; Fuentes de Fuensanta. Tensión y oscilación de López Velarde, Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, 1988; “Examen de Ramón López Velarde”, en Ramón López Velarde, Obras, edición de José Luis Martínez, Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, 2004; El camino de la pasión: López Velarde, Ciudad de México, Seix Barral, 2001; Ramón López Velarde. La lumbre inmóvil, Ciudad de México, Era, 2018; Ramón López Velarde. Álbum, Ciudad de México, Instituto de Cultura de la Ciudad de México/Instituto de Cultura de San Luis Potosí/Instituto Zacatecano de Cultura/Seminario de Cultura Mexicana/UNAM, 2000; Tres poetas católicos, Ciudad de México, Océano, 1997; Un corazón adicto. La vida de Ramón López Velarde y otros ensayos afines, Ciudad de México, Tusquets, 2021; Diccionario lopezvelardeano, Ciudad de México, UNAM, 2021; El fantasma de la prima Águeda, Ciudad de México, El Colegio Nacional, 2018; “Ramón López Velarde y el mito del poeta nacional y moderno de México”, en Ramón López Velarde, Obra poética (verso y prosa), edición de Alfonso García Morales, Ciudad de México, UNAM, 2016; Un acueducto infinitesimal. Ramón López Velarde en la Ciudad de México 1912-1921, Querétaro, Calygramma, 2019, y La majestad de lo mínimo. Ensayos sobre Ramón López Velarde, Ciudad de México, Bonilla Artigas Editores, 2021.
↩︎ - Guadalupe Appendini, Ramón López Velarde. Sus rostros desconocidos, Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, 1998, p. 84.
↩︎ - Joaquín Antonio Peñalosa, San Luis Potosí en tres rostros de mujer, San Luis Potosí, UASLP, 1998, p. 33.
↩︎ - El acta de nacimiento y la fe de bautismo pueden encontrarse en familysearch.org.
↩︎ - Véase Trinidad García, Los mineros mexicanos, Ciudad de México, Oficina Tipográfica de la Secretaría de Fomento, 1895, p. 200.
↩︎ - Guadalupe Appendini, Ramón López Velarde. Sus rostros desconocidos, p. 83.
↩︎ - Joaquín Antonio Peñalosa, San Luis Potosí en tres rostros de mujer, p. 36.
↩︎ - Véase Carlos Lara G., Manuel Gómez Morin, un gestor cultural en la etapa constructiva de la Revolución mexicana, Ciudad de México, Fundación Rafael Preciado/Miguel Ángel Porrúa, 2011, pp. 28 y 103.
↩︎ - Ramón López Velarde, Zozobra, Obra poética (verso y prosa), edición de Alfonso García Morales, pp. 259-260.
↩︎ - Véase Joaquín Antonio Peñalosa, San Luis Potosí en tres rostros de mujer, p. 37 y Gabriel Zaid, Tres poetas católicos, p. 156.
↩︎ - Amado Nervo, “Dominio”, Serenidad, Poesía reunida, vol. II, edición y estudios de Gustavo Jiménez Aguirre y Eliff Lara Astorga, Ciudad de México, unam/cnca, 2010, p. 570.
↩︎ - Véase Luis Noyola Vázquez, Fuentes de Fuensanta. Tensión y oscilación de López Velarde, pp. 17-34.
↩︎ - Ramón López Velarde, Obras, edición de José Luis Martínez, pp. 855-856.
↩︎ - Franz Kafka, Diarios, Barcelona, Debolsillo, 2010, p. 300.
↩︎ - Ramón López Velarde, Obras, edición de José Luis Martínez, p. 560.
↩︎ - Ibidem, p. 560.
↩︎ - Ibidem, p. 560.
↩︎ - Ibidem, pp. 564-565.
↩︎ - Guadalupe Appendini, Ramón López Velarde. Sus rostros desconocidos, p. 83.
↩︎ - Véase Joaquín Antonio Peñalosa, San Luis Potosí en tres rostros de mujer, pp. 41-44. ↩︎