Leí por primera vez Solaris (1961) en los años noventa, cuando era estudiante de la carrera de matemáticas de la Facultad de Ciencias de la UNAM y mi novio de esa época insistió en que me acercara al autor, que era casi desconocido en México. En ese momento la novela de Stanisław Lem (1921-2006) me pareció alucinante, pues narra la historia de un planeta, en un sistema binario de estrellas, cuyo único habitante es un océano de plasma con conciencia. Este puede comunicarse con los seres humanos que viven en una estación espacial flotante a través de misteriosos visitantes que son proyecciones de sus propios recuerdos. A diferencia de algunos de sus contemporáneos, como el escritor norteamericano Ray Bradbury, Lem no abordó la búsqueda de vida en otros planetas a través de marcianos humanoides, sino más bien creando un extraterrestre poético que enfrenta a los personajes con sus propias pasiones. Y es que, como señala Snaut, uno de los científicos de la estación espacial de su relato: “No necesitamos otros mundos. Necesitamos espejos. No sabemos qué hacer con otros mundos. Un mundo es suficiente.” Así, de acuerdo con Lem, la obsesión humana por buscar vida en otros planetas no es más que el deseo de encontrar una mejor versión de nosotros mismos en otra parte del universo. Pero en Solaris este deseo resulta inalcanzable para el psicólogo Kris Kelvin, quien revive su trágico pasado a partir de un encuentro con su esposa muerta.
La fuerza de los giros psicológicos de Lem en Solaris es evidente en la adaptación cinematográfica de Andréi Tarkovski (1972), que vi por primera vez en el Cine Club de la Facultad de Ciencias. A pesar de que la nitidez de la proyección dejaba mucho que desear, pues provenía de un videocasete ochentero, me impresionó el juego de colores que representa metafóricamente el cambio en los estados de ánimo de los personajes: la tranquilidad en colores pastel y la tristeza en blanco y negro.
Recientemente leí Solaris por segunda vez y lo que me llamó más la atención es que se trata de una obra brillante y actual, con numerosas reflexiones científicas profundas. Esto no debe extrañarnos pues, al recordar la biografía del escritor polaco, es claro que la ciencia y la tecnología fueron una fuente inagotable de inspiración a lo largo de su vida.
En su autobiografía El castillo alto (1966), Lem narra los recuerdos de sus primeros años de vida como si se trataran de “pedacitos de plata multicolor de un caleidoscopio roto, que eventualmente se arreglan en algún tipo de patrón”. Lem nació en Leópolis, Polonia, el 12 de septiembre de 1921. Entre sus memorias más preciadas recuerda un lugar que le parecía mágico en la época: las ruinas de un “castillo alto” donde solía jugar con sus amigos. Su padre, Samuel Lem, era un otorrinolaringólogo que había servido en el ejército austrohúngaro. Cuando Lem era niño, el lugar que más le gustaba de su casa era la biblioteca, la cual sus padres mantenían cerrada con llave. Ahí había atlas, libros con imágenes eróticas y textos de osteología, donde aparecían detalladas imágenes de esqueletos que le encantaban y que veía en secreto. Estos libros lo inspirarían años después a estudiar medicina en la Universidad de Leópolis. No obstante, tuvo que abandonar su carrera debido a que las tropas soviéticas invadieron la ciudad a inicios de la Segunda Guerra Mundial.
Durante los años que siguieron, Lem consiguió documentos falsos que ocultaban su origen judío. Trabajó como mecánico y participó activamente en la resistencia contra el régimen nazi. En 1946 fue repatriado a Cracovia, donde pasó gran parte de su vida. Ahí trató de continuar con su carrera de medicina, pero su familia había perdido sus propiedades y su fortuna, así que entró a trabajar como ayudante de investigación en una institución científica y empezó a escribir en revistas de pulp fiction para ganar dinero.
En 1946 publicó su primera novela titulada El hombre de Marte. A esta le siguieron un gran número de trabajos de ciencia ficción cuyos protagonistas suelen ser exploradores del espacio. Este es el caso de Diarios de las estrellas (1957), donde aparece por primera vez Ijon Tichy, un astronauta que explora varios mundos, como si se tratara de un Gulliver moderno. En este libro, al igual que su predecesor Jonathan Swift, Lem usa la sátira y el humor para criticar las sociedades terrestres. En él hay episodios memorables, como aquel en el que la nave espacial se llena de copias de Tichy, de distintas edades, mientras atraviesa una serie de agujeros de gusano.
Otra novela icónica del escritor polaco es Ciberíada (1965), donde utiliza elementos de las leyendas tradicionales europeas, mezclándolos con tramas de la ciencia ficción clásica. En dicho texto introduce a Trurl y Clapaucio, dos robots que viajan por el universo realizando encargos y llevando los últimos avances tecnológicos a las sociedades que no los conocen. La novela tiene lugar en una época en que “el Cosmos no estaba tan desajustado como hoy en día y todas las estrellas guardaban buen orden”. La historia examina, entre otras cosas, el concepto de una sociedad ideal y de las relaciones entre los seres humanos y la tecnología, con una estructura lógica que resulta casi matemática.
Otra de las obras más originales de Lem, que nos recuerda a las ficciones de Jorge Luis Borges, es Vacío perfecto (1971) donde el escritor reseña una serie de libros ficticios. En el capítulo final, titulado “La nueva cosmogonía”, presenta el discurso del profesor Alfredo Testa, ganador imaginario de un premio Nobel de Física. En dicho texto, Lem menciona su preocupación recurrente por la comunicación con civilizaciones de otros mundos: “si descubriéramos las civilizaciones cósmicas, si recibiéramos sus señales, adquiriendo, gracias a ello, nuevos conocimientos sobre las leyes de la Naturaleza, entonces –¡y solo entonces!– podrían efectuarse serias transformaciones en el seno de la ciencia terrestre”. Al igual que en Solaris, en este falso discurso la preocupación por la comunicación entre distintas especies, o entre los humanos mismos, tiene un tono pesimista.
Sin duda Lem es un escritor genial, que combinó los cánones clásicos de la ciencia ficción dura con la desesperanza de la posguerra en la Europa central. Sus preocupaciones acerca de la ciencia y la tecnología, el conocimiento del cosmos y la posibilidad de comunicación con seres inteligentes de otros planetas hacen que sus libros sean sumamente actuales. Su acercamiento a dichos temas es a través de metáforas vívidas que exploran el deseo, la pasión, la violencia y la tristeza, a través de elementos científicos y tecnológicos. Este año, para celebrar los cien años del nacimiento del gran Stanisław Lem, podemos releer su obra con los ojos de los habitantes de una época hipertecnológica, que él no llegó a conocer, pero cuyas problemáticas y paradojas anticipó. ~
es comunicadora de la ciencia en el Instituto de Ciencias Nucleares de la UNAM