Comer a solas es experimentar o padecer una soledad peculiar. El compartir comida y bebida, en cambio, llega a lo más hondo de la condición sociocultural. La gama de sus implicaciones simbólicas y materiales es casi total. Abarca el ritual religioso, las construcciones y deslindes genéricos, los dominios de lo erótico, las complicidades y enfrentamientos de la política, los contratos del discurso, risueño o grave, los ritos del matrimonio y de la congoja fúnebre. En sus complejidades múltiples, el consumo de una comida alrededor de una mesa, con amigos o enemigos, discípulos o detractores, íntimos o extraños, la inocencia o las convenciones establecidas de la convivialidad, son el microcosmos de la soledad misma. “Convivir” (verbo que en inglés se hace raro después de mediados del XVII) es, en efecto, “vivir con otros y entre ellos”, de la manera más articulada y cargada, que es la de la comida compartida. Paralelamente, el partir el pan a solas tiene una extrañeza como de animal o dios. Le vin du solitaire –firmado por Baudelaire– es una parodia o negación desolada del acto comunitario, de la comunicación en la comunión, tanto sagrada como secular.
La antropología y la etnografía insisten en el carácter central de las comidas en común –y aquí “en común” se extiende desde la reunión clandestina o estrechamente resguardada de un grupo elegido, hasta los saturnales y carnavales abiertos a la ciudad o tribu entera–. Precisamente porque el consumo de comida y bebida, en especial más allá de la necesidad orgánica inmediata, está cerca de definir nuestra humanidad común o “socializada”, estas convivialidades son fundamentales, en conjunto, para nuestra historia tanto como individuos –del bautizo o la velada– y como miembros uno de otro en la hambrienta política corporal.
Pero si la noción de convivialidad parece acarrear la de lo festivo, de lo alegre incluso hasta la altura de la trascendencia, ¿qué haremos con aquella enigmática ocasión de Éxodo 24 en que Dios invitó a compartir con Él la comida a Moisés, Aarón, Nadab, Abiú y setenta ancianos de Israel? Esa misma noción o estructura de experiencia compartida puede llevar fatalidad consigo. Desde el infanticidio y el canibalismo de la cena de Atreo y Tiestes (leyenda que nunca ha perdido su imperio hipnótico sobre la imaginación occidental) hasta aquella en que Banquo se levanta ante Macbeth, desde el tumulto homicida en la boda de Hércules hasta los frecuentes ejemplos de celebración cortesana donde los déspotas renacentistas apuñalaban o envenenaban a sus huéspedes rivales, la convivialidad ha sido ocasión de muerte. Esta congruencia paradójica se universaliza en las moralidades y alegorías medievales como el Everyman, donde el rico y el glotón brindan ante el grupo respetuoso y la Muerte lo hace a su vez. Era como si los momentos de refinamiento culinario o prodigalidad fuesen acompañados de una amenaza oculta. ¿Quién puede olvidar las insinuaciones macabras, el memento mori, en esos banquetes representados por Buñuel o Fellini?, ¿o en el “comer hasta la muerte” en La gran comilona?
Dos muertes continúan caracterizando la historia moral e intelectual occidental. Las muertes de Sócrates y de Jesús de Nazaret siguen siendo piedras de toque de nuestra historicidad, de los reflejos de sensibilidad y reconocimiento merced a los cuales hacemos de la remembranza un legado de referencia a nuestra identidad hebreo-cristiana y clásica. En estas dos muertes poseen interminable gravedad la consecuencia del derroche inconmensurable, nuestro sentido de lo irreparable. ~
Traducción del inglés de Juan Almela.