Territorio: las fronteras borrosas de la masculinidad

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La expresión anglosajona “[It] comes with the territory” se usa como advertencia o como un llamado a la resignación. Fue acuñada a principios del siglo pasado para hacerles saber a vendedores y viajeros que debían aceptar las leyes de las tierras que visitaran; en su uso actual, se refiere a aceptar lo arriesgado o incómodo de una situación que, por otro lado, ofrece beneficios. Quien acepte involucrarse en ella deberá considerar sus desventajas porque estas “vienen con el territorio”. En español la frase se usa poco. La rescato porque sus dos usos –el literal y el retórico– son ideales para describir la película más reciente del director Andrés Clariond.

Territorio se exhibió por primera vez en el Festival Internacional de Cine de Morelia en 2019. Destacaba por alejarse de los temas predominantes –narcotráfico, delincuencia, inequidad– aunque, como se verá, también lidiaba con la violencia. En entrevistas de entonces, Clariond dijo que el título hacía referencia a la acepción literal de la palabra: un área bien delimitada, perteneciente a una persona o marcada por un animal. Es decir que hablar de territorio es hablar de posesión. En el caso de esta película, el territorio es simbólico: se refiere al matrimonio y a todo lo que lo compone: pactos, metas en común y el espacio en el que habita la pareja (en este caso, el espacio físico es solo parte del territorio; no empieza ni termina ahí). En sociedades conservadoras, el “dueño” de este territorio simbólico suele ser el hombre: él cuida, provee y ahuyenta a los intrusos. En esas mismas sociedades, esto es lo que define a un “marido responsable”: mezcla de celador y líder de la manada (en caso de haber hijos), atributos que no siempre coexisten con el deseo genuino de vivir en pareja. Todo esto es diseccionado en la película de Clariond. Territorio narra la historia de un hombre que falla en proteger a su familia y, en el camino, expone las expectativas que empujan a hombres y mujeres a encajar, a costa de todo, en la llamada “normalidad”. Sin ser propiamente una denuncia del machismo, la trama también revela cómo las nociones arcaicas de masculinidad conducen a los propios hombres a callejones sin salida.

La historia transcurre en una ciudad del norte de México. Sus protagonistas son Lupe (Paulina Gaitán) y Manuel (José Pescina), una pareja joven de clase media ansiosa por tener un hijo. En una de las primeras secuencias, Manuel le tapa los ojos a Lupe y la guía hacia la habitación donde la espera una sorpresa: una cunita para el deseado bebé. Cuando le descubre la vista, la expresión de Lupe se vuelve amarga. “Ya me bajó”, le dice a su esposo, y eso basta para que el espectador comprenda que no es la primera vez que el intento de concebir fracasa, y que esto ha empezado a pesar sobre la relación. Libre de diálogos sobreexplicativos (o, peor, melodramáticos), el guion de Clariond muestra a la pareja enfrentando la razón que hace imposible el embarazo de Lupe: Manuel tiene un conteo cero de espermatozoides. A pesar de la resistencia de este, optan por recurrir a la inseminación artificial. Esto presenta sus propios dilemas: según les explica un médico, si se hace a través del Seguro Social el trámite burocrático puede tardar hasta dos años. Si se hace “por fuera”, como propone el doctor, el procedimiento tendría un costo alto, pero no habría que esperar más, bastaría con que la pareja consiguiera un donador.

Hasta este punto, Territorio da la impresión de ser un drama social en el que podría verse reflejado un buen número de parejas: el deseo frustrado de concebir, el rechazo de uno de los miembros hacia la reproducción asistida, un posible laberinto de trámites y una exigencia económica inviable para la mayoría. La película de Clariond, sin embargo, pronto se aleja de ese género. La noticia de la infertilidad de Manuel es solo el detonador de crisis más subjetivas. Aunque han transcurrido pocas secuencias, el guion ya ha sembrado pistas que apuntan a un desbalance en la dinámica del matrimonio y, sobre todo, a una obsesión de Manuel por “ejercer” la paternidad. Hay algo en su forma de referirse al futuro “Manuelito” (dando por hecho el género del bebé) que causa incomodidad en Lupe. Luego, se resistirá a la idea de la inseminación porque corta de tajo la posibilidad de traer al mundo a una extensión suya. “[El bebé] no va a tener nada mío”, le dice a Lupe, quien le responde que, de cualquier manera, este lo va a llamar “papá”. Cuando por fin aceptan la propuesta del médico, sus prioridades vuelven a chocar. Para Lupe, el requisito principal que debe cumplir el donador de semen es ser un hombre con buena salud y buenos hábitos. A Manuel no le preocupa eso. Lo único que le importa es que Lupe y el bebé no vuelvan a tener contacto con el donador. Es decir, debe ser alguien que se mantenga al margen de su territorio. Manuel cree encontrar a esa persona en Rubén (Jorge A. Jiménez), un nuevo empleado de la fábrica de muebles en la que trabaja. Le parece un buen tipo y –más importante– Rubén planea irse “al otro lado” apenas tenga los medios. Manuel decide controlar esa variable, tan importante para él: le da a Rubén el dinero para viajar. Con eso resuelto, la pareja invita al posible donador a cenar para luego contarle del plan. El pacto entre los personajes dará giros inesperados que le reservo al espectador.

Las películas de Clariond son más oscuras de lo que aparentan –lo digo como virtud–. Es difícil predecir hacia dónde se dirigen, y obligan a repensar las primeras impresiones que uno se hace de los personajes. Territorio va aún más lejos. De ser el drama de una pareja desafortunada se convierte en una historia de terror psicológico. El cambio de tono ocurre en una escena precisa: cuando una tarde la pareja vuelve a casa y encuentra dentro una presencia amenazante. En el cine de horror, el equivalente de esa presencia sería el monstruo que reaparece o que se resiste a morir. A su vez, esa suele ser una metáfora del retorno de lo reprimido: ya sea una pulsión tabú, o aquello que debió ser traído a la conciencia y se prefirió enterrar.

En su película previa, Hilda (2014), Clariond hace un comentario ácido sobre el deseo de poseer o coleccionar humanos, con el propósito de reafirmar una identidad en crisis. No hablo de esclavitud (o no en un sentido literal), sino de formas socialmente aceptadas y, casi siempre, inconscientes. En aquella película, un ama de casa de clase alta e ignorada por su marido vuelca toda su atención en su nueva empleada doméstica. “Nunca he tenido una Hilda, pero he tenido dos Juanas”, le dice a la empleada, la Hilda del título, y juega a simbiotizarse con ella como una forma de recuperar sus ideales marxistas de juventud. Le regala un huipil para que se vean “igualitas”, y nunca deja de tratar a Hilda como un accesorio a su disposición.

En un tono menos satírico, Territorio vuelve a abordar el tema del coleccionismo. Parece excesivo decir que Manuel ve la paternidad como una forma de posesión, pero varias escenas de Territorio lo revelan desesperado por tener descendencia –más como prueba de “hombría”–, considerando al hijo como un legado al mundo, no como fruto de una relación feliz. Entre más lejos van los intentos de la pareja por tener un hijo, más parece desintegrarse el vínculo entre ellos. El punto de no retorno ocurre cuando Manuel rompe con su propia regla de mantener lejos de su terreno o área marcada a otros machos de la especie. Cuando esto sucede, la película pasa a ilustrar el segundo uso de la frase “venir con el territorio”. En su afán de hacerse de un hijo, Manuel no calcula los riesgos de invitar a un tercero a la intimidad de su relación. Ignora corrientes tan poderosas como la seducción y el deseo y, sin preverlo, propicia un torbellino que arrasa con sus certezas, posesiones y planes.

Quien aún no haya visto la cinta, creerá que con “invitar a un tercero” me refiero al acuerdo de inseminación, lo que implicaría que el caos que se desata es un castigo a los personajes por recurrir a esa opción. Ni una cosa ni la otra. Si acaso, Territorio cuestiona la inercia y el hábito de seguir caminos trazados por otros. No es solo que Manuel se sienta obligado a cumplir con la imagen de hombre de familia y con esa versión de masculinidad, sino que el guion de Territorio da pistas que sugieren que la aparición de Rubén, el donador “ideal”, despierta en Manuel un tipo de atracción que, al parecer, no había explorado antes. Esto daría sentido a varias secuencias de la película no relacionadas con la trama central. Por ejemplo, aquella en la que el advenedizo le enseña al protagonista a usar la palanca de cambios de un camión. La sola imagen del antebrazo musculoso de Rubén recargado sobre el de Manuel, más lánguido, es una yuxtaposición cargada de sugerencias que se refuerzan a lo largo del relato. El recién llegado, de movimientos rudos y carácter desenfadado, es objeto de la mirada curiosa del protagonista. Entre ambos comienza a tejerse algo parecido a la intimidad: pasan tiempo juntos, fuman mota y se cuentan recuerdos tristes. Observe el espectador la escena en la que Manuel invita a Rubén a cruzar la última puerta de su relación con Lupe. Consciente de la fascinación que ejerce sobre su huésped, Rubén se apropia de las fantasías sexuales de la pareja. Para ninguno habrá vuelta atrás. Si se acepta esa lectura, Territorio se vuelve una fábula –impecable e implacable– sobre los costos de reprimir la verdadera orientación sexual. ~

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es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.


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