“El maestro y Margarita” de Mijaíl Bulgákov

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El maestro y Margarita

"Un día", cuenta Alfred Schnitkee, el último genio de la música rusa, "Stalin quiso escuchar el Concierto para piano en re menor de Mozart. Nadie sabe cómo logró aclarar de qué obra se trataba, pero en cualquier caso consiguió que su entorno cayera en la cuenta de sus deseos. Entonces se descubrió que entre nosotros no había ninguna grabación de ese concierto, a pesar de lo cual el presidente insistió en disponer de ese concierto. La respuesta era obvia: 'Camarada Stalin, la tendrá'." 1
     Ante la urgencia se convocó a la pianista María Yudina, que había tocado esa partitura y escogió al director. Se organizó una grabación nocturna. La orquesta fue reunida como un pelotón y trabajó toda la noche. A la mañana siguiente, Stalin tenía la copia única del disco en sus manos. Complacido, el dictador mandó premiar a la Yudina con miles de rublos. Ante el azoro de la policía política, encargada de la operación, la pianista escribió una carta donde, tras aclarar que se sentía honrada, pedía a Stalin que destinara ese dinero a reconstruir las iglesias voladas o saqueadas por el comunismo. Y juraba rezar por el alma de Yossif Vissariónovich, necesitado de salvación por sus abominables pecados.
     Estupefacto, Stalin paró en seco a los sicarios que se disponían a liquidar inmediatamente a María Yudina. Nunca sabremos si esos exabruptos mitigaban la soledad del poder absoluto o si su conciencia de antiguo seminarista georgiano quedó paralizada ante la disposición al martirio de una cristiana. Intérprete ejemplar de Bach, Bartók y Shostákovich, María Yudina continuó su brillante carrera, rodeada de un respeto tenebroso.
     El episodio de la pianista se repitió, sin ese dramatismo, a lo largo de toda la vida literaria de Mijaíl Bulgákov (1891-1940). Desde fines de los años veinte, el escritor tomó la riesgosa costumbre de escribirle cartas personales a Stalin, suplicándole libertad para su trabajo como "escritor soviético" o permiso para viajar —que no emigrar— a Europa. Dos días después del suicidio de Mayakovski, sonó el teléfono en el triste departamento moscovita de los Bulgákov. Era Stalin al habla. Le dijo que lamentaba sus deseos de abandonar temporal-mente la urss pero… Comprensiblemente aterrado, Bulgákov se retractó de sus intenciones y le dijo: "He comprendido que un escritor ruso no puede existir fuera de su país."2
     El tirano respetó la vida de Bulgákov aunque permitía que sus burócratas se la hicieran imposible. Empleado como ayudante de dirección en el Teatro Artístico, no fue el único entre los artistas rusos que sufrió ese juego del gato y del ratón que gustaba a Stalin. Pero el caso de Bulgákov es extrañísimo. No era una figura indispensable para la propaganda soviética, como Shostákovich, cuya liquidación hubiera sido muy costosa. Tampoco un intelectual incómodo como Lukács, que gozaba de una audiencia internacional a considerarse. Estaba lejos de ser un opositor político al régimen y no estaba dispuesto, como María Yudina, a inmolarse por su fe.
     Dramaturgo y autor cómico que perdió su inicial popularidad tras las humillaciones de los comisarios, Bulgákov ocupaba un lugar por fuerza secundario en la vida cultural de la urss. Pero provocaba en Stalin esa ambigüedad que combina la reverencia, la risa y el horror que los juglares causan en los soberanos. Stalin, por ejemplo, mandó asesinar a los populares cantores ciegos de Rusia, famosos por su trashumancia, pues al no poder leer órdenes eran rapsodas con una inconveniente libertad de movimiento. Hubiera matado a Homero.
     Alguna vez Stalin asistió a un estreno de Bulgákov y éste, a su vez, disfrutaba de la supuesta privanza epistolar que lo unía al dictador. Así, se creyó que Bulgákov murió de tristeza y enfermedad, esperando que el teléfono volviera a sonar y que el padrecito de los pueblos le cumpliera sus sueños. ¿Quién fue el gato, quién fue el ratón?
     ¿Bulgákov, biógrafo de Molière, repetía ese papel ante Stalin, su Luis xiv? El tono de sus súplicas por escrito a Stalin —casi diez— es respetuoso pero no servil. Es el vasallo ante el zar. Más que un espíritu temerario, Bulgákov era un mago que se jugaba la vida ante la inescrutable mirada del rey. Tras La guardia blanca (1923), novela ambigua sobre los derrotados de la guerra civil, Bulgákov hizo sátiras teatrales y novelas humorísticas que lo mantuvieron en el filo de la navaja, como Corazón de perro (1925), El departamento de Zoia (1926) y La Isla Púrpura (1929). Médico que había sido adicto a la morfina, Bulgákov pareció desfallecer durante los años treinta, malviviendo con guiones cinematográficos y libretos de ópera. Incluso intentó rendirse en 1938, con Batum, drama sobre el heroísmo del joven revolucionario Stalin. La puesta en escena fue censurada.
     Pero durante los años de desesperanza y suplicación, entre 1928 y 1940, Bulgákov escribiría la novela suprema de la literatura rusa del siglo xx, El Maestro y Margarita, no publicada hasta 1967 en una edición expurgada. Sergio Pitol considera que esa obra, por sí sola, acredita la grandeza literaria de nuestra centuria.3
     Resumir la trama de El Maestro y Margarita es posible. Interpretarla, un reto. Superficialmente, es una parábola antitotalitaria, como Nosotros (1924), de Zamiatin, o Bajo los acantilados de mármol (1939), de Jünger. Pero leer a Bulgákov sólo con los espejuelos de la tragedia soviética es tan peyorativo como dejar a Shakespeare a merced de la reina Isabel y el duque de Essex. El drama de los escritores rusos bajo el comunismo fue uno de los símbolos del siglo xx, pero una grandeza como la de Bulgákov superará, al emblematizarlo, a su tiempo, como lo hicieron Cervantes, Swift o Dostoievski.
     Bulgákov combate el terror con el circo: durante los años treinta, el Diablo, bajo la apariencia del profesor alemán Voland, cae sobre Moscú acompañado de una cohorte de demonios, entre los que destaca el gran gato negro Popota. Esa legión provoca toda clase de malentendidos, incendios y desastres. Voland se presenta ante un par de escritores agnósticos: Berlioz y Biezdomny. El primero muere decapitado en un accidente de tránsito; al segundo le tocará ser cómplice del entrecruzamiento de una realidad y una "novela". El texto que va invadiendo El Maestro y Margarita para transformar una sátira en una cosmogonía es una novela escrita bajo la inspiración o la complacencia de Voland, una heterodoxa vida de Jesús cuyo héroe es Pilatos, el quinto procurador de Judea.
     Mientras Voland y sus secuaces invierten la vida moscovita bajo el signo del carnaval, Biezdomny aparece internado en un hospital psiquiátrico, donde conoce a un loco conocido como el Maestro, autor de esa narración sobre Pilatos. Gracias a las acrobacias mágicas de Asaselo, Margarita, la despechada esposa del Maestro, muta en una bruja que sobrevuela Moscú. Como recompensa a su colaboración con Voland, Margarita puede reunirse con el Maestro y comienza a leer los capítulos de la novela. Las intenciones de Voland y el mundo de Pilatos se combinan en una sola trama. Asaselo, el diablejo, hace beber a la pareja nuevamente enamorada el vino de Falerno, preferido del procurador de Judea, envenenándolos y resucitándolos en una mansión eterna donde Joshuá, el profeta, se reconciliará con el funcionario romano cuya cobardía lo precipitó al martirio.
     El Maestro y Margarita es un Fausto y una revisión del Nuevo Testamento. En ambas direcciones es una realidad novelesca hilarante cuyas conclusiones son escandalosas. Si Fausto, como quería Oswald Spengler, es el mito moderno con el que el cristianismo se separa al fin del mundo clásico, es difícil deducir qué clase de espíritu fáustico encarna el Maestro bulgakoviano. ¿A cambio de qué pacta con Voland-Mefistófeles? ¿Para consagrarse, en la elevación goethiana, al amor restaurado con Margarita?
     Esa averiguación banaliza el asunto. Queda afirmar que ella, Margarita, es el Fausto de Bulgákov, quien pacta con Voland-Mefistófeles para liberar al Maestro mediante el amor y permitirnos conocer al culpable de la muerte de Cristo, el crimen cosmogónico cuyo enigma funda al cristianismo. En el siglo xix Ida de Hahn-Hahn escribió La condesa Faustina (1841), pero hubo que aguardar a Bulgákov para superar la pobre asociación entre una vampiresa o íncubo y la personalidad fáustica. Al satirizar a la atolondrada Margarita de Goethe, el novelista ruso descarta el faustismo que va de Marlowe a Valéry, dándole al pacto con el diablo un sentido realmente mágico: la historia sagrada es una anécdota sujeta a modificación y conocerla significa despojar al cristianismo de su legitimidad mistérica. Eso lo puede hacer una mujer y una bruja en contacto con esa tierra pagana que Bulgákov amaba.
     A diferencia de otros artistas rusos enamorados y horrorizados ante la Revolución de 1917, Bulgákov no fue un espíritu religioso ni un católico ortodoxo comprometido. Nunca empeñó fáusticamente fe alguna a cambio del comunismo o de su deturpación. No se sintió, como Dimitri Merejkovski, atrozmente decepcionado porque una vez más Cristo no |había llegado, pese a todos los augurios, a Rusia. Tampoco interpretó a la sociedad soviética en la medida del Anticristo, como Berdiaev. Escéptico, juglar, hombre de teatro, Bulgákov se permitió blasfemar. Su versión del Nuevo Testamento propone variantes decisivas que habrían escandalizado a los evangelistas gnósticos y apócrifos de los primeros tiempos. Un siglo atrás, la Iglesia Ortodoxa Rusa habría condenado a Bulgákov como hereje.
     El drama de Pilatos es la pieza menos original de El Maestro y Margarita. La leyenda del procurador contrito parte de Mt, 27, 19, cuando la mujer de Pilatos intercede a favor de Jesús, lo que destinaría a su marido el suicidio, según aseguró después Eusebio de Cesarea, o a una santificación que la Iglesia oriental acabó por sancionar.
     Según otra vieja herejía renovada por el novelista italohúngaro Mario Brelich en La ceremonia de la traición (1975), Judas es quien al traicionar a Jesús lo convierte en Cristo. Siendo así, la economía de la salvación dependería del sacrificio de Judas. Pero no pudiendo disponer del suicida, la Iglesia de Oriente toma a Pilatos, pues el sufrimiento del arrepentido es axial para la teología moral de la ortodoxia.
     Pero Bulgákov niega el suicidio de Judas de Kerioth. El traidor fue mandado asesinar por Poncio Pilatos, pretextando el robo de sus treinta tetradracmas. Tras permitir la condena de Cristo, el procurador castiga al criminal, adelantándose a los deseos justicieros de Leví Mateo, el discípulo bienamado del Ungido en El Maestro y Margarita. La simpatía de Bulgákov hacia Jesús, a quien llama Joshuá Ga-Nozri, es limitada. Es un profeta de los pobres o un santón que recorre Palestina como cientos de ellos caminaban por la santa Rusia.
     La novela del procurador, corazón de El Maestro y Margarita, debe, por ello, despojar al Cristo de su protagonismo. Le arranca el simbolismo supremo de la Cruz, sabiendo que, sin ella, el cristianismo es una ética judaica antes que una religión mistérica. Y Bulgákov ignora aparentemente la resurrección, pues el cadáver del ahorcado, custodiado por Leví Mateo, tan sólo desaparece.
     La blasfemia no sólo niega la narración evangélica sino las sutilezas orientales. Aunque dogmáticamente afín a Roma, la Iglesia Ortodoxa "prefiere" al Hijo entre las figuras de la Trinidad, pues la Resurrección es el motivo liberador del creyente, cuya primera virtud teologal no es la fe, sino la caridad. San Isaac el Sirio dijo que al buen cristiano lo distinguen las lágrimas ante el sufrimiento. En Dostoievski todos los pecados contra el Espíritu Santo los lava el arrepentimiento. Por ello Lázaro, resurrecto que anticipa a Cristo, es una figura clave para la ortodoxia, como lo comprendió Leónidas Andréyev en Lázaro (1906), cuando, interrogado por Augusto sobre su fe, sólo le dice una y otra vez "yo he sido muerto", única explicación que merecía el emperador de los deicidas.
     El tiempo novelesco de Bulgákov se medía por milenios y no por siglos. Escribió El Maestro y Margarita no sólo a contracorriente del ateísmo soviético, sino de casi toda la literatura rusa, cristocéntrica desde el año 1000 hasta Solyenitzin. Sin Resurrección y sin Cruz, Bulgákov se liberó del alma rusa, "esa bruja que aúlla en la ventisca", según Andrei Biely, y transformó en un mito fáustico donde se trueca el amor y no el conocimiento, restaurando en Margarita la reputación de Eva, quien toma el fruto del árbol de la vida para salvarse de la caída.
     A través de los simpáticos y arrogantes demonios que sobrevuelan Moscú, eternamente pospuesta segunda o tercera Roma, espantó Bulgákov a todas las ortodoxias, la del pope subordinado al César y al César esclavizando las mentes. Vasallo de Stalin, lo que a Bulgákov interesa es la conciencia del poderoso. Su héroe es Pilatos, no Jesús. El tirano es humano, demasiado humano y por ello temible: poderoso, es impotente; complacido con un disco de Mozart grabado en doce horas, sufre hasta la muerte entre la convicción y la responsabilidad. Eso es acaso el secreto que vuelve intocable al cómico de la legua, al insistente peticionario cuya magia Stalin temía.
     El Maestro y Margarita se esfuma de las manos del lector como un sueño a medianoche. Poco a poco las imágenes se van. Al gobierno sólo se le ocurre mandar fusilar a todos los gatos negros de la urss. El circo y el terror se ocultan con la luna llena en el amanecer. Todos duermen felices, como Bulgákov, sedado con morfina para mitigar los dolores. Murió el 10 de marzo de 1940, a las 4:39 de la tarde, según anotó su esposa Yelena Serguéyevna, quien lo acompañó durante su agonía corrigiendo la última versión de la novela sobre una almohada.
     La doctrina del realismo socialista, paradójicamente, hizo de Shostákovich un genio: su margen para componer era tan estrecho y estaba bajo tal vigilancia que profundizó evadiendo como un zorro a sus censores en el papel pautado. Bulgákov fue más afortunado. A diferencia de Gogol, su maestro, no tuvo un monje travestido en demonio que lo obligase a quemar su obra. Había llegado, afortunadamente, demasiado lejos. A la pianista María Yudina la salvó Mozart y a Bulgákov la frase más famosa de El maestro y Margarita, "los manuscritos no arden". –

OTROS LIBROS DEL MES
E. H. Gombrich, La historia del arte, Diana/conaculta, México, 1999. Hay que aplaudir esta nueva edición, accesible para el mercado mexicano, de una de las obras maestras de la teoría de la percepción. Ricamente ilustrada y deliciosamente narrada, la historia de Gombrich es, al mismo tiempo, libro de cabecera y obra de consulta.
      
Jacques Lafaye, Sangrientas fiestas del Renacimiento, fce, México, 1999. El historiador francés que legitimó la identificación entre Quetzalcóatl y Guadalupe, ahora se traslada a la era de Carlos v, Francisco i y Solimán, para explorar, partiendo de un texto desconocido de Gomara, al Renacimiento como padre del arte de la guerra.

Justo Romero, Falla. Discografía recomendada. Obra completa comentada, Península, Barcelona, 1999. Las útiles guías Scherzo, tras recorrer la actualidad sonora de Beethoven, Bach, Haydn, Mozart, Rossini y Schubert, ahora publican el título consagrado a Manuel de Falla (1876-1946), el gran músico español del siglo XX.
      
Antonio Rubial García, La santidad controvertida, fce, México, 1999. Este estupendo estudio sobre los "venerables no canonizados" durante el virreinato es la introducción ideal para comprender los mecanismos culturales y eclesiásticos que rodean a un tema de actualidad: la canonización de Juan Diego.
      
Guy Davenport, El museo en Sí. 19 ensayos sobre arte y literatura, Aldus, México, 1999. Desconocido en nuestra lengua, exégeta de Pound, el cuentista y crítico estadounidense analiza a los grandes autores del siglo xx como sabios renovadores de una tradición heredada. La selección, traducción prólogo y notas corren a cargo del editor Gabriel Bernal Granados.

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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