Mi primera visión de Fidel fue cuando entró en La Habana el 8 de enero de 1959. Yo tenía diez años y lo vi pasar por la Avenida del Puerto montado en un vehículo militar, rodeado de barbudos, saludando con la mano a la multitud. El ambiente era apoteósico, como de carnaval mezclado con epifanía. Todas las clases sociales confluían allí para vitorear a los rebeldes.
Del principal barbudo parecía irradiar una fuerza dominante. Contribuían a ese carisma su estatura, su perfil clásico de boxeador griego, el fusil de mira telescópica colgando del hombro, el tabaco en la boca, sus dotes de orador. Todo lo cual generaba una atmósfera romántica.
En mi imaginación infantil, el barbudo vestido de verde olivo parecía un híbrido de Robin Hood con Santa Claus. Los desaliñados guerrilleros que desfilaban equivalían a la cabalgata de los Reyes Magos. ¿Acaso no venían de Oriente y hasta estrellitas adornaban sus gorras y charreteras?
Mi segundo encuentro con él tuvo lugar a comienzos del año 1961. Yo nadaba en la piscina de una playa en la costa oeste habanera recién convertida en Círculo Social Obrero, adonde yo acudía a practicar judo. De pronto, el mítico barbudo apareció en el borde de la piscina y todos los niños salimos del agua para saludarlo. Risueño, él nos pasaba la mano por las cabezas mojadas. Alguien sacó una foto del grupo que luego vi expuesta en una oficina del balneario. En cuanto mi padre pidió una copia, o el negativo, la foto desapareció. Nadie sabía nada, los empleados de la oficina se encogían de hombros. Misterio.
Tercer encuentro cercano. Una noche de septiembre de 1965 llegué a la cafetería de El Patio, en la Plaza de la Catedral, donde me reuní con mis amigos rocanroleros para cantar canciones prohibidas de los Beatles. Me dijeron que Fidel estaba cenando en la planta alta. Yo estaba a punto de cumplir diecisiete años y por entonces era recluta del Servicio Militar Obligatorio. Me puse a dibujar en una servilleta una caricatura de Fidel con el tabaco humeante. En pocos minutos bajó el barbudo adonde bebíamos té. En tres zancadas llegó hasta nosotros: “¿Ustedes son de Camarioca?”, nos espetó con los brazos en jarra.
Horas antes había pronunciado un discurso proclamando que quien quisiera abandonar la isla podía hacerlo por el puerto de Camarioca, al este de La Habana. Allí tendría lugar el primer éxodo masivo de cubanos hacia Miami.
Se sentó a mi lado y preguntó quién le había hecho una caricatura. Yo me quedé boquiabierto. ¿Cómo sabía eso si él estaba en la planta alta del restaurante? Ya en Cuba estaba prohibido el humorismo gráfico referido a la primera figura. Me miró de reojo sonriendo. Quería ver la caricatura. Le entregué la servilleta algo temeroso. Al parecer le gustó y me pidió que la firmara, se la guardó en un bolsillo lleno de papeles y plumas, y entonces me ofreció una beca para estudiar pintura en Polonia. Le dije: “No, gracias.” Fue algo que me salió del fondo del alma, sin pensarlo. Él levantó las cejas y cambió de tema.
¿Que por qué dije no? La respuesta se puede leer con lujo de detalles en mi novela Insolación (Diana, México, 2006. También en editorial Bokeh, Leiden, 2015).
Aunque era recluta, esa noche yo andaba vestido de civil. Pero Fidel se fijó en mi cabeza rapada. “¿Eres soldado?” Le dije que sí. Me pasó la mano por la cabeza –igual que cuatro años atrás en la piscina– y exclamó: “¡Ah, entonces eres de los nuestros!” O sea, que mis amigos no eran de los “suyos”.
En ese momento el traductor de Andréi Gromyko (ministro de Asuntos Exteriores de la urss) se inclinó y le susurró algo al oído. El Comandante se volvió bruscamente: “¡Ahhh, dile que se vaya para casa del carajo! Si tiene sueño que se vaya a dormir. ¡Coño, ni siquiera me dejan estar un rato con los muchachos!”
Yo me asombré de que maltratara en público al representante de la segunda potencia atómica mundial. Al parecer no les perdonaba a los soviéticos que le hubieran quitado los cohetes nucleares tres años antes durante la crisis de los misiles.
Era casi la una de la madrugada. Fidel siguió interrogando a mis amigos, como haría un policía con una pandilla de sospechosos habituales. Al rato se levantó de nuestra mesa y me invitó a ver su carro, cerca de allí. Me mostró su asiento de copiloto, donde había una pequeña biblioteca con algunos libros y periódicos, un teléfono y un tablero deslizante para escribir. “Es mi oficina ambulante”, bromeó. Los del séquito estallaron en carcajadas.
Tal vez tuvo ese detalle conmigo porque le gustó la caricatura, quizá porque me consideraba uno “de los nuestros”, o acaso para retrasar más su partida con tal de fastidiar al jerarca soviético que se caía de sueño. Me dio la mano, se metió en su Oldsmobile y desapareció en la noche seguido por los carros de la escolta.
Cuarto encuentro cercano. Año 1978, Palacio de la Revolución, adonde yo estaba invitado para una recepción cultural. Por entonces yo era subdirector de la revista Cine Cubano y conversaba, en un aparte, con Carlos Rafael Rodríguez, vicepresidente del Consejo de Estado: el más culto de la cúpula gobernante. Nos gustaba hablar de literatura, recuerdo que esa noche el tema era Valéry y El cementerio marino.
De pronto oí una voz de mujer gritando mi nombre a lo lejos. Los gritos venían de la mesa llena de comida y bebidas donde se aglomeraban los invitados. Yo me sobresalté ligeramente. La que daba aquellos gritos atronadores era una mexicana siempre afectuosa conmigo: Marta Solís, corresponsal de la revista Siempre. Iba literalmente colgada del brazo de Fidel, y me hacía señas para que me acercara. Carlos Rafael me dijo: “¡Ve para allá, muchacho!” Me acerqué al enjambre humano que rodeaba al barbudo. Era una coreografía de ballet en cámara lenta, pues cada vez que Fidel daba un paso hacia un lado u otro, todos lo seguían como alfileres pegados a un imán.
“Me dice Marta que publicaste una novela que se llama El Comandante Veneno”, me dijo cuando lo tuve enfrente. En efecto, era mi primera novela, sobre la alfabetización.
“¿Y quién es ese Comandante Veneno?”, sonrió. Así que viéndolo de buen humor, le solté: “Usted.” “¿Yo?”, preguntó asombrado. Creí que había metido la pata hasta la ingle. Pero enseguida agregó: “¡Ah, entonces quiero leer ese libro! ¿Se lo puedes dar a Carlos Rafael para mí?”
Poco después la mesa se llenó de cocos glacé. Todos cogimos uno, pero él protestó: “¿Y no hay coco glacé para mí?” Una periodista española, descalza, babeante de emoción, se empinaba para hablar con él. Fidel coqueteaba con ella. La periodista hizo el gesto de alcanzarle uno de los postres desplegados en la mesa, pero Chomi Miyar –mano derecha del Comandante– alzó las cejas y la petrificó en el acto. Entonces salió de una puerta secreta un cocinero con gorro blanco que traía un coco helado único, especialmente preparado para el Comandante. Me acordé de Rasputín con las galletas de cianuro y también de los Borgia.
Quinto encuentro. Teatro García Lorca, 1978. El español Antonio Gades y Alicia Alonso acababan de bailar juntos. Lejos de las tablas, en un reservado del mezzanine, Fidel Castro departía con algunos altos funcionarios. Yo estaba afuera, cubriendo el evento como periodista cultural.
De pronto alguien abrió la puerta del reservado y me pidió que fuera urgente a buscar a Gades, pues Fidel quería conocerlo. Me adentré entre bambalinas, irrumpí en el camerino del bailaor flamenco, a quien yo conocía bien. Estaba desmaquillándose ante un espejo, lo saqué corriendo, sin darle tiempo a quitarse el disfraz de fauno o de diablo. Lo llevé al trote hasta el reservado. Antonio estaba tan ansioso por conocer a su ídolo que empujó la puerta de sopetón, Fidel estaba de espaldas y al oír el ruido se volvió súbitamente con una mirada torva que jamás olvidaré. Recordé que trece años atrás se había girado hacia Gromyko con idéntica ira para increparlo.
Gades entró y yo me quedé un par de minutos asomado en la puerta, siempre a prudencial distancia del imprevisible Comandante. Ver al bailarín disfrazado de diablo conversando con Fidel se me antojó una escena fáustica.
Poco después, ya en el escenario, Fidel rodeado de bailarinas empezó a gritar: “¿Dónde está Ñico?” (Ñico: capitán y espeleólogo Antonio Núñez Jiménez.) Se burlaba: “¿En qué cueva se ha metido esta vez?” Risas. El Comandante invitó a Ñico, a Gades y a un grupo reducido a comer en su casa, donde él mismo cocinaría su última receta: espaguetis con… salsa de mango. ¡Puajj!
Me informaron que yo no estaba invitado, de lo cual me alegré mientras regresaba a mi casa, aliviado de escapar de aquella locura de guardaespaldas clavándote los codos en las costillas, a veces con miradas aviesas. Fue la última vez que lo vi en persona. Gracias a Dios. ~
Nació en la Habana en 1948. Narrador y ensayista. Cuando escribió su primer novela, El Comandante Veneno, Alejo Carpentier le escribió: "Es usted un novelista nato"