García Márquez y Cuba: cincuenta años de soledad

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Acabo de leer el informe preparado por Daniel Wilkinson y Nik Steinberg, de Human Rights Watch, sobre Cuba, que ofrece una visión y un juicio reveladores de la situación política en la isla, por lo que llamó de inmediato mi atención. Comenzaba citando un hecho muy significativo que yo desconocía o había olvidado por completo: en 1980, poco antes de obtener el Premio Nobel de Literatura, Gabriel García Márquez confesó a The New York Times que, tras haber pasado tres años escribiendo un libro sobre la Cuba de Castro, había decidido no publicarlo porque “ahora me doy cuenta de que era tan crítico que podría ser usado contra Cuba, así es que me negué a publicarlo”.

Esta declaración es penosa, indignante y completamente inaceptable. Uso esos calificativos no sin sentir pesar, pues, aparte de la admiración que tengo por su obra literaria, hemos mantenido, pese a la distancia física, una amistad por varias décadas; pero justamente en nombre de esa vieja amistad no puedo dejar de decir lo que le diría en persona (aunque sé que ahora mismo su salud no es muy buena). Su declaración constituye un caso flagrante de autocensura que se basa en un argumento a todas luces insostenible.
Ese argumento ha sido repetido hasta la náusea por muchos intelectuales y políticos –algunos respetables en otros aspectos– y es una herencia de la guerra fría que funcionaba como una conveniente mordaza para bloquear toda crítica a los países comunistas porque eso era “darle armas al enemigo”. García Márquez lo recicla del modo más explícito y crudo, sin darse cuenta de que así lo vuelve contraproducente pues hace pensar que está encubriendo realidades peores de lo que ya eran. Son los riesgos de su incondicional apoyo a una causa política que a lo largo de cincuenta años lo ha llevado a defender lo indefendible, al punto de tolerar ciertos métodos del castrismo de los que él mismo es víctima. Por testimonios propios y ajenos se sabe, por ejemplo, que durante sus frecuentes viajes a Cuba su amigo Fidel, que pone a su disposición un avión privado, un auto de lujo y una mansión en un barrio exclusivo de La Habana, él bien sabe que está bajo constante vigilancia policial y que sus conversaciones privadas son grabadas. Es el pequeño precio que hay que pagar por militar en el paraíso socialista.

El informe es incisivo pero equilibrado pues no se ahorra críticas a la política hemisférica de Estados Unidos, que históricamente ha apoyado a dictaduras no menos odiosas que la de Castro y que, pese a que el embargo no ha funcionado en absoluto –aparte de las casi unánimes resoluciones condenatorias aprobadas por Naciones Unidas–, sigue aferrado a él. Esto último brinda un conveniente argumento para reprimir a los opositores del régimen y hacerles a estos más difícil desarrollar sus actividades: aparte de anticastristas, aparecen como antipatriotas y por lo tanto como una víctima de sus víctimas. Eso debilita a la oposición y la fragmenta.

El drama cubano se juega sobre un trasfondo histórico (el informe lo tiene en cuenta) que explica por qué la independencia de Cuba fue tardía y más bien nominal pues pasó de ser parte del imperio español a caer en la esfera de influencia de Estados Unidos y luego, con la revolución, entró en la órbita del comunismo, en la cual aún permanece, aunque esa ideología ya no existe en Rusia ni en Europa. Cuba ha sido y es un anacronismo, un pequeño país sometido a grandes presiones geopolíticas. Martí las vivió y las profetizó usando una imagen bíblica para caracterizar su lucha por liberar su patria: “Mi honda será la de David.” Nueva y desgarradora paradoja: el legado de ese gran libertario ha sido asumido tanto por el autoritarismo de Castro como por los exiliados que quisieran verlo muerto para poder retornar a su tierra. Hay dos Cubas (eso también lo presintió Martí) formadas por hermanos separados como estirpes enemigas.

Los cubanos no se distinguen por su amor a la disciplina o a la autoridad. Es, por eso mismo, casi asombroso que Castro haya logrado, en medio de graves penurias cotidianas de todo tipo, aplastarlos bajo su implacable mano de hierro. No hay piedad para el que intente el menor desvío de la ley revolucionaria, ni siquiera para el que sueñe discutirla: en Cuba está prohibido pensar por cuenta propia. Sólo en Corea del Norte, China y algunos países africanos alcanzan ese ilimitado nivel de brutalidad y crueldad.

De los muchos casos que el informe recoge, sólo cito dos: un humilde zapatero, activista asociado con un grupo de derechos humanos, fue despedido de su trabajo, detenido y sentenciado por “peligrosidad” (esa palabra es clave en el vocabulario policial del castrismo para perseguir a cualquiera que todavía no ha cometido un delito), estar vinculado a personas de “baja moral y conducta social”, ser un “mal ejemplo para las nuevas generaciones” y hasta “por pensar que es guapo” (!); y un preso político que se atrevió a leer en voz alta a sus compañeros de prisión la Declaración Universal de Derechos Humanos fue sometido a nuevo juicio y a más años de cárcel cuando se negó a obedecer a un guardián que le ordenó tragarse –literalmente– el documento.

La insularidad geográfica y cultural de Cuba ha facilitado su aislamiento y marginación de la comunidad de naciones regidas por normas civilizadas. Y ya sabemos, precisamente por las últimas líneas de la obra maestra de García Márquez, que las estirpes condenadas a esa larga soledad histórica no tendrán “una segunda oportunidad sobre la tierra”. Extraño que el autor lo haya olvidado. ~

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(Lima, 1934) es narrador y ensayista. En su labor como hispanista y crítico literario ha revisado la obra de escritores como Ricardo Palma, José Martí y Mario Vargas Llosa, entre otros.


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