Quizás sea una habitación, tal vez una sala de interrogatorios, una celda: Estela García va a permanecer en ella todo lo que dure su relato; en él narrará por qué dejó el sur del país –y allí a su madre–, cuándo llegó a Santiago de Chile, cómo empezó a trabajar para “el señor” y “la señora” siete años atrás, qué trabajos fueron esos, cómo era su relación con esos patrones, cuándo llegó a la casa la niña, cómo la crio, por qué razón ahora –como saben las personas a las que Estela se dirige y que tal vez estén al otro lado de la pared, escuchándola, o quizás no– la niña está muerta.
Alia Trabucco Zerán nació en Santiago de Chile en 1983, estudió derecho en la Universidad de Chile, escritura creativa en la Universidad de Nueva York y un doctorado en literatura hispanoamericana en el University College de Londres, además de publicar dos libros –la novela La resta (2015), cuya edición en inglés fue finalista del Premio Man Booker International, y el ensayo Las homicidas (2019)– que le valieron el Premio Anna Seghers a la trayectoria. Limpia, su nueva novela, vuelve ahora sobre el escenario de esos dos libros –un país en el que el poder continúa recorriendo las directrices de la clase, el género y la raza, normaliza y multiplica las desigualdades y se aferra al ordenamiento de una dictadura que sigue negándose a cuestionar– y sobre algunos de sus temas, algo que hace, además, de un modo similar: por una parte, el monólogo de Estela –deudor del No soy Stiller de Max Frisch vía la narrativa de Herta Müller– integra aspectos de los de Felipe, Iquela y Paloma, los narradores de La resta; por otra parte, y al igual que Corina Rojas, Rosa Faúndez, María Carolina Geely y María Teresa Alfaro –las homicidas del libro homónimo–, Estela pertenece al tipo de “mujer insubordinada” cuya desobediencia la clase media chilena prefiere atribuir a la enfermedad psíquica y a la desviación, en última instancia, a la mezcla de sangres.
Un elemento más que vincula Limpia con los libros anteriores de Trabucco Zerán –sobre todo con Las homicidas– es que está escrita en el estilo alto internacional de las escuelas de escritura creativa: más Leila Slimani que José Donoso, más thriller que novela social, Limpia tiende a la repetición –frases como “¿me escuchan?”, “díganme ustedes”, “¿ya les conté esa historia?” se reiteran a lo largo del libro como si el lector tuviera que ser recordado de la situación de enunciación cada pocas páginas–, se inclina por la frase hecha –“en el mundo no hay palabras para todo”, “sin desvíos es imposible reconocer el camino principal”, “nunca el tiempo se estancó como esa mañana”… – y tiene una sintaxis deliberadamente simple; la novela es, de a ratos, y quizás también premeditadamente, cursi –al nacer somos “una enorme cicatriz que anticipa las que vendrán”, la tristeza “graba unas arrugas en el borde de los ojos”, hay “canas precoces para un cansancio también precoz”… –, pero la distancia entre lo que esta novela aspira a ser y lo que es realmente se hace visible sobre todo en la construcción de los personajes. El “señor” es médico y por consiguiente es severo, corrige a la mujer de la limpieza cuando supone que ha pronunciado mal una palabra pero se confiesa ante ella cuando está borracho, tiene un episodio con una prostituta… La “señora” hace dieta pero se atiborra de comida a escondidas, descuenta a su empleada lo que esta rompe y le reclama que se haga cargo de la niña cada vez que esta se cruza en el camino de su descanso, observa horrorizada en la televisión las protestas sociales… La niña es caprichosa, recibe regalos que desdeña, no quiere comer, traiciona a su cuidadora, requiere permanentemente su atención y aprende a despreciarla… La mujer de la limpieza se prueba a escondidas la ropa de su empleadora, se “pierde” en la “gran ciudad” cuando va a hacer la compra, rompe cosas a propósito, se deja seducir por el empleado de la gasolinera, sorprende a sus patrones teniendo sexo y se masturba recordando la escena… Son productos de una imaginación televisiva, no literaria, que han sido explotados hasta la parodia pero todavía caracterizan un modo determinado –y, por lo general, preocupante– de representar las relaciones entre las clases sociales.
Limpia es desconcertantemente inferior a La resta, el excelente debut de su autora, y, en ese sentido, no parece tanto una adición significativa a su trayectoria como una refutación –al menos una provisoria y parcial– o el síntoma de un precoz agotamiento de materiales. Trabucco Zerán tiene talento para el detalle –uno destaca sobre el resto en este libro, el de que el delantal de la empleada está cosido con un botón a la altura del cuello que no se puede desabrochar y la ahorca– y es especialmente convincente cuando escribe sobre animales y sobre la naturaleza –los pasajes que narran la vida de Estela en el sur son lúcidos, sensibles, conmovedores–, pero la novela adolece, entre otras cosas, de un problema de voz narrativa que ahonda sus dificultades para narrar la desigualdad sin caer en estereotipos: la “sirvienta” reivindica su derecho a usar la palabra “digresión” pero, cuando unos ladrones entran a robar a la casa, estos dicen “culiao”, “lucas”, “cuico”, “pendeja culiá”… Es el tipo de travestismo lingüístico que la literatura reserva a los sujetos subalternos no solo en función de su caracterización, sino también para poner de manifiesto que ellos no son “como nosotros”, como sus lectores. Y son esos nada pequeños detalles –como observó Bertolt Brecht– los que permiten acceder a la verdadera política de una novela, a su sentido último, a su función. ~
Patricio Pron (Rosario, 1975) es escritor. En 2019 publicó 'Mañana tendremos otros nombres', que ha obtenido el Premio Alfaguara.