Un coup d’état toujours abolira le hasard

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I.
     Me escribe un novelista: “¿Te has dado cuenta de que todos dicen ‘Feliz Año Nuevo’ con sarcasmo?” En los anuncios clasificados del New York Review of Books, una pareja de académicos busca empleo en otro país “inmediatamente después de las elecciones nacionales”. Una ejecutiva de un banco de Washington, a la que
apenas conozco, me llama para preguntar qué marca de cigarrillos fumo; ha decidido fumar de nuevo. Los amigos con que me topo por la calle están más confundidos que enojados; abandonados en la isla de la CNN durante meses, ahora comprenden que nadie va a rescatarlos. Los Estados Unidos han sufrido el primer golpe de Estado de su historia.
     Aunque no se derramó sangre ni los tanques rodearon la Casa Blanca, la palabra “golpe” no es una hipérbole. Un acto ilegal se declaró legal, una corrupta usurpación del poder se dio de hecho en un país que se concibe como faro de la democracia. Permítaseme hacer una breve crónica:
      
     Al Gore recibió cerca de 540 mil votos más que George W. Bush. Sin embargo, las elecciones presidenciales se determinan a partir del arcaico sistema de un Colegio Electoral formado por representantes de todos los estados, que votan de conformidad con la voluntad de los electores de sus respectivos estados, según un sistema en el que el ganador se lleva todos los votos. El Colegio, creado en el siglo XVIII, fue una concesión política de último momento a los esclavistas sureños, cuando se redactó la Constitución. La proporción de representantes se asignó de conformidad con la población. Los esclavos, claro está, no tenían derecho a voto, pero en los cálculos demográficos se les consideraba tres quintas partes de persona, lo que incrementaba la población de los estados donde había esclavitud y, por consiguiente, el número de representantes de esos estados en el Colegio. En esa época también se pensaba, aunque ya se haya olvidado, que una élite de electores respetables impediría la posibilidad de que un populacho imprevisible eligiera a un candidato inadecuado. A los Padres de la Patria les entusiasmaba poco la democracia.
     El pasado mes de noviembre, archisabido de todos, la carrera iba tan empatada que para el Colegio Electoral el resultado dependía de los votos del estado de Florida, gobernado por el hermano de George Bush, con una legislatura abrumadoramente republicana y cuyo secretario de Estado, responsable de vigilar las elecciones, compartía la dirección de la campaña presidencial de Bush en Florida.
     La corrupción que prevalece en ese estado es notoria desde hace mucho tiempo y en la votación hubo una gran diversidad de peculiaridades técnicas. Las comunidades blancas ricas, que más probablemente votarían por Bush, contaron con un moderno equipo para emitir sus votos. Las comunidades negras —y Bush recibió en todo el país todavía menos votos negros que Reagan— tuvieron un equipo anticuado que no logró contabilizar cientos de miles de votos. En un grotesco incidente, miles de judíos jubilados, algunos sobrevivientes del Holocausto, descubrieron que, por una boleta mal diseñada, habían votado por equivocación por Pat Buchanan, candidato de un partido minoritario que ha manifestado su admiración por Hitler.
     En la cuenta mecánica de los votos, Bush había ganado por 547 votos de seis millones que se habían emitido. Casi siempre en las elecciones un porcentaje tan reducido automáticamente propicia un recuento. Como el equipo más viejo es tan evidentemente inexacto —incluso su inventor declaró que no llega a contabilizar del 3 al 5% de los votos—, esos recuentos suelen hacerse a mano.
     El secretario de Estado republicano se negó a permitir el recuento y la legislatura republicana de Florida dio por terminadas las elecciones. Tras semanas de maniobras y anulaciones, la campaña de Gore llegó finalmente a la Suprema Corte de Florida, que ordenó el inicio del recuento. Los republicanos, en el histérico surrealismo de los canales de noticias que funcionan las 24 horas, acusaron implacables a los demócratas de estar tratando de “robarse” las elecciones, y afirmaron que las personas no podían contar los votos con la misma “objetividad” que las máquinas, aunque los recuentos manuales sean la práctica común en la Texas de Bush, como en casi todos los demás estados. Lo más siniestro, al estilo del Partido del Congreso de la India y el pri de México cuando estaba en el poder, fue que los republicanos llevaron acarreados para alborotar el recuento. Los alojaron en el hotel Hilton y les llevaron a Wayne Newton, el astro reinante de Las Vegas, para cantarles en una cena especial del Día de Acción de Gracias. Las manifestaciones fueron tan violentas que las oficinas electorales del condado de Miami-Dade, donde posiblemente se originaría el mayor volumen de votos para Gore, tuvieron que cerrar.
     Según el Miami Herald, diario conservador, era evidente que Gore ganaría el recuento, al menos por veinte mil votos. De modo que los republicanos recurrieron a la Suprema Corte de los Estados Unidos. La fecha límite para elegir a los representantes ante el Colegio Electoral, de conformidad con la legislación de Florida, era el 12 de diciembre. El día 9 de ese mes, cuando, tras interminables batallas jurídicas, finalmente quedó establecido un sistema para contar con precisión los votos, la Suprema Corte suspendió todo durante la deliberación del caso, con la pasmosa justificación de que el recuento le haría “un daño irreparable” a Bush al poner su triunfo en tela de juicio. (El daño irreparable a Gore no se tomó en cuenta). La votación fue de cinco sobre cuatro.
     Los jueces de la Suprema Corte son vitalicios; siete de los nueve que existen han sido designados por presidentes republicanos. Una de ellos, Sandra Day O’Connor, había declarado públicamente su impaciencia por jubilarse, pero que no lo haría si salía electo para presidente un demócrata. La esposa de Clarence Thomas ya estaba colaborando en el equipo de transición de Bush, entrevistando a posibles empleados de la nueva administración. El hijo de Anthony Scalia era socio del despacho jurídico que representa a Bush ante la Corte. Además, Gore —que nunca imaginó que ellos fueran a decidir las elecciones— había prometido en su campaña no designar magistrados como los rígidos derechistas Thomas y Scalia. Bush había declarado, en cambio, que esos eran precisamente los jueces que quería; después de todo, los había escogido su papá.
     El 12 de diciembre a las diez de la noche, la Corte, en otra decisión tomada con cinco votos contra cuatro, denegó el recuento por tres razones: quedaban sólo dos horas hasta la fecha límite —¡gracias a ellos!— y, por lo tanto, ya era demasiado tarde; la Suprema Corte de Florida no tenía jurisdicción en las elecciones en Florida; y el recuento era inconstitucional debido a que la variedad de boletas y formas de contar los votos violaban la Enmienda 14 a la Constitución, que garantiza “igual protección” a todos los ciudadanos. Aunque el sesgo político y la mendacidad de estos motivos fueran flagrantes, Bush ya era legal e irrevocablemente el presidente.
     Esta decisión presentaba un dilema práctico. En los Estados Unidos todas las comunidades votan en forma diferente, con boletas distintas y equipo diverso. Declarar inconstitucional esa diferencia abría obviamente el paso a contestaciones en todas las futuras elecciones locales y nacionales del país. De modo que la Suprema Corte, todavía más asombrosamente, también dictaminó que esta violación constitucional se aplicaba en exclusiva a estas elecciones y en esta sola ocasión en Florida.
     El magistrado John Paul Stevens expresó el meollo del asunto, según su opinión disidente: “Aunque quizá nunca se sepa con certeza absoluta la identidad del vencedor de las elecciones presidenciales de este año, la del perdedor está perfectamente clara: es la confianza del país en esta Corte como guardiana imparcial de la ley”. Los estadounidenses, hasta el 12 de diciembre, tenían una fe ciega en la Suprema Corte: no importaba lo corruptos o desorientados que pudieran estar los poderes ejecutivo o legislativo, en alguna forma prevalecería el superior desinterés de la Justicia. Esta flagrante politización de la Suprema Corte ha sido la máxima conmoción que ha sufrido el sistema desde Watergate y la renuncia de Nixon. Todavía están por verse sus repercusiones.
     II.
     Existen golpes de Estado perpetrados por personas poderosas para tomar el mando del gobierno, y golpes en los que fuerzas poderosas instalan a un testaferro. La versión estadounidense es a todas luces la segunda. Respecto a sus anteriores funciones en el gobierno, George W. Bush es la persona menos calificada para llegar a presidente. Durante casi toda su vida ha sido el clásico muchacho rico —todos conocemos hacia fines de la adolescencia a este tipo de personas— de mal comportamiento, que siempre está ideando una fiesta o alguna travesura. Nieto de un conocido senador y embajador, hijo de un legislador, embajador, jefe de la CIA, vicepresidente y presidente, sus relaciones familiares lo llevaron a Yale y Harvard, donde pasó el tiempo en cosas como estigmatizar las iniciativas de la fraternidad a la que pertenecía. Durante la guerra de Vietnam su padre lo colocó en una tropa de reserva de fin de semana de la Fuerza Aérea, a la que no se molestó en presentarse. La familia después le consiguió préstamos de millones de dólares, de amigos ricos, para iniciar negocios que fallaron en su totalidad.
     Tuvo éxito cuando eligieron a su padre para presidente. Un grupo de millonarios tejanos decidió comprar un mediocre equipo de beisbol y astutamente nombrar director general al hijo del presidente. Su tarea consistía en convencer a Texas de construir un estadio para el equipo, costeado en su totalidad por los contribuyentes. El encargo tuvo éxito, se construyó un lujoso estadio, la gente acudía a los juegos, y pocos años después se vendió por una fortuna. Bush, por vez primera, se ganó su dinero, millones. Mientras tanto, había renunciado a sus excesos de toda la vida en materia de alcohol y drogas y, como dicen, acogió a Jesucristo en su corazón. Su notoriedad en el ambiente del beisbol y su novedosa sobriedad y piedad convencieron a sus seguidores de que compitiese para gobernador de Texas. Fue elegido en 1994 para ocupar un puesto que, excepcionalmente entre los gobernadores de los estados, merced a la idiosincrasia de la ley tejana, le otorgó poco más que un poder simbólico.
     Tal vez Bush no sea tan estúpido como lo presentan sin cansarse los caricaturistas y los cómicos de la televisión —el sitio en la red más popular en estos momentos es bushorchimp.com, donde se comparan fotografías de Bush con las de diversos chimpancés—, pero sin duda es la persona menos curiosa del planeta. Lo que se sabe de él es lo que no hace: no lee, no va al cine, no ve la televisión ni escucha ningún tipo de música. Pese a su fortuna, sus únicos viajes fuera de los EE UU han sido unas vacaciones en una playa mexicana y un breve viaje de negocios a Arabia Saudita. Durante las cinco semanas en que se disputaron los resultados de las elecciones, Bush permaneció apartado en su rancho, donde no tiene televisión. En otras palabras, era la única persona en el país que no estaba paralizada por las complicaciones de esa historia interminable. Como un emperador chino, su única fuente de información era lo que le contaban sus ministros.
     Se retira a dormir a las diez de la noche y toma prolongadas siestas de día; siempre lleva consigo su querida almohada. Le gusta jugar solitario en la computadora y algo llamado Video Golf; su alimento favorito es un emparedado de crema de cacahuate. Como gobernador, nunca lee informes, sino que depende de los resúmenes que le presentan sus ayudantes; los detalles lo aburren. Son legendarias sus dificultades con la lengua inglesa, y existe un sitio de Internet, que se actualiza a diario, con sus desarticuladas oraciones, cuyo humor involuntario es en gran medida intraducible. Una periodista llegó a pensar que quizá tenga un grave problema de lectura. (Bush respondió —y no es broma ni un apócrifo—: “Esa mujer que dijo que tengo dislexia ¡ni siquiera la he entrevistado!”).
     Con todo, votó por él casi la mitad de los electores (es decir, el 24% de los electores calificados, ya que sólo el 50% acudió a las urnas), merced menos a las capacidades de Bush que a las incapacidades de Gore. Éste, con una insistencia neurótica en disociarse de Clinton como persona —aunque nadie lo imaginaba ocultando mónicas bajo el escritorio—, se negó a aprovechar los ocho años de prosperidad Clinton-Gore. Tampoco se molestó en asociar a Bush con los aspectos menos populares del Partido Republicano, comprendidas sus continuas investigaciones de Clinton y su juicio político, ese intento de golpe de Estado de seis años de duración, a cámara lenta, que al final fracasó. Las elecciones, a fin de cuentas, se inclinaron al que se percibía como el tipo más agradable. Gore se comportaba como una nerviosísima maestra de kínder esforzándose por ser paciente, mientras que Bush sencillamente era el que lleva la cerveza a las fiestas.
     III.
     El último simpático vejestorio que llegara a presidente, Ronald Reagan, fue en extremo servil con lo que Eisenhower célebremente llamó el “complejo militar-industrial”. Los impuestos a las empresas y los ricos se redujeron casi a nada, el gasto militar ascendió astronómicamente, el país pasó de un excedente a un déficit de un billón de dólares, la clase media se empobreció y los pobres quedaron devastados. Pero Bush pertenece a una nueva estructura del poder, que bien podría resultar más atemorizante: el complejo militar-industrial-fundamentalista cristiano.
     Todos saben, derecha e izquierda, que el hombre menos importante del nuevo gobierno es George W. Bush. Su ignorancia de todos los aspectos del gobierno y el mundo es tan total que dependerá por completo de la asesoría de los más altos funcionarios. Muchos de ellos vienen del Pentágono. Su vicepresidente, Dick Cheney —universalmente considerado como el vicepresidente en potencia más poderoso de todos— fue secretario de la Defensa de Bush padre durante la guerra del Golfo Pérsico. El secretario de Estado, el general Colin Powell, es un hombre carismático con una conmovedora trayectoria por haber surgido de la pobreza, pero no hay que olvidar que ayudó a encubrir la masacre de My Lai durante la guerra de Vietnam, supervisó a los “contras” en Nicaragua y condujo la invasión de Panamá y la guerra del Golfo. (Su nombramiento además es una violación a la regla tácita de que el Departamento de Estado y el Pentágono, los diplomáticos y los generales, tienen que permanecer separados para contenerse mutuamente). El secretario de la Defensa, Donald Rumsfeld, es un viejo militante de la Guerra Fría que ocupó el mismo puesto con Gerald Ford en los años setenta y lo habrán sacado de un tanque criógeno. Es muy conocido por su oposición a toda forma de limitación de armamentos y por su entusiasmo por la guerra espacial.
     Sus intereses principales serán revitalizar el sistema militar de guerra de las galaxias de ciencia ficción de Reagan (no queda claro contra quién) e, igualmente aterrador, volver a la cuestión de Irak. En sus círculos, la guerra del Golfo se considera un fracaso porque no concluyó con el asesinato de Saddam Hussein. Bush tiene que reivindicar a su padre, y Cheney y Powell a sí mismos. Al inicio mismo de la presidencia de Bush, las primeras páginas de los diarios ya presentaban noticias del aumento del “armamentismo y la destrucción de masas” en Irak. Las únicas noticias espontáneas, claro está, son los terremotos y los accidentes aéreos, el resto siempre lo está elaborando alguien. Si la economía se hunde, como es probable que ocurra, volver a Irak será sin duda la distracción más conveniente.
     Los amigos empresarios de Clinton solían ser de Wall Street o Hollywood; su último acto de presidente fue perdonar a una larga lista de estafadores y rateros de cuello blanco. Pero por lo menos sus aliados empresarios eran benignos con el medio ambiente. El universo capitalista de Bush está en el petróleo, la industria química y la automotriz. Cheney consiguió por su carrera con Bush padre la presidencia de una petrolera (que perdió una fortuna durante su gestión, de modo que el año pasado le pagaron 45 millones de dólares para que se jubilara, dándole lo que recibe el lindo nombre de “paracaídas de oro”). El jefe de gabinete de Bush —encargado de organizar los horarios del presidente y decidir quién puede verlo— fue el principal negociador de la General Motors en Washington contra la reglamentación en defensa de las emisiones producidas por los automóviles.
     Clinton había congelado la explotación de tierras federales y declaró zona protegida millones de acres. Bush ya anunció su intención de abrir esas tierras, entre las que más destacan las de Alaska, a la minería y la perforación. (Aun su leal hermano lo está combatiendo por sus planes de abrir pozos petroleros en las aguas de Florida). Cuando Bush era gobernador de Texas, Houston llegó a ser la ciudad más contaminada de los EE UU porque instituyó una política de cumplimiento voluntario de los reglamentos contra la contaminación y, no hace falta decirlo, ninguna de las industrias pesadas se molestó en cumplirlos. Su nueva secretaria del Interior, Gayle Norton, cuando era secretaria de Justicia de Colorado se negó a llevar a juicio a los que generaban contaminación, y ahora apoya con entusiasmo la minería y la perforación de pozos en los parques nacionales, así como el cumplimiento voluntario de las leyes ambientales, y no cree que los hombres produzcan el calentamiento del planeta, además de que —lo más grotesco— se opone a los reglamentos que proscriben el uso de plomo en las pinturas. La nueva titular de la Agencia para la Protección del Medio Ambiente fue gobernadora de Nueva Jersey, segundo estado más contaminado (después de Texas), donde además promovió el cumplimiento voluntario. El nuevo secretario del Trabajo es antisindicalista, y se opone a la legislación del salario mínimo y a los reglamentos en pro de la seguridad en el lugar de trabajo. El nuevo secretario de Energía es un ex senador que introdujo sin éxito una iniciativa para abolir el Departamento de Energía.
     Esto ya es bastante malo de por sí, pero evoca la era Reagan-Bush en que, entre muchos otros ejemplos, la persona a cargo de la protección de las especies en peligro de extinción era un gran aficionado a la cacería, cuya oficina estaba decorada con cabezas de animales exóticos que había matado. La novedad en la era de Bush es el poder de la derecha cristiana.
     IV.
     Durante las elecciones, la campaña de Bush enarboló el lema “conservadurismo con compasión”. Se interpretó en general como declaración de conservadurismo fiscal con espíritu social. Ni una sola vez analizó la prensa el sentido de la frase. La acuñó cierto Marvin Olasky, ex judío comunista convertido a cristiano ferviente, editor de una revista semanal fundamentalista y autor de Compassionate Conservatism, The Tragedy of American Compassion, y de volúmenes como Prodigal Press: The Anti-Christian Bias of the Media y Telling the Truth: How to Revitalize Christian Journalism. Es el “pensador” —por así decirlo— consentido de Bush, y su forma de ver el conservadurismo con compasión consiste en un programa muy específico: los fondos del gobierno destinados a ayudar a los pobres, los enfermos, los analfabetas o los toxicómanos deben entregarse a las organizaciones privadas de beneficencia. Es más, no todas éstas califican para recibirlo, ni siquiera algunas de las más conocidas. Las únicas que reúnen los requisitos para recibir ese dinero del gobierno son aquellas en las que se exige a las personas, para recibir ayuda, asistir a misa y tomar clases de la Biblia.
     Bush trató de llevar a cabo ese programa en Texas, pero se lo impidieron los tribunales. En la primera semana de su presidencia ya estaba anunciando planes de este tipo. Como uno que ha declarado públicamente que los que no creen en Jesús se irán al infierno, es natural que no tome en cuenta que la separación de la Iglesia y el Estado es uno de los fundamentos del gobierno de los Estados Unidos.
     Cuando era candidato tendía a mantener velados estos contactos fundamentalistas, y a describirse como persona “que une y no que divide”. Pero sí pronunció alegremente un discurso en la universidad evangelista Bob Jones, de donde se expulsa a los estudiantes si salen con personas de otra raza y cuyo fundador llamó al catolicismo “la religión del Anticristo y un sistema satánico”.
     Pero apenas llegó a la presidencia, enseguida abandonó esa posición. Su ceremonia de inauguración fue única por sus referencias específicas a Jesucristo, en vez de a un “Dios” ecuménico. Para procurador general, el puesto más importante del gabinete interno, el que elige a todos los magistrados y fiscales federales, responsable de velar por el cumplimiento de cosas como los derechos civiles, las leyes ambientales y antimonopolio, Bush designó a John Ashcroft, ex gobernador y ex senador, habitual religioso exaltado (como el juez Clarence Thomas, único integrante negro de la iglesia blanca de Pentecostés) y pilar de la universidad Bob Jones. Cuando fue electo senador hace seis años, Ashcroft se virtió aceite de cocinar en la cabeza, para ungirse a la manera de los reyes bíblicos. Pero el pasado mes de noviembre sufrió una derrota humillante en su reelección: perdió contra un muerto; su contrincante había fallecido en un accidente aéreo pocas semanas antes.
     Conocido como el integrante más derechista del senado —todavía más a la derecha que el conocido Jesse Helms—, Ashcroft se ha opuesto públicamente a todo tipo de anticoncepción, a evitar la segregación racial en las escuelas, a que el gobierno apoye a las artes, a los reglamentos para limitar la contaminación, a los tratados que prohíben las pruebas nucleares, a las medidas jurídicas de protección para las mujeres y los homosexuales, a que el gobierno dé ayuda a las minorías, e incluso a las sanciones por conducir en estado de ebriedad. Considera que el asesinato de un médico que realiza abortos es un homicidio justificado.
     Ashcroft no sólo se opone, previsiblemente, a toda forma de limitación a la posesión de armas, sino que además tiene relación con una organización llamada Gunowners of America, que considera que todos los maestros deberían portar armas para hacer frente a los estudiantes indisciplinados. Estos puntos de vista no son extremos en el equipo de Bush, en un país donde la principal causa de muerte entre los niños son las heridas producidas por armas de fuego, casi todas accidentales. Como legislador, el vicepresidente Cheney votó contra una iniciativa que prohibiría las pistolas de plástico, que pasan inadvertidas por los detectores de metales de los aeropuertos, iniciativa que recibió el apoyo incluso de la Asociación Nacional de Fusiles. Hace algunos años, después de la masacre de estudiantes en la escuela secundaria Columbine de Colorado, Tom DeLay, antiguo exterminador de insectos de Texas y hoy el hombre más poderoso del Congreso, dijo: “¿Qué se puede esperar si estos chamacos van a la escuela y les enseñan que descienden de un puñado de simios?”
     Quizá lo más grotesco sea que tanto Ashcroft como el secretario del Interior, Norton, ambos nacidos y educados en el norte y el occidente del país, respectivamente, están obsesionados con vengar la derrota del sur en la Guerra Civil de los Estados Unidos. Ashcroft está relacionado con la revista neoconfederada Southern Partisan, que considera que las distintas razas conviven en mayor armonía en el esclavismo y que, entre muchas otras cosas, “los negros, los asiáticos, los orientales, las personas de lengua española, los latinos y los europeos del Este carecen de temperamento para la democracia”. La revista fabrica una camiseta con una imagen de Abraham Lincoln y la leyenda Sic Semper Tyrannis, que son las palabras que John Wilkes Booth gritara al dispararle a Lincoln. Es la camiseta que llevaba Timothy McVeigh el día que voló el edificio del gobierno en Oklahoma City.
     Ashcroft será responsable de hacer cumplir las leyes en los Estados Unidos. Una Suprema Corte que no ha sido tan flagrantemente política desde el siglo XIX tendrá a su cargo la interpretación última de esas leyes. El presidente es un sonriente muñeco de trapo, rodeado de militares, industriales y fundamentalistas cristianos con experiencia e inteligentes que, con una mayoría republicana en el Congreso y sin tribunales que los detengan, pueden hacer lo que les venga en gana. Los Estados Unidos no son una nación encerrada entre los Himalaya ni los Andes. Los terremotos de este país sacuden al mundo. –27 de enero de 2001
— Traducción de Rosamaría Núñez

 

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