Introducir a la gente en paquetes ideológicos es una tentación constante de la política y el debate público. En esos paquetes, el individuo es inteligible. Las ideologías son siempre ambiguas y están sujetas a eternos debates, pero a menudo las interpretamos como corsés. Se produce un efecto arrastre que simplifica las cosas: como crees en estas ideas, debes necesariamente creer en estas otras, y en estas otras. El paquete ideológico es indivisible. Esta tendencia se radicaliza en épocas de polarización partidista, que penalizan terceras vías, y está muy presente en la idea de que lo personal es político. Es una manera de cerrar más aún las ideologías, purgarlas de mestizos y aspirar a la autenticidad y la uniformidad. Uno cree en esto porque es esto. Todo lo que uno hace o dice tiene una explicación o justificación ideológica; nada escapa a la política.
Los liberales siempre han defendido el mestizaje ideológico y se han enfrentado, como escribió la politóloga Judith Shklar, a “las doctrinas políticas que no reconozcan ninguna diferencia entre las esferas de lo público y lo privado”. Defienden una especie de incertidumbre radical, base de la libertad individual: los individuos no somos tan fácilmente definibles, nuestras identidades están siempre en construcción.
El sociólogo Daniel Bell decía que era “socialista en economía, liberal en política y conservador en cultura”. En EEUU, los libertarios se suelen etiquetar como “fiscalmente republicanos, socialmente demócratas y sexualmente liberales” (aunque a menudo solo les importa lo primero). El politólogo Manuel Arias Maldonado ha defendido que “se puede ser racionalista en política y romántico en la vida privada.” El pensador Michael Oakeshott escribió que “no es contradictorio ser conservador en materia de gobierno y radical respecto a cualquier otra actividad”.
Oakeshott era un célebre conservador político. Escribió con belleza y elocuencia sobre el conservadurismo, que consideraba más una disposición psicológica que una ideología, y criticó el “racionalismo” en la política, que creía que conducía a la tiranía. Sin embargo, en su vida privada no era el estereotipo de conservador puritano encerrado en su biblioteca. Como dice la biografía de la web de su asociación, “era un confirmado libertino”, “tuvo innumerables affaires, incluso con mujeres de amigos, compañeros de trabajo y estudiantes”, y practicaba el nudismo en la Inglaterra de los años cincuenta.
Se podría decir que George Orwell era una especie de Oakeshott a la inversa: radical en política, conservador en su vida privada. Era socialista, antiimperialista, antitotalitario, fue herido en la Guerra Civil, vivió al borde de la indigencia durante su estancia en París y defendió las causas de los más humildes, a los que comprendía y respetaba. En 1938, escribió: “No es posible para ninguna persona racional vivir en una sociedad como la nuestra sin tener deseos de cambiarla” (más adelante, enfrió sus deseos de cambio radical tras enfrentarse a los socialistas más dogmáticos y voluntaristas). Pero en su vida privada era conservador:
Aparte de mi trabajo lo que más me preocupa es la jardinería, especialmente de hortalizas. Me gustan la cocina inglesa y la cerveza inglesa, los vinos tintos franceses, los vinos blancos españoles, el té indio, el tabaco fuerte, los fuegos de carbón, las velas y las sillas cómodas. No me gustan las ciudades grandes, el ruido, los coches, la radio, la comida enlatada, la calefacción central y el mobiliario “moderno”.
¿Esto significa que solo a los conservadores les gustan las sillas cómodas y desprecian el ruido, los coches y la comida enlatada? Es decir, ¿a los de izquierdas les gustan las sillas incómodas, el ruido, los coches y la comida enlatada? A veces es difícil categorizar ideológicamente la vida privada. Quizá, más que conservador, Orwell era inglés, y apreciaba la vida rural, quintaesencia de lo inglés. “Todo el mundo es conservador con respecto a lo que conoce mejor”, decía Robert Conquest, y Orwell conocía y apreciaba la campiña inglesa. Como dice Christopher Hitchens,
Orwell era un “socialista educado en una escuela privada”, quien en efecto cambió su nombre por el de George, santo patrono inglés, y escogió como apellido un río que serpentea inofensivamente por el este de Inglaterra antes de formar un estuario propio. Y, sin duda, Subir a por aire es la novela emblemática del encuentro entre esos dos afluentes, caracterizada por el miedo a la fealdad moderna y a la profanación del campo y por el filisteísmo suburbano: los suburbios derrotan a la Arcadia.
Orwell tenía miedo a la modernidad y a la pérdida de lo que conoce. Hitchens compara esta actitud con la obra del poeta Philip Larkin: ambos evocan en sus textos las mismas piedras grises y los mismos campos ingleses y señalan su vulnerabilidad frente al progreso. Es lo que Oakeshott define como “disposición conservadora”, que el pensador británico cree que es algo que no solo tienen los conservadores:
Es aversión al cambio, que siempre aparece primero como pérdida. Una tormenta que barre una arboleda y transforma nuestro paisaje favorito, la muerte de los amigos, el adormecimiento de la amistad, la caída en desuso de hábitos de comportamiento, la jubilación del payaso favorito, el exilio involuntario, los reveses de la fortuna, la pérdida de habilidades de las que se han gozado y su reemplazo por otras: se trata de cambios, quizá ninguno sin sus compensaciones, que el hombre de temperamento conservador inevitablemente lamenta.
En su conservadurismo rural, Orwell se acerca al ecologismo. Para el filósofo conservador Roger Scruton, “no hay una causa política más cercana a la visión conservadora que la del medio ambiente. Porque toca las tres ideas fundacionales de nuestro movimiento: la lealtad transgeneracional, la prioridad de lo local y la búsqueda de un hogar.” En su huerto y con sus hortalizas, Orwell es un típico inglés conservador. No caía, sin embargo, en el culto a lo bucólico, al estilo de los cuadros idílicos rurales de John Constable, donde siempre está atardeciendo. “Los verdaderos campesinos no se ven a sí mismos como pintorescos”, escribe, “no construyen refugios para las aves, no muestran interés por ningún animal que no afecte directamente a sus vidas… Lo cierto es que aquellos que tienen que tratar con la naturaleza carecen de motivos para estar enamorados de ella.”
Su amor por la vida rural no es moralista. No sueña con el restablecimiento de una Arcadia rural, que solo existe en la imaginación de algunos reaccionarios. No idealiza el mundo rural ni lo convierte en la reserva moral de unos valores “reales” y “auténticos” del pueblo. Para Orwell la defensa de la naturaleza, de su huerto, de la vida rural en Inglaterra tiene otro sentido. Es una forma de escapar de la política, de los intentos de la política de inmiscuirse en la vida privada de los individuos.
Lo explica en uno de sus textos más bellos, “Algunas reflexiones en torno al sapo común”, publicado en la revista Tribune el 12 de abril de 1946. Comienza con una divertida descripción del sapo común, que al inicio de la primavera, tras una larga hibernación, “tiene un aspecto muy espiritual, como un anglocatólico estricto hacia el final de la Cuaresma”. Pronto “entra en una fase de intensa excitación sexual. Lo único que sabe, al menos si es un macho, es que quiere tener algo entre los brazos, y si le ofrecemos un palo, o incluso el dedo, se aferra a él con una fuerza sorprendente y tarda bastante en darse cuenta de que no es una hembra.” Luego describe la primavera en Londres. Ni siquiera los barrios más lúgubres y feos consiguen evitarla. Y entonces, se pregunta:
¿Está mal deleitarse con la primavera y con otros cambios estacionales? O, por decirlo de un modo más preciso, ¿es políticamente censurable, mientras andamos todos asfixiados –o al menos deberíamos estarlo– por los grilletes del sistema capitalista, señalar que, a menudo, la vida merece más la pena gracias al canto de un mirlo, a un olmo amarillo en octubre o a algún otro fenómeno natural que no cuesta dinero y que carece de eso que los directores de los periódicos de izquierdas denominan “enfoque de clase”?
El texto recuerda a otro del escritor, “¿Pueden ser felices los socialistas?”, donde repasa varias representaciones populares del paraíso y la utopía para llegar a la conclusión de que todas serían terriblemente aburridas: “Todas las utopías ‘favorables’ parecen coincidir en postular la perfección al tiempo que son incapaces de transmitir felicidad.” Esas utopías resolvían desigualdades estructurales pero eran incapaces de comprender que la felicidad de los hombres es a veces muy sencilla: “Si un hombre no puede disfrutar del regreso de la primavera, ¿por qué debería ser feliz en una utopía que le ahorre trabajo?” Para el autor, la felicidad está en la realidad, a ras del suelo, y es sencilla; no proyectaba su felicidad en una utopía que, como dijo Maimónides del mesías, “llegará, pero podría retrasarse”.
En Sombras chinescas, uno de sus libros sobre el maoísmo, Simon Leys, que ha estudiado y escrito con profundidad sobre Orwell, se basa en el autor inglés para escribir sobre la “proscripción totalitaria de los goces de la naturaleza”. Durante la Revolución Cultural en China se prohibió la cría privada de pájaros cantores y de peces rojos (dos de los pasatiempos chinos favoritos), “a fin de liberar la energía sobrante requerida para alimentar el culto del Líder y el odio a los enemigos de clase.” Orwell sabía que una de las primeras tentaciones del totalitarismo es difuminar las fronteras entre lo personal y lo político. No existen placeres privados e individuales, que son burgueses o antipatrióticos. Por eso, cuando defiende la vida en el campo y la naturaleza, cuando escribe con entusiasmo sobre la llegada de la primavera, está de alguna manera defendiendo un pequeño espacio de libertad donde la política no tiene nada que decir, un refugio al que no es capaz de llegar.
En “Algunas reflexiones en torno al sapo común”, Orwell disfruta de la primavera de 1946 como si hubiera estado prohibida durante la guerra. El fascismo proscribió la primavera. Y por eso defiende en su texto la libertad de disfrutar de los mirlos, las liebres, los sapos apareándose, las mariposas, los castaños, los narcisos, frente a la política y los burócratas; es una defensa de la primavera frente a aquellos a los que les gustaría prohibirla:
Cuántas veces me he quedado plantado, mirando cómo se apareaban los sapos o a un par de liebres boxeando entre el trigo verde, y he pensado en todas las personas importantes que me impedirían disfrutar de ello si pudiesen. Pero afortunadamente no pueden. Siempre y cuando uno no esté enfermo, hambriento, asustado o enclaustrado en una cárcel o en un centro vacacional, la primavera sigue siendo la primavera. Las bombas atómicas se amontonan en las fábricas, la policía patrulla las ciudades, las mentiras brotan a chorro de los megáfonos, pero la Tierra sigue girando alrededor del Sol, y ni los dictadores ni los burócratas, por mucho que desaprueben el proceso, son capaces de detenerlo. ~
Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).