Afrontaba dos despedidas ese verano.
Una era provisional. Habรญa llegado el final de curso y con รฉl las cajas donde se apretujaban apuntes, libros, cojines, la colcha de Pluto que habรญa reinado durante mi infancia y adolescencia en mi cama, y que me llevรฉ al colegio mayor para resguardarme de la vida nueva.
Esta despedida no contaba. En septiembre volverรญa a Madrid, al mismo colegio mayor, a desenterrar mis trastos de la caja e instalarme en una habitaciรณn. Lo รบnico que cambiarรญa serรญa el lugar de procedencia de la maleta donde llevarรญa mis arrestos para el otoรฑo capitalino. Ya no habrรญa sido hecha en mi ciudad, sino en otra que en mi memoria olรญa al perfume rancio de la casa de una tรญa abuela, y que me horrorizaba.
Tenรญa veinte, quizรกs veintiuno. Edad de sobra para no sentir la pรฉrdida de mi casa y de mi ciudad como un desastre. Era una adulta, o casi. Ademรกs, antes de esa casa y de esa ciudad habรญa habido dos ciudades y cinco casas mรกs. Pero en ninguna de ellas pasรฉ tanto tiempo. El arraigo no se habรญa hecho fuerte. Tampoco tuvo lugar en ellas una extraรฑa elecciรณn รญntima que no depende de la voluntad. El cuerpo, el espรญritu o quรฉ sรฉ yo toma las decisiones mucho antes de tener elementos de juicio.
Lleguรฉ a Valencia con mi familia en agosto de 1984. Fue como si mis fosas nasales hubieran estado cerradas y de repente se abrieran de par en par. No necesitรฉ adaptarme. No aรฑorรฉ el paisaje de la campiรฑa, donde habรญa vivido los dos รบltimos aรฑos, en una aldea partida por una carretera nacional reventada por los camiones. No echรฉ de menos la piscina, ni el sonido de los grillos, ni tener dos habitaciones para mรญ (en una dormรญa y en la otra, esparcidas por el suelo, mi padre contรณ en una ocasiรณn quinientas setenta y dos muรฑecas). Experimentรฉ una libertad sin palabras que me recorriรณ los mรบsculos, la mirada. Me habรญa deshecho de un pesado lastre, aunque no lo supiera. Solo lo experimentaba. Tenรญa cinco aรฑos.
Tres lustros despuรฉs me vi, poco antes del verano, durante una visita de fin de semana a Valencia, fotografiando las estanterรญas vacรญas de mi habitaciรณn, los armarios, las bombillas sin lรกmpara. Mis padres lo estaban embalando todo para irse al piso en el que pasarรญan los dos รบltimos meses en tierras levantinas hasta que, en agosto, hicieran la mudanza definitiva a Cรณrdoba.
Ese piso estaba al final de Benimร met (una localidad cercana a Valencia), al lado de la Feria de Muestras, en lo que hacรญa poco era un descampado por el que pasaba un autobรบs que llegaba hasta la urbanizaciรณn Terramelar. Se trataba de una mole de ladrillo de reciente construcciรณn sobre un alto desde el que se veรญa no solo Benimร met, sino Valencia entera, y tambiรฉn el mar. Ahรญ estaba, a mis pies, extensa, extenuante, mediterrรกnea, esplendorosa, la ciudad que mรกs amaba. De ese piso solo recuerdo las ventanas, desde las que se avistaba aquella estampa urbana con mar de fondo, y que mi estancia allรญ fue extraรฑamente gozosa. Nos lo alquilaba el padre de una amiga mรญa, un hombre rudo y agitanado de un pueblo de Albacete que habรญa hecho negocio gracias al mesรณn que tenรญa frente a la Feria de Muestras. Durante algรบn tiempo, ese restaurante fue el mรกs cercano a la Fira y el de mejor materia prima. El albaceteรฑo se dedicaba tambiรฉn a las carreras de galgos. En un enorme solar vallado vivรญan decenas de estos animales, que corrรญan esbeltos y llenos de polvo por la enorme extensiรณn terrosa cuya monotonรญa solo se quebraba por un techo donde los canes se refugiaban de la lluvia en invierno y del sol en verano. El techo evitaba que algunos perros se quedaran ciegos por la virulencia solar. A veces los gitanos entraban en el recinto y robaban unos cuantos galgos. Para evitarlo, el padre de mi amiga se paseaba por el solar a distintas horas del dรญa con su escopeta de caza. La llevaba sin cartuchos. Aneja al solar, habรญa una cuadra. El hombre aspiraba a probar tambiรฉn suerte en los hipรณdromos. Mi amiga me contรณ que el dรญa en que comprรณ el primer caballo, su padre arrancรณ la baรฑera del cuarto de baรฑo para ponรฉrsela al animal. Se le habรญa olvidado comprar bebederos.
Aquel hombre empleรณ lo ganado con los galgos y el restaurante en adquirir pisos nuevos junto a la Feria de Muestras. Comprรณ unos cuantos en la finca que nos acogรญa a mis padres y a mรญ, y que resultaba imponente en ese pรกramo urbano. Los alquilaba a los feriantes. Por un poco mรกs de dinero, los que venรญan a hacer negocio a la Fira podรญan asimismo contratar unas dietas lustrosas en el mesรณn del albaceteรฑo. No preguntรฉ por quรฉ los pisos no se alquilaban de manera permanente. Aventuro aquรญ la hipรณtesis, sin apoyarla en mรกs datos que mis impresiones, de que el crecimiento de la ciudad por aquellos lares, con los edificios acristalados y modernos de la Feria de Muestras (la cubierta espacial de uno de ellos se enroscaba sobre la nave como un gusanito de bola), generaba un contraste excesivo, violento, con Benimร met, donde reinaban las casas viejas de aire marรญtimo y colonial e inmuebles de ladrillo rojo, no muy altos, para una clase media modesta. En un contexto asรญ, el bloque de diez pisos donde habรญamos alquilado la vivienda, construido sobre uno de los escasos montรญculos que acechaban los alrededores de la capital, debรญa de verse como un elemento hostil. Tambiรฉn aventuro ahora que los lugares, al igual que las personas, proyectan su pasado sobre el presente, y que a pesar de las modernas instalaciones de la Feria y de que la finca era nueva, grande y con vistas maravillosas, en el imaginario colectivo de los vecinos aquello seguรญa siendo un descampado en el que tirar escombros y por el que pasaba el autobรบs que iba de Terramelar al centro de Valencia. El fantasma, postulo, tenรญa mรกs fuerza que lo que acababa de irrumpir en el reino de los vivos. La hipรณtesis mรกs razonable y menos interesante es la de que aquellos pisos eran caros, estaban donde Cristo perdiรณ el gorro y no habรญa un solo supermercado cerca.
Recuerdo un restaurante chino, un largo muro blanco que asociaba con un cuartel abandonado y demolido, una glorieta, un carril bici por el que nunca vi a un ciclista. Aunque en Valencia ya estaba extendido el uso de la bicicleta, nadie utilizaba aquel carril para bajar de Terramelar a la capital. Como paseo para ciclistas domingueros, semejante tour no se diferenciaba mucho de vagar por un polรญgono.
Mi amiga, la hija del hombre al que mis padres habรญan alquilado el piso por dos meses, respondรญa al nombre de Marรญa Jesรบs, aunque todos la llamรกbamos Chucha. Mientras aรบn cursรกbamos el bachillerato, solo la veรญa en el colegio. Nunca se apuntaba a los planes que hacรญamos las amigas, porque tenรญa que trabajar en el restaurante. Ese restaurante, gracias al cual su familia habรญa podido prosperar de esa forma tan esencial como modesta que es el aumento del poder adquisitivo y el tรญtulo universitario para las hijas, era como una religiรณn. Habรญa que trabajar en รฉl todos los fines de semana. Cuando la feria era grande, Chucha no venรญa a clase, llegaba tarde o se ausentaba al acercarse el mediodรญa. Faltar en el mesรณn porque tenรญa un examen le producรญa una gran culpabilidad, y ni hablar de acercarse un viernes o un sรกbado por la noche a tomar unas copas en Valencia. Daba la impresiรณn de que sucederรญa una gran catรกstrofe si ella no servรญa las mesas, como si no hubiese posibilidad alguna de contratar a nadie y estuvieran al borde de la ruina. Tambiรฉn parecรญa que el agradecimiento que le debรญa a su padre, quien la habรญa salvado de un campo miserable, solo podรญa alcanzar su justa expresiรณn a travรฉs de un sacrificio ilimitado. Si Chucha fallaba durante alguna feria, atentaba contra la familia. Esa falta afectarรญa trรกgicamente al curso de los acontecimientos. La desobediencia de un miembro del clan acarrearรญa la desgracia ya no solo de la oveja negra, sino de la estirpe entera.
El restaurante cerraba en julio y en agosto, cuando no habรญa ferias. Reciรฉn arrancaba julio y Chucha era ahora un poco mรกs dueรฑa de su tiempo. En unos cuantos kilรณmetros a la redonda no habรญa nada que hacer, salvo deambular por calles desiertas, pasar calor y avistar carreteras de circunvalaciรณn, asรญ que el mejor plan era buscarse un refugio. Chucha aparecรญa con un manojo de llaves tan grande como la palma de su mano. Eran las llaves de los pisos que habรญa comprado su padre, y que estaban ahora vacรญos. Recuerdo elegir cada noche un piso, al que subรญamos la comida que comprรกbamos en el chino (casi siempre arroz tres delicias y pollo al limรณn), o que ella traรญa del congelador de su restaurante (albรณndigas, lasaรฑa, lomos de atรบn con tomate que descongelรกbamos en el microondas). Lo primero que hacรญa Chucha era quitarse los pantalones y pasearse en bragas por las habitaciones desiertas. Hablรกbamos tumbadas en las camas, y a veces, cuando bebรญamos, acabรกbamos saltando sobre los colchones. Fumรกbamos sin parar, y en las mesas quedaban surcos de cerveza y salsa agridulce. Si yo me ofrecรญa a adecentar un poco el piso antes de abandonarlo, Chucha se ponรญa vehemente en su negativa, como si no fueran a ser ella y su hermana quienes subirรญan al dรญa siguiente, con la solana ya implacable porque el calor daba guerra desde las nueve de la maรฑana, a limpiar el desbarajuste discreto. Tan solo una noche me llevรณ a su mesรณn. Me invitรณ a un entrecot a la pimienta con patatas fritas. Acababan de hacer la limpieza de fondo anual (todo se desinfectaba con amoniaco y se pintaban las paredes). A pesar de ello, de la cocina salieron seis o siete cucarachas voladoras. Chucha se avergonzรณ.
A veces no รฉramos solo Chucha y yo quienes hacรญamos uso de los pisos vacรญos, sino tambiรฉn el resto de amigas, que venรญan de Valencia. Entonces la discreciรณn en el desbarajuste se tornaba en batalla campal hasta las cinco o las seis de la madrugada. El desgraciado piso que tocase ocupar se convertรญa en una nube de humo y alcohol. En esas ocasiones, Chucha no se quedaba en bragas, sino que se colocaba unas medias negras. Con esas medias, nos decรญa, era como terminaban sus citas, escasas, con un chico que le gustaba un poco, pero con el que no querรญa perder la virginidad. La fidelidad a las directrices familiares tambiรฉn pasaba por respetar lo que su padre, machista, dictaminaba para las mujeres: pureza hasta el matrimonio. โEstas medias llevan faja y son apretadรญsimas. ยกNi siquiera me las puede quitar!โ, bramaba orgullosa de su treta y haciendo al mismo tiempo, sobre la cama, la postura con la que calentaba al chaval. Aquella postura obscena, escenificada delante de nosotras, compensaba sin duda su puritanismo sexual, aunque nunca he sabido si la compensaciรณn servรญa para apaciguarse a sรญ misma o iba destinada a que sus amigas viรฉramos que se podรญa ser desenvuelta y virgen al mismo tiempo. Por otro lado, que tuviera que ponerse unas medias rematadas en faja me hacรญa imaginarme un toqueteo violento, como si el muchacho tratara de arrancarle el cinturรณn casto en contra de su voluntad.
Chucha vivรญa repartida en dos casas mรกs o menos destartaladas: una para el invierno y otra para el verano. Aunque, como ya he dicho, la familia ganaba el suficiente dinero como para comprar pisos y hacer negocios con ellos, apenas contrataban a camareros durante la temporada alta en el restaurante, ni a asistentas que les echaran una mano con la limpieza. Ni siquiera para adecentar sus propias viviendas se permitรญan una ayuda. Por el desorden y el cรบmulo de trastos, los hogares entre los que se repartรญan parecรญan a medio montar, tal que si se estuvieran siempre mudรกndose. La prosperidad no conllevรณ el abandono de la mentalidad de pobres de La Mancha, esa austeridad espiritual y material, de la meseta mรญsera. Se mataban a trabajar y no habรญa caprichos. En la sencilla casa de pueblo en la que Chucha pasaba buena parte de su tiempo se alternaban muebles viejos con los cuadros de un pintor hortera que se habรญa puesto de moda entre los nuevos ricos de la zona, quienes compraban sus obras kitsch (versiones estilizadas de los cuadros de caballos entre la niebla y mujeres vaporosas que se vendรญan en el Todo a Cien) para chulearse ante las visitas o especular luego con ellas.
Me encantaba ir a la casa donde Chucha pintaba, siempre con algรบn disco de Camarรณn, para observar aquel caos de estratos, a Chucha adquiriendo una educaciรณn estรฉtica en mitad de lo ajeno a cualquier refinamiento, a todo matiz, a otras existencias. Mi amiga se entregaba por completo a lo que de verdad le gustaba, la pintura, el collage, el pegoteo sobre el lienzo de una manera osada. Bellas Artes habรญa sido una decisiรณn de รบltima hora, impelida por la vocaciรณn y a pesar de haber sido educada para privilegiar la ganancia de dinero y una respetabilidad de jueza, notaria, inspectora de Hacienda.
Yo bajaba todo el tiempo a Valencia. Tenรญa un รบnico plan para aquel mes: despedirme de la ciudad. En ocasiones alguna amiga se apuntaba a mis caminatas, aunque la mayor parte de las veces iba sola. Lo preferรญa. Ir acompaรฑada me obligaba a estar atenta de otra persona, a no poder mirar bien, respirar bien, tocar bien, impregnarme bien de todos esos sitios sobre los que anhelaba una imagen precisa a la que poder recurrir el resto de mi vida. Era una tarea imposible, lo sabรญa, aunque me negaba a renunciar a mi ingenuidad. Llevaba una cรกmara de fotos. Retratรฉ, en esos treinta y un dรญas, mis lugares favoritos de forma obsesiva. Casas viejas de la playa desde todos los รกngulos que podรญa, calles, comercios, parques, el puerto, el mar.
El descenso a la ciudad era por sรญ solo significativo pues, hasta llegar al antiguo cauce del rรญo Turia, la ruta copiaba la que habรญa hecho durante trece aรฑos en el autobรบs escolar. Desde muy niรฑa mi mirada se habรญa entretenido con las huertas ralas, con una entrada a la metrรณpoli de aspecto inquietante y desportillado a travรฉs de fincas que no eran ni viejas ni nuevas. Esa visiรณn deshecha me habรญa llevado siempre a imaginar que habรญa otras ciudades en virtud de las infinitas combinaciones de inmuebles y de la variedad de sensaciones que me daban todos esos espacios. Por otro lado, me parecรญa que la urbe solo tomaba cuerpo cuando el autobรบs enfilaba una de las grandes vรญas, en cuyo derredor se abrรญan las bellas calles del ensanche con sus รกrboles ahรญtos de verdor, sus negocios, el trote inquieto de los transeรบntes. Puesto que desde el piso que habรญan alquilado mis padres para pasar junio y julio veรญa sin tregua el mar, el sitio que mรกs frecuentรฉ fue la Malvarrosa. Tomaba el 62 frente al restaurante de Chucha, y una vez en Valencia me las apaรฑaba para llegar, en otro autobรบs o andando, hasta el balneario Las Arenas. Si estaba nublado me quedaba largo rato mirando la playa. A finales de los noventa no habรญa tanto turismo en Valencia ciudad, la Malvarrosa aรบn era considerada por muchos valencianos como un lugar degradado y no resultaba inusual, si amenazaba tormenta, llegar un dรญa de julio entre semana y encontrar la playa vacรญa. Ahora, con el aluviรณn de turistas y Erasmus y el lavado de cara del paseo marรญtimo, es imposible toparse con una Malvarrosa desangelada. Aunque diluvie.
Desde que empecรฉ a caminar sola por la ciudad, y mucho antes de saber que iba a marcharme de allรญ y de, por tanto, comenzar a amarla a travรฉs de una nostalgia anticipada, busquรฉ lo viejo, lo que estaba a punto de derrumbarse, de desaparecer. O de rehabilitarse, que es la cara amable de la destrucciรณn. No tenรญa mรกs motivos para tal bรบsqueda que la profunda impresiรณn que los edificios oscuros y decrรฉpitos (Valencia en los ochenta y durante buena parte de los noventa fue una ciudad destartalada cuyo centro, ruinoso, estaba poblado de yonquis) me habรญan dado desde niรฑa. Tal impresiรณn no remitรญa ya al pasado, sino al presente y al futuro, aunque de un modo que tenรญa mรกs que ver con la muerte que con la vida. Con una muerte en la que yo no me morรญa, sino que exploraba lo que habรญa al otro lado. Lo desconocido, los mรกrgenes, la desviaciรณn. Ese verano creรญ perder no solo una ciudad, sino tambiรฉn la posibilidad de desviarme. Ningรบn otro lugar me habรญa brindado la sensaciรณn liberadora que tenรญa en las calles de Valencia. Temรญa volverme sรณlida, no salirme de lo consabido.
Todas las lecturas que hice en aquel piso de la periferia de Benimร met estuvieron, sin que mediara una intenciรณn por mi parte, relacionadas con lo que buscaba en mis caminatas. Un libro vino a exaltar mรกs, si cabe, esta vivencia mรญa de la ciudad y los paseos: El vicecรณnsul, de Marguerite Duras. Lo leรญ de una sentada. El libro empieza asรญ:
Ella camina, escribe Peter Morgan.
ยฟQuรฉ hay que hacer para no regresar? Hay que perderse. No sรฉ nacerlo. Aprenderรกs. Quisiera alguna indicaciรณn para perderme. Hay que abandonar toda reserva mental, estar dispuesto a no saber nada de lo que antes se sabรญa, dirigir los pasos hacia el punto mรกs hostil del horizonte, una especie de vasta extensiรณn de ciรฉnagas cruzada en todos los sentidos por mil taludes, no se sabe por quรฉ.
Este arranque de El vicecรณnsul describiendo a uno de los personajes mรกs extremos de la literatura, la mendiga de Savannakhet, apuntaba a su vez hacia lo que yo atisbaba en mis paseos o, si se quiere, hacia la aspiraciรณn de todos ellos: perderme de mรญ misma. Pura mรญstica. Y era, es, contradictorio en la medida en que solo estaba dispuesta a acoger, de la metrรณpoli, las partes que satisfacรญan mi anhelo, lo cual no hacรญa sino afianzar mi identidad. En realidad, lo que se me venรญa encima, la vuelta a la villa de mis ancestros, ante la que yo tenรญa dantescas reservas mentales, era la verdadera oportunidad de perderme, de estar dispuesta a no saber nada de lo que antes sabรญa. Pero era pronto para llegar hasta ahรญ. Todavรญa tenรญa los pisos vacรญos de Chucha, unas cuantas tardes y noches mรกs para caminar, el goce de habitar en el margen y acaparar, desde la ventana de mi casa, la ciudad enorme en la que sin duda me perdรญa de una manera que no es la de la mendiga de Savannakhet. Quizรกs no sรฉ de quรฉ forma me sigo aรบn perdiendo. ~
(Huelva, 1978) es escritora. Ha publicado 'La ciudad en invierno' (Caballo de Troya, 2007) y 'La ciudad feliz' (Mondadori, 2009).