Las literaturas del yo resultan molestas. Suponen una amenaza para la idea canónica de lo literario, basada en transformar imaginativamente la experiencia de la que brota toda escritura (los que sostienen esto afirman que solo así se conquistan la autonomía y la excelencia). Diarios, autobiografías, memorias y etcétera eran considerados algo menor. Por ello, cuando las historias íntimas de carácter autobiográfico o autoficcional se convirtieron en santo y seña de nuestra época, corrieron ríos de tinta. Fueron muchos los que trataron de explicar por qué este tipo de historias acabaron encarnando el Zeitgeist, y más aún los que las señalaron (y todavía las señalan) como síntomas de una época intelectual y artísticamente pobre en la que los lectores, habituados a la telerrealidad, el crecimiento personal y la autoayuda, demandan identificación fácil, narraciones simples y morbo.
Estos críticos tienen razón en parte, pues se publica mucha literatura de este jaez. Sin embargo, la hay tanto de ficción como de no ficción. El argumento se invalida del todo ante la importancia estrictamente literaria de no pocas obras recientes de carácter autobiográfico o autoficcional (algunas son de lo mejor que se ha escrito en las últimas décadas) y de los autores que la han practicado: J. M. Coetzee, Peter Handke, Annie Ernaux, Delphine de Vigan, Dubravka Ugrešić o el propio Marcos Giralt Torrente, que es el autor español que mejor ha sabido explorar las posibilidades de la literatura autobiográfica por la vía de no soslayar su supuesta desventaja y la problemática inherente a ella. Giralt Torrente ya convirtió ambas cosas en materia narrativa en la excepcional Tiempo de vida (2010), donde explora la figura de su padre, el pintor Juan Giralt, y la difícil relación paternofilial. El escritor madrileño no se limita en esta novela a contar la vida de su padre y sus cuitas con él, sino que cuestiona la forma de hacerlo (¿y qué hay más literario que pensar la forma?) e incluso su legitimidad, algo que en la ficción se da por hecho. El resultado es una de las obras más singulares de los últimos años, con un arranque memorable que es todo un tratado sobre la complejidad de abordar lo más común desde ese lugar titubeante y sospechoso que es la primera persona autobiográfica.
En Los ilusionistas Giralt Torrente vuelve a jugar esta baza para explorar el universo materno. Lo hace con la misma exigencia que en Tiempo de vida, aunque el libro es distinto en su estructura. Contiene seis retratos familiares que apuntan a lo polifónico de toda identidad, pues el yo es siempre un lugar donde confluye todo lo que nos precede. Las múltiples facetas se hilvanan en torno a una mitología familiar cuya lógica se pretende desentrañar a sabiendas de que tal cosa solo desemboca en conjeturas que aquí son una fiesta de la inteligencia y de la compresión de las relaciones humanas.
El libro empieza con una anécdota: el autor pide a una ia dos o tres citas sobre la familia y no le gusta el resultado. Sin embargo, agradece que la inteligencia artificial no le haya allanado el camino. La anécdota sirve de aviso a navegantes: “Escribir de la familia a menudo es visto con recelo –más aún cuando se trata de la propia–, y es natural que, puesto en la tesitura, busquemos el amparo de unas palabras legitimadoras. Sin embargo, ¿no representaría en cierto modo una rendición?”
En el libro encontramos ocho partes o capítulos dedicados a los personajes que pueblan la herencia materna, y que transitan diversas formas: novela epistolar, biografía, ensayo e incluso panegírico. En el primero, el narrador analiza la relación de sus abuelos maternos, el escritor Gonzalo Torrente Ballester y Josefina Malvido, a través de cartas cuyo contenido reescribe, suplantando la voz narradora, para dar cuenta de una relación enormemente desigual y marcada por un marido y padre cuya ausencia trataba de compensarse mediante fabulaciones proyectadas hacia el futuro. El autor prosigue con una descripción de su infancia, caracterizada entre otras cosas por la división entre el sofisticado mundo de sus padres y un entorno convencional, y de ahí pasa al retrato de los hijos del matrimonio Torrente Malvido, todos fallecidos ya excepto la madre del narrador, figura central de la novela.
Cada uno de los perfiles biográficos, enormemente distintos entre sí, están sin embargo unidos por el terremoto que significó la temprana muerte de Josefina Malvido, o eso es al menos lo que el autor supone. La vacilación a la hora de dibujar estos perfiles no se oculta, y al igual que en Tiempo de vida se usa mayormente la inicial, y no el nombre completo, para evitar identificaciones excesivas o deslealtades. Los personajes son presentados como desadaptados que se refugiaban en una ficción sobre sí mismos para hacer la vida más llevadera: de ahí el título del libro, Los ilusionistas, que también encierra la poética de esta novela, escrita con un afán reparador que se confía a la ilusión que subyace en todo relato: entender, poner orden, dar sentido a ese universo familiar que no deja de ser un enigma y, al mismo tiempo, un espejo.
Los ilusionistas pone asimismo de manifiesto lo endeble del debate sobre si es mejor lo no autobiográfico frente a lo autobiográfico, sostenido en un dualismo que enfrenta imaginación y experiencia. No hay tal separación porque no hay experiencia sin imaginación, ni imaginación que no esté llena de la propia experiencia vital, y eso es lo que Marcos Giralt demuestra con maestría. Sin duda, un gran libro. ~