Una grieta en el dibujo del mundo

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Fabio Morábito

Madres y perros

Madrid, Sexto Piso, 2016, 168 pp.

 

Madres y perros es el cuarto libro de cuentos de Fabio Morábito, lo preceden La lenta furia (1989), La vida ordenada (2000) y Grieta de fatiga (2006). El volumen contiene quince relatos, uno de ellos le da título al libro. En él, dos hermanos se turnan para cuidar a su madre que se encuentra muy grave. El hermano mayor le propone al menor cubrir su turno a cambio de que este vaya a darle de comer a su perro (la madre está internada en Cuernavaca). Por varios motivos, pero sobre todo debido al miedo, el hermano menor no puede alimentar al perro encerrado en el departamento. Cuando por fin reúne valor y entra, el hermano mayor está adentro, ya le dio de comer al perro y le comunica al menor sobre la muerte de su madre. “¿Por qué no me avisaste?”, dice el menor. “Te lo iba decir tan pronto le hubieras dado de comer al perro.” ¿Por qué el título en plural? Madres y perros. En el cuento hay una madre que muere y un perro con hambre. ¿El plural le sirve a Morábito para otorgar un sentido de universalidad? Es extraño porque la tensión del relato no ocurre entre la madre y le perro sino entre los dos hermanos. Los elementos marginales del relato –la madre y el perro– se vuelven centrales; más aún, Morábito subraya su importancia a través del plural: madres y perros. Nosotros, los lectores, podemos ver lo que estaba destinado al margen a través de una pequeña grieta en el cuento. Una grieta muy pequeña, apenas un dibujo en la pared. Nos asomamos. Vemos el paso de lo singular (madre y perro) a lo plural (madres y perros). La grieta del plural nos permite advertir la anomalía sobre la que se asientan los cuentos de Morábito: una fisura en la cotidianidad.

Todo transcurre en el tiempo. De pronto, ese flujo se detiene, el ojo atisba por la grieta, como a través del ojo de una cerradura, y apreciamos un detalle, un gesto, una palabra que lo explica todo o una gran parte del todo. De la madre a las madres y del perro a los perros, el mundo descubre su fisura y nos deja ver. ¿Qué vemos? Pequeños milagros. Revelaciones de una vida condensadas en una imagen que da sentido al mundo. Por esa grieta Fabio Morábito nos permite acercarnos al centro de sus personajes y a las situaciones que atraviesan. Por esa grieta, en los últimos 32 años, que son los años en que se ha desplegado su obra narrativa, poética y ensayística, Morábito nos ha revelado el otro lado de las cosas. No las casas y sus habitantes sino los lotes baldíos y los vagabundos que los ocupan. La grieta (ese singular que pasa a plural sin más explicaciones) es la que nos permite observar la tensión entre los hermanos; una tensión, esa sí, universal y plural. Una grieta en el dibujo del mundo.

La cotidianidad se quiebra. Un hombre maduro todas las tardes va a correr a una pista del barrio. El hombre tiene una rutina fija. Uno de esos días el hombre comienza su ejercicio y cae en la cuenta de que no han iluminado la pista y pronto será de noche. Los corredores siguen su marcha sin luz. Hay tropiezos y codazos, insultos. Se forman bandos de jóvenes y viejos. Sin dejar de correr, todos luchan en la pista. Al narrador lo derriban, lo patean, alcanza a ver cómo una joven se acerca a él portando un palo. De pronto, la pista se ilumina, la joven suelta el palo y todos, algunos de ellos cojeando, vuelven a correr, a seguir con su rutina. La oscuridad de la pista –esa grieta a la que Morábito nos permite asomarnos– hace surgir la violencia, lo primitivo y lo salvaje. Basta una pequeña anomalía para que el mundo entero se descomponga. Por esa grieta en la cotidianidad Morábito nos da un atisbo de la lava que hierve debajo de la sólida tierra de las rutinas.

Algunos relatos tienen el tono de comedia (que lo aproxima al genial Pedro F. Miret) y otros exploran la vena fantástica (“En la parada del camión interestatal”), sin embargo, el tono que Morábito domina con soltura es el de la cotidianidad que se quiebra gracias a una revelación. Sucede lo mismo en la sorprendente epifanía que logra Katherine Mansfield en su breve obra maestra “Bliss”. Luego de sostener un clima de gracia y encanto durante casi todo el cuento, Mansfield revienta el globo de la ilusión con una imagen fugaz del marido de la protagonista en un gesto mínimo pero íntimo con otra mujer. Ejemplo de este encantamiento roto, en el libro de Morábito, son “Los holandeses” y “El balcón”. En el primer relato, un hombre visita muchos años después, en Ámsterdam, a una mujer con la que, siendo niños, compartió un campamento junto a una laguna con sus respectivas familias. La mujer, sorprendida, lo recibe. Dice que lo recuerda y le muestra unas fotografías de aquel tiempo. Una de esas imágenes, vista a trasluz, le revelará al protagonista, en un instante, una relación oculta de su madre, que tal vez explicaría el divorcio de sus padres, un hecho que lo marcó. Como si de pronto, en una ráfaga, el rompecabezas de su vida quedara por fin resuelto.

Algo semejante ocurre en “El balcón”. Dos primos juegan en un balcón. El menor de ellos corre, el mayor se quita y el otro termina con la cabeza entre los barrotes. Pasan los años. La familia del menor de los primos cambia de ciudad, pero siguen en contacto. Para curar una pena de amor del menor, el mayor lo invita a visitarlo. Su estancia se prolonga varios meses. Casi para marcharse se sinceran. Cada uno recuerda el incidente del balcón a su manera. Por lo que dice el primo menor, el mayor de súbito se da cuenta de que su tía estaba enamorada en secreto de él, y por ello poco después decide mudarse con su hijo a otro país.

De la ciudad, Morábito prefiere los márgenes. De una casa, lo que está detrás de las paredes: cables y tubos. De sus personajes, ese instante en el que el tiempo se abre para ellos a una dimensión distinta, en donde lo común decide salirse de la ruta establecida y se pierde en un camino desconocido.

Con mano narrativa firme y segura, Fabio Morábito nos entrega su cuarto libro de cuentos. No puedo decir si este es el mejor de ellos. Sí sé que los cuatro, que en realidad son uno solo, son todos espléndidos. ~

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