Una grieta entre el anecdotario

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Leila Guerriero

Opus Gelber. Retrato de un pianista

Barcelona, Anagrama, 2019, 336 pp.

Aquellos que desconozcan quién es Bruno Gelber o no sean particularmente aficionados a la música clásica, ¿qué pueden encontrar en estas más de trescientas páginas centradas en la figura del afamado pianista argentino? Van a conocer sobre todo a un personaje en el sentido estricto del término –es decir: una construcción mental elaborada mediante el lenguaje–, pues cuando Leila Guerriero construye en sus textos el perfil de un individuo, ya sea una celebridad o alguien de menor exposición pública, lo convierte automáticamente en personaje y logra que el lector siga con interés sus reacciones, y me refiero aquí tanto a las de la propia Guerriero como a las del sujeto entrevistado. Y todo ello dejando que este último se exprese libremente, sin corregir nunca sus palabras o modo de expresarse.

El hecho de que esta crónica no la publique una editorial especializada en diálogos con músicos, como podría ser Acantilado –donde pianistas como Glenn Gould o Alfred Brendel han escrito o conversado sobre su relación con la música que interpretan–, se debe principalmente a este talento de Leila Guerriero para componer personajes que atraen a lectores de muy diverso tipo. En honor a la verdad, también se debe en cierta medida al propio Gelber, un ser más extravagante que Maurizio Pollini o Maria João Pires, por poner dos ejemplos de pianistas vivos de renombre.

¿Y qué querríamos los lectores saber acerca de él? Entre otras cosas, querríamos acceder a la información privilegiada que él posee sobre otros músicos célebres –Gelber ha tocado conciertos para piano bajo la dirección de las principales batutas de los siglos XX y XXI–, pero también hurgar más en una especie de misterio soterrado que recorre al personaje y que la propia cronista percibe. Bruno Gelber vivió una infancia difícil e infrecuente: enfermó de polio a los siete años y, debido a su carácter introvertido (“La mocosada toda junta me daba miedo”, afirma), sus padres decidieron que no fuese al colegio y se formase en casa con una institutriz. Además, su aspecto físico es cuando menos peculiar: afeminado –pues se maquilla desde muy joven– y peripuesto. Él lo sabe y con eso juega en su trato con los demás (“¿Qué sensación te da el hecho de que yo me maquille mis ojos?”, le pregunta durante una cena a uno de sus alumnos). Leila Guerriero actúa con la finura de una estratega consciente de que los lectores esperamos saber más al respecto, pero también de que resultaría ramplón entrar de lleno en el tema desde el principio.

La ventaja de encontrarnos ante una crónica escrita y no ante un documental sobre Gelber es que contamos con la mención sobre los matices de la pronunciación de su entrevistado en que repara el fino oído de Guerriero y que también aportan información relevante sobre la personalidad y trayectoria vital del pianista (“Pronuncia ‘educación’ con una bruma de acento francés, una nasalidad apenas marcada, sin impostaciones […] pero no, por ejemplo, cuando dice ‘impresión’, que pronuncia alargando la ese –‘me dio una impressssssión’–, para subrayar el impacto que le produjo lo que narra”).

En ese hipotético documental, probablemente la cámara no se detendría en analizar las marcas de los productos que usa Gelber en su higiene diaria, pero el ojo de Leila Guerriero sí lo hace –son Nivea, Tío Nacho y otras de gama baja, salvo Shiseido–, y logra también presentarnos de manera muy vívida el barrio popular en que vive Gelber, el porteño Once (otra decisión que sorprende en un pianista que suponemos adinerado y de gustos exquisitos), destacando su ambiente de zona de comercio barato al mayoreo y menudeo (“Durante el fin de semana, o después de las siete de la tarde, las persianas de los comercios están bajas, las calles vacías, y en medio de un silencio neutrónico lo único que se mueve son los cartoneros y sus carros repletos de papeles, botellas y el largo rosario del desperdicio ajeno”).

A lo largo del texto, y mientras más y mejor conoce a Gelber, la autora se anima a describirlo en frases como “es el corazón sangrante de un compositor alemán domado por los imperturbables modos de un diplomático de cualquier parte” o “es un hombre en cuyo mundo interno, dramático y sensible, reinan Brahms y Beethoven y que, por la tarde, mira una telenovela para adolescentes llamada Las estrellas”. Asimismo, a través de la evolución de la relación profesional entre ambos –cada vez menos fría–, del leve síndrome de abstinencia que ella confiesa sentir cuando va a estar un mes sin verle y de los consejos sobre la vida cotidiana que Gelber le da a Guerriero, aprendemos a conocerlo mejor, y no tanto a saber más sobre el Bruno Gelber intérprete, pues a él, y esto nos queda claro en cada una de sus intervenciones, no le interesa demasiado hablar de música. En las cenas que organiza tanto en su casa como en el restaurante Azul Profundo de Buenos Aires se conversa, en palabras de Guerriero, “acerca de las horripilancias del apunamiento, de lo difícil que le resulta a Esteban encontrar zapatos cómodos o de Sylvester Stallone”.

Entonces, ¿qué es lo que realmente busca Guerriero en Bruno Gelber? Entre otras cosas, y como haría una psicoanalista de oído fino, una grieta entre el anecdotario que aquel lleva contando incansable durante décadas –a menudo con variaciones– en entrevistas de toda índole. En esa grieta quizá se revelaría el Bruno sin máscaras. Por eso Guerriero coteja con otras personas próximas al pianista –con su hermana Munina, su sobrina o sus amigos y amigas más íntimos– estas historias que ya han alcanzado el estatus de leyendas. “Persisto en encontrar la solución a un misterio que quizás no existe”, confiesa Leila Guerriero ya en el último tercio del libro. Ese es el hilo conductor de la pesquisa que ha emprendido y en la que los lectores la hemos acompañado y, aunque no exista tal misterio, el camino recorrido tratando de dar con esa solución ha merecido la pena. ~

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