Benjamín Labatut
Un verdor terrible
Barcelona, Anagrama, 2020, 224 pp.
¿Puede haber más insano propósito que explorar los probables vasos comunicantes entre literatura y ciencia? Una anécdota ilustra su tormentosa relación. Sucede en Londres, el 28 de diciembre de 1817, durante una cena que ha ofrecido en su casa el pintor y literato Benjamin Robert Haydon a importantes personalidades de la vida cultural británica. En un momento dado les muestra los avances de su cuadro La entrada de Cristo en Jerusalén, el cual finalizará tres años más tarde y le dará notoriedad en el ambiente intelectual de su país. Charles Lamb comienza a criticarlo por incluir al físico matemático Isaac Newton, así como al filósofo Voltaire y al poeta William Wordsworth. A las burlas del ilustre escritor se une otro poeta, John Keats, quien aparece en el mismo cuadro no lejos de aquellos. Keats se lamenta de que Newton haya destruido toda la poesía del arcoíris, al reducirlo a un truco con un prisma, y de que sus seguidores exaltados, como Voltaire, hayan hecho tanta fiesta con tan poco, atreviéndose incluso a llamar literatura a sus escritos. El resto de los invitados alza su copa y brinda porque la confusión y el misterio, según ellos, propios de la naturaleza, reinen divorciados de las matemáticas y la ciencia de Newton hasta el fin de los tiempos. No fueron los únicos. A pesar de su interés por la ciencia, Johann W. von Goethe también vio como una amenaza las implicaciones espirituales emanadas de los descubrimientos mecanicistas de Isaac Newton. Pensaba que debía prohibirse mirar más allá de lo que a simple vista podemos observar.
La ciencia ficción (CF) no ha sido una alternativa. Salvo raras excepciones, es un ejercicio de imaginación cuyos hilos se hallan enredados en un modernismo anacrónico. Si los autores presentan sus historias fantásticas a manera de alegorías de nuestros anhelos y atavismos, resultan débiles y ajenas a los sentimientos humanos; si escriben novelas apocalípticas, se vuelven fastidiosamente moralizantes. La incongruente CF se muestra, en cambio, consistente en su empecinamiento. Por eso algunos prefieren incursionar en una nueva ficción científica (FC), pues la novela tradicional tampoco está abordando los temas, escenarios, tramas y situaciones planteados por la realidad presente, imbuida de ciencias y tecnologías. No saben encapsular el momento presente, y el lector se tiene que conformar con lo que hay. Hoy la novelística va decenas de años atrás, vive en un pasado pálido, cargado de palabrería insulsa, estridente, o, peor, de poesía meliflua.
Quizá lo mejor de ambas tendencias se encuentre en una nueva ficción científica, mezcla sui géneris de crónica, novela, intrahistoria (tal como la concebía Miguel de Unamuno), ensayo narrativo, reflexión filosófica, poesía. Podemos reconocer esta FC en la sutil ironía de Angela Carter, en la prosa poética de Stanisław Lem, en la especulación acerca de nuestra relación con el entorno natural de J. G. Ballard; se trasluce en los poemas fenomenológicos de William Woodward; es tan amplia que comprende textos como Il saggiatore de Galileo Galilei, el relato Micromégas, de Voltaire, y novelas como Flatland, de Edwin A. Abbott, o El tío Petros y la conjetura de Goldbach, de Apostolos Doxiadis. La lista también es prolija.
En esta vena literaria se inscriben los relatos de Benjamín Labatut contenidos en Un verdor terrible. A pesar de que el primero de ellos resulta un tanto vertiginoso, por momentos a punto de caer en una farragosa divulgación científica, lo salva la buena pluma y la intención del autor de llevarnos hacia un ámbito que no es exactamente el de la biografía acuciosa, documentada, tampoco el de la novela convencional, sino el de la microhistoria utilizada por el narrador a fin de presentarse como testigo, quien nos habla de sus personajes al igual que Unamuno lo hace cuando relata las cuitas del pueblo silencioso que se levanta cada mañana a labrar sus campos. En este caso, Labatut habla de químicos (la historia del color del Holocausto, el azul de Prusia, el cianuro y el arsénico), cósmicos (las tribulaciones de Karl Schwarzschild y su relación con Albert Einstein), cuánticos (las disputas entre Erwin Schrödinger, Niels Bohr, Louis de Broglie y Werner Heisenberg) y matemáticos (la persecución de imposibles por parte de Shinichi Mochizuki y Alexander Grothendieck).
Conforme la lectura avanza, Labatut crea una red ficticia, atormentada, se aleja del ensayo narrativo y se interna en la psique de sus personajes, inmersos en un escenario de dudas y soluciones que atentan contra el sentido común: el teatro dantesco de la primera mitad del siglo XX. En una dramática confesión a su mujer, uno de los primeros avezados en preludiar la existencia de hoyos negros, Karl Schwarzschild, genio de las matemáticas y la astrofísica que encontró una solución distinta a las ecuaciones de Einstein sobre la geometría del cosmos, afirma: “No lo sé nombrar ni definir, pero posee una fuerza incontenible y oscurece todos mis pensamientos. Es un vacío sin forma ni dimensiones, una sombra que no puedo ver, pero que siento con toda mi alma.”
Se trata de gente viviendo en el límite, reunida fatal y sutilmente por el autor mediante una sustancia química verdosa, un problema matemático descabellado, una idea del universo indecorosa, el gusto por escalar montañas o cultivar jardines. Despojado de manierismos, Labatut se interna en el drama del brillante químico Fritz Haber, generador de muerte y vida, pues inventó el primer gas mostaza (de cloro) y creó un método, junto con Carl Bosch, a fin de extraer nitrógeno del aire, nutriente esencial para el crecimiento de las plantas, lo cual ha evitado una hambruna de escala planetaria. Vemos a un hombre atrapado en su delirio ambivalente que se arrepiente, no de los miles de muertos que ocasionó su invento durante la Primera Guerra Mundial, sino por haber alterado el“equilibrio” natural del planeta, temiendo lo peor: que la Tierra deje de pertenecer a los humanos y las plantas se apoderen de ella.
Los protagonistas de la historia reciente de la humanidad que desfilan en este libro fueron esclavos de la técnica y el progreso, rendidos ante el poder de una disciplina aparentemente inocua: las matemáticas. Algunos de ellos superaron ese riesgo mediante pequeños gestos de sabiduría, como quería Unamuno, si bien nada exentos de sufrimiento y dolor, aunque otros no, tal vez porque entender a los habitantes del planeta, lo que hay en él y el universo que lo contiene, aunque sea por un instante, no basta, como tampoco es suficiente explicar con un puñado de átomos elementales por qué las cosas parecen ser granulares y qué significa que una realidad cuántica, subyacente a la que vivimos en forma cotidiana, sea una grieta en la creación. ~
escritor y divulgador científico. Su libro más reciente es Nuevas ventanas al cosmos (loqueleo, 2020).