Más que en sus escritos sobre cuestiones religiosas y existenciales, de modo más irritante, en las intervenciones políticas de Miguel de Unamuno se siente de forma clara cierto rasgo de su peculiar tono y estilo. Recuérdese lo que escribió en el prólogo de Niebla: “Dicen que lo helénico es distinguir, definir, separar; pues lo mío es indefinir, confundir.” En todo prefirió las paradojas y el estilo exhortativo de los profetas a los argumentos lógicos de los griegos, y el monólogo improvisado del conversador que no escucha al intercambio dialogado. Sus escritos eran imperfectos, poco sistemáticos, algunas veces burdos, pero casi siempre brillantes de puro fuego. Con razón se ha dicho que fue uno de los grandes escritores confesionistas de todos los tiempos. El problema era cómo ofrecerse a uno mismo como alimento también en el debate político y no terminar dejando un legado oscuro, de irresponsabilidad. Es un milagro el que casi lo lograra.
La exposición que puede verse en la Biblioteca Nacional hasta el próximo 8 de diciembre Unamuno y la política: de la pluma a la palabra nos permite visitar los principales hitos políticos de su complicada biografía, sus posiciones, sus giros, siempre consciente de estar escapando y provocando; de ser y querer ser un hereje. El joven Unamuno había transitado del catolicismo tradicional al socialismo positivista para después, en su madurez, ser un liberal sin partido, un republicano cada vez más beligerante, a partir de la Gran Guerra, un exiliado y enemigo declarado del pretorianismo de Primo y del rey, un diputado independiente de la República y un desengañado de los gobiernos de izquierdas, que apoyó la sublevación militar de 1936 en sus primeros meses y a Franco, a quien parecía creer inocente de la barbarie, posiblemente hasta su muerte, el último día de 1936.
Unamuno escribió torrencialmente, le gustaba y además necesitaba dinero. Escribió varios miles de artículos de prensa y varios miles de cartas. En la exposición hay originales señalados: por ejemplo, la carta a Cánovas del Castillo de 1896 pidiendo el indulto de Corominas y en la que Unamuno utiliza por primera vez la voz “intelectual” en el sentido que él mismo encarnaría. (Se informa erradamente de que acuñó entonces esa palabra para el idioma, pero en su ensayo La palabra ambigua: la idea del intelectual en España (1889-2019), publicado en Taurus, David Jiménez Torres ha demostrado que ya circulaba.) Otro es la carta en la que la esposa de Atilano Coco, el pastor protestante que Franco terminó fusilando, le rogaba a Unamuno que intercediera por él. Sobre ella garabateó el guion improvisado para su famoso discurso del 12 de octubre de 1936. Unamuno hablaba allí en representación de Franco, que delegó en él y lo sentó junto a su esposa.
Los últimos meses de la vida de Unamuno son la parte más difícil y más controvertida del asunto a exponer. Pero su periplo hasta entonces es más interesante. Buscaba la radicalidad y la provocación esquivando todas las sectas. Fustigándolas. No me parece fácil hacerlo y lograr una audiencia permanente, amplia y admirativa. Esto le hizo estar cerca del “centro” por intersección de ideas más que por moderación, o a pesar de su falta de ella. Su manera de oponerse al comunismo y al “fajismo” no era para huir de los extremos sino de la imbecilidad. Tuvo la enemiga del clero y de los anticlericales, porque era algo parecido a un protestante liberal. Odió la arrogancia del nacionalismo español, lo encontraba torpe, criminal y, a su modo, antiespañol (condenó la cárcel de Arana, el fusilamiento de Rizal, las guerras coloniales…). Pero no tuvo paciencia con los nacionalismos vasco o catalán, a los que se opuso con sarcasmo para el primero –los de casa– y con cierto dolor en el segundo caso.
Tal vez habría sido interesante que la exposición se extendiera más en el original planteamiento de Unamuno sobre la cuestión nacional. Se pasa con cierta prisa sobre su recomendación de abandonar la lengua vasca (sus intentos de normalización) o su oposición al estatuto catalán (a que existieran “dos ciudadanías”), pero sus planteamientos, discutibles sin duda, eran inteligentes y originales. No era esencialista con las lenguas (tanto se podía expresar cultura catalana en español como española en catalán), estaba convencido de que había que reconstruir la hispanidad y su idioma desde la periferia, demasiado ocupada como estaba por los “meridionales” (que para él eran los de Madrid y en adelante). Y la periferia alcanzaba a los portugueses y a los americanos.
En la mirada sobre Unamuno aprendemos sobre nosotros mismos, sobre el deseo de respetar y admirar a un intelectual íntegro e independiente. El mismo que debieron sentir sus contemporáneos. Esto importa para la manera en que la exposición aborda los últimos meses de su vida. Arrojando dudas, por ejemplo, sobre su donativo económico al ejército sublevado (dudas razonables que uno piensa que nunca se elevarían si el donativo hubiera ido en otra dirección) o resaltando cómo Unamuno había “afirmado con contundencia” que, de los dos bandos, los franquistas eran los peores. Puro pensamiento deseoso, pues con igual contundencia (cartas y notas personales en todo caso) había dicho lo contrario y, sobre todo, que ambos eran detestables.
La muestra que puede visitarse en la Biblioteca Nacional de Madrid es una selección de la magnífica colección de documentos que con el mismo título y los mismos comisarios, Colette y Jean-Claude Rabaté, se exhibió en la Hospedería Fonseca de la Universidad de Salamanca durante 2022. Si, como a mí, al visitante se le quedara escasa, aún puede recorrer la original de forma virtual, vitrina por vitrina, en la página web del patrimonio de la Universidad de Salamanca. Es una lástima que esto no se aclare en la Biblioteca, como que tampoco se disponga de un catálogo. Sería óptimo que la Biblioteca Nacional incorporase a sus fondos digitales el catálogo de quinientas páginas de la muestra salmantina. Hay que ir con ganas de leer, pero es difícil leerlo todo de una vez. ~
es profesor de sociología en la Universidad de Salamanca. En 2016 publicó La reforma electoral perfecta (Libros de la Catarata), escrito junto a José Manuel Pavía.