La fascinación que el universo literario de Franz Kafka sigue ejerciendo en nosotros, aún a cien años de su muerte, encuentra en sus Diarios un material privilegiado, pues estos ofrecen un acercamiento íntimo al autor y a los eventos clave que ayudan a comprender su obra. Escritas entre 1910 y 1923, las páginas de los Diarios (preservadas pese a la conocida última voluntad del autor) contienen una suma de deseos, aspiraciones literarias, conflictos y fracasos personales, al tiempo que ofrecen una ventana a sus interacciones sociales y a la vida cultural de la Praga de entonces. Resulta particularmente notable la mención recurrente que Kafka hace de los eventos escénicos, especialmente entre 1910 y 1912. Estas anotaciones, llenas de detalles que van desde el argumento de las obras hasta su embeleso por las actrices y el humor del público, revelan una severidad de juicio digna de un crítico teatral que opera en secreto. Sin embargo, tras esa mirada crítica, se percibe una insaciable atracción por la experiencia escénica que Kafka disfruta desde la conciencia y el placer de ser parte del público. En 1911 escribe: “por primera vez en el teatro sentí que mi cabeza era una cabeza de espectador, que se erguía de la oscuridad concentrada de la butaca y del cuerpo hacia una luz especial, independientemente del pésimo estímulo que significaba aquella obra y aquella representación”.
Similares a esa declaración, dentro del diario pueden rastrearse algunos eventos celebrados en sitios no convencionales como el Cabaret Lucerna. Kafka habrá de concentrar sus descripciones en la atmósfera o en actos escénicos fallidos que no logran satisfacer las exigencias del espectador avezado que es, aunque estos quedarán impregnados en su memoria como una revelación esencial sobre el absurdo que constituye la vida. Su interés por el arte escénico alcanza un momento culmen hacia 1911 durante la estancia de una compañía ambulante de actores judíos procedentes de Varsovia en el Café Savoy de Praga. Jizchak Löwy, uno de los actores de la compañía, se convierte en un amigo cercano y le permite a Kafka –a través de la experiencia escénica y algunos relatos de su vida– vincularse con algunos aspectos inexplorados de su identidad judía. Estas representaciones, descritas por el propio Löwy como carentes de recursos (dado que se llevaban a cabo en una estrecha esquina del local), respondían a la naturaleza errante de la troupe y se centraban en la presentación de un repertorio de piezas clásicas del teatro ídish, cuyas necesidades estéticas carecían de métodos de actuación complejos dado que es “una forma de teatro desarrollada en ausencia del entrenamiento occidental, que proviene de la poesía lírica, tan extraña, tan humana”, como lo describe una crónica de la época.
Si bien estas representaciones no parecían ser grandes experiencias estéticas, Kafka mantiene su entusiasmo por la compañía y las piezas que presentan, motivado por la admiración que siente por Löwy (a quien su padre detestaba), así como también por la infatuación –de intenciones meramente platónicas– que le provocaba la actriz Maria Tschissik. Esto lo lleva, de forma pasajera, a convertirse en una especie de empresario al promover a la compañía dentro de la Sociedad Sionista de Bohemia para una gira local, aunque su esfuerzo resulta infructuoso. Quizás a raíz de este episodio, hacia 1912, comienza a surgir en él un desencanto por la cuadrilla de histriones, expresado en su diario como un hartazgo ante la monotonía de los argumentos en el teatro ídish. Hecho nada sorprendente, ya que, según lo atestiguan sus impresiones, rara vez alguna obra teatral lograba satisfacerlo desde una perspectiva literaria.
La verdadera influencia de la experiencia teatral en Kafka proviene del estímulo sensorial que le provoca la realidad física en el escenario, reflejada en extensas notas centradas en los movimientos corporales de las actrices y en los detalles de sus cuerpos exacerbados por el impacto de la luz escénica. Esta influencia se manifiesta también en la ruptura con el pacto ilusorio de la representación, pues el autor de La metamorfosis experimenta una especie de distanciamiento brechtiano al enfocarse en la falsedad misma del teatro: tanto por señalar una carencia estética como por saberse fascinado por él. Kafka regresará en repetidas ocasiones a los teatros, una parada casi obligatoria dentro de la oferta cultural de su época, pero lo hace especialmente para absorber la mística de ensueño que rodea al acontecimiento, un elemento que aporta ingredientes esenciales al catalizador interno de su escritura. Esto queda evidenciado en algunas entradas oníricas de su diario, en las que el escenario teatral se transforma en un espacio de desdoblamiento infinito entre la realidad y la ficción. Incluso en sus anotaciones sobre la vida cotidiana, Kafka se sitúa en el centro de una representación que lo atormenta, consciente de una mirada acusadora que lo juzga, un destello que puede conectarse al argumento central de El proceso (1925).
Especialistas como Evelyn Torton Beck, quien realiza un análisis exhaustivo en Kafka and the Yiddish theater (1971), señalan la experiencia con la compañía del Café Savoy como un parteaguas en la trayectoria de Kafka, pues marca una etapa de maduración en su escritura que se inaugura con el cuento La condena (escrito en 1912 y publicado al año siguiente), particularmente destacable por la claridad en sus propiedades formales y por su dominio de la tensión. Este relato se interpreta, además, como un trasvase directo del conflicto entre el padre del autor y su amistad con Löwy, a quien consideraba un paria por ser actor. Torton Beck asimismo subraya el impacto del humor judío en la obra de Kafka, cuya actitud hacia la tragedia de sus personajes es profundamente irónica, un aspecto que suele olvidarse en las interpretaciones de su obra.
Por su parte, como rastro de esas impresiones que registra en sus diarios, Walter Benjamin sostiene, a partir de su lectura de la novela América (1927), que toda la obra del autor es un código de gestos “interrogados a través de ordenamientos y combinaciones siempre nuevas” pues “cada gesto es un acontecimiento y, casi podría decirse: un drama”. De manera cercana a esta interpretación, Deleuze y Guattari, en Kafka. Por una literatura menor (1975), exploran este concepto que el propio escritor alude en sus Diarios a partir de su cercanía con el teatro y la literatura judía. Los filósofos realizan una taxonomía en clave performática basada en posiciones de la cabeza, imágenes, sonidos y movimientos, elementos que son considerados parte esencial de los fundamentos expresivos que caracterizan su obra.
Si bien en el propio Kafka no existió la necesidad de escribir una obra teatral –aunque hay material dialogado en sus páginas, así como una pieza rescatada por Max Brod titulada El guardián de la tumba–, son los artistas escénicos quienes, imantados por el enigma y complejidad de sus libros, se han encargado de trasladar a la escena sus novelas, relatos y materiales biográficos a modo de devolver simbólicamente esa impronta que la experiencia teatral tuvo en este autor. Como lo anota el dramaturgo español José Sanchis Sinisterra, desde su primera aparición en el mundo editorial las adaptaciones a la escena se han hecho prácticamente de manera ininterrumpida, ya que el universo kafkiano “está configurado con la misma sustancia que el teatro, ese corpóreo simulacro de la vida y de los sueños”.
Muchos de nosotros hemos sido testigos de ese fervor incesante por llevar a Kafka a escena, con resultados que la memoria archiva en la categoría de lo sublime o lo desastroso. Estas adaptaciones, sin duda, habrían resultado para el Kafka espectador algo tan entretenido como deprimente, por lo que bien podríamos imaginar con esa situación una comedia digna de sus propias páginas. ~
es dramaturga, docente y crítica de teatro. Actualmente pertenece al Sistema Nacional de Creadores-Fonca.