Volver a Los frutos caídos de Luisa Josefina Hernández

La obra de 1955 es un punto de inflexión en el que confluyen la historia del teatro mexicano con la madurez en la escritura dramática de la autora.
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En ocasión del sensible fallecimiento de Luisa Josefina Hernández (1928-2023) es pertinente pasar del homenaje pasajero a la revisión de alguna de sus obras clave. Si bien es complicado seleccionar una obra de entre ese vasto legado en el que destacan la dramaturgia y la narrativa, la elección por una lectura de Los frutos caídos (1955) resulta importante en tanto que presenta un punto de inflexión en el que confluyen la historia del teatro mexicano con la madurez en la escritura dramática de la autora.

Procedente de una generación de autores dramáticos privilegiada por su talento y dichosa en contar con una formación dramática a cargo de Rodolfo Usigli, Hernández formó parte de un fenómeno sin precedentes que abogaba por la reconstitución de la identidad a través del arte teatral, mismo que recibió un fuerte apoyo institucional enfocado en la creación de públicos. Esta generación de dramaturgos contó con la fortuna de ser dirigida por grandes maestros, como Salvador Novo, Celestino Gorostiza y el exiliado director japonés Seki Sano, figura clave para el desarrollo del teatro moderno en México por su conocimiento de primera mano de la técnica teatral de Stanislavski y a quien se debe el estreno de Un tranvía llamado deseo de Tennessee Williams en 1948, obra que fincó la certeza sobre el oficio de la dramaturgia en la autora que nos convoca. Hernández encontró en la ruptura estética del realismo norteamericano un modo de incorporarse a la escena más cercano a sus convicciones personales y estéticas. Años más tarde de este suceso, Seki Sano, un personaje que debe explorarse en un aparte por su extraordinaria historia de creación y polémicas filiaciones ideológicas que lo llevaron a una travesía por varios continentes y a dejar una indiscutible herencia en el teatro latinoamericano, reclutaría a Hernández como dramaturga y colaboradora cercana, de manera que Sano formaría parte del proceso de escritura para llevar a la escena Los frutos caídos.

La obra centra su anécdota en la visita de Celia a la casa familiar, ubicada en una provincia indistinta, con la intención de venderla y así aliviar su situación económica como madre divorciada con dos hijos y que comparte con una nueva pareja las penurias de tratar de sobrevivir a través del trabajo intelectual. Su visita llega a trastocar la cotidianidad de los parientes que habitan el inmueble entre los escombros de un pasado opulento, las falsas apariencias y los rencores que los sumen en vicios y habladurías venenosas. La tensión de la obra se sostiene en el choque habitual entre las dinámicas sociales de avanzada citadina que representa Celia contra el rigor conservador de la provincia, cuyos habitantes no pierden oportunidad en señalarla con su dedo flamígero por sus elecciones de vida, culpándola incluso de haber causado la muerte de su padre con su divorcio. Al conflicto se añade la visita de Francisco, un hombre que pretende amorosamente a Celia y que ayuda a acrecentar las injurias y confusiones personales de la mujer. La provincia es para Hernández un lugar de revisión constante, como lo presenta la saga Los grandes muertos ubicada en Campeche, de donde era su familia, ya que de acuerdo con los estudiosos de su obra la distancia es la mejor aliada para identificar las dinámicas socioculturales. Los frutos caídos culmina con la decisión de Celia por abandonar su intención inicial de vender la casa y una resignación súbita por dejar las cosas tal como están. Un desenlace desconcertante que no resulta estéril, ya que la maquinaria dramática está puesta para mostrar los movimientos internos de los personajes, su idiosincrasia y psicología, más allá de un cambio dramático que reconstituya el orden y proponga soluciones alejadas de la realidad. Todos ellos son elementos del género dramático de la pieza, una de las aportaciones teóricas de la maestra Hernández, cuyo aprendizaje de Rodolfo Usigli se basó en el estudio de géneros dramáticos como modelos de análisis y creación. Como indica el dramaturgo Juan Tovar, en la pieza la conciencia se percata de la impotencia. Este género puede ser identificado plenamente con los universos dramáticos de Antón Chéjov que resuenan en Los frutos caídos en aspectos como el ocaso y el asomo de un nuevo orden frente al eclipse del anterior, pero también en la desazón de un movimiento interno que en este caso particular atañe al contexto histórico del personaje femenino y su impotencia para actuar de forma distinta a lo que le es permitido.

Tras su estreno en el Teatro El Granero de la Ciudad de México, bajo la dirección de Sano, en 1957, la crítica especializada destacó la madurez e inteligencia de la obra, así como la acertada dirección del creador japonés, aunque no vaciló en desestimar el conflicto de la protagonista en una clara desavenencia con el tema, como lo muestra la aseveración del crítico Armando de María y Campos, quien acusó a la autora de haber creado un nuevo género teatral: el amarguismo. Del mismo modo, Rafael Solana fue más allá al describir la obra como un escrito digno de una presidiaria, lo cual desató una reyerta pública en la que la autora tuvo que defenderse protagonizando un insospechado drama fuera de la ficción.

Pese al trago amargo, la maestra Hernández menciona en sus memorias, realizadas como una sustanciosa conversación con su nieto el dramaturgo y director David Gaitán (El Milagro/uanl, 2016), que la puesta dirigida por Sano superó a su propia obra y se conservaba como el montaje más preciado en su haber como dramaturga. Pero eventualmente serían los ataques del reducido grupo de críticos, así como la distancia entre directores y dramaturgos perpetuada por los modos de creación del siglo XX, parte de las razones por las que Hernández siempre mantendría una relación ambivalente con el mundo teatral, aunque su producción literaria en este y otros géneros se mantuvo activa casi toda su vida.

En pleno siglo XXI es oportuno realizar una lectura de la obra en su contexto preciso, ya que la solidez y los conflictos del personaje ficticio de Celia se relacionan con los de su creadora. Y si bien el feminismo es un movimiento con el que Luisa Josefina Hernández distaba de identificarse, este capítulo y una relectura de la obra bien podrían ser de interés para los temas que habitan la discusión y el imaginario de los escenarios actuales, en donde las pautas establecidas para el género femenino permanecen en discusión. ~

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es dramaturga, docente y crítica de teatro. Actualmente pertenece al Sistema Nacional de Creadores-Fonca.


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