Volver a casa: la literatura del cambio climático

Los textos que abordan el cambio climático son numerosos: del ensayo científico al alegato político. La ciencia ficción ha sido el género ideal para imaginar los escenarios económicos, tecnológicos, sociales y psicológicos de esta crisis.
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Si el espíritu de los tiempos pudiera tomar una forma, tendría que ser algo parecido a un boggart. Para quienes no tengan a la mano la referencia rowlingniana, un boggart es una criatura metamórfica capaz de representar físicamente el miedo más profundo de quien se coloca frente a ella. Con esto no quiero decir que cada espíritu de los tiempos no haya tenido sus propios miedos, tampoco quiero decir que somos los primeros en experimentar ciertos temores (esperar el fin del mundo no es ninguna novedad). Lo que quiero decir es que, quizá a diferencia de otras épocas, el espíritu de los tiempos cuenta con evidencia múltiple, incesante, sólida, de que aquello que más teme está ocurriendo justo ahora: los efectos devastadores del cambio climático.

Si enfrentásemos a la naciente segunda década del siglo XXI con el boggart, tendríamos una interesante sucesión de encarnaciones: aire caliente y lluvias torrenciales; la tierra árida, el huracán superpoderoso, la tormenta interminable que aplaca solo por un momento el olor de la basura y la mancha negra del esmog; el rinoceronte moribundo; la gaviota cubierta de petróleo. La selva amazónica en llamas. El silencio de las especies extintas. El espíritu de los tiempos es el del miedo, sí, pero mezclado con la culpa por los efectos que la (irresponsable) acción humana ha tenido sobre el medio ambiente, llevando al planeta Tierra al borde del colapso, fenómeno que continúa siendo descartado por figuras políticas, grandes empresarios e incluso gente de ciencia al servicio del poder pese a la extensa y creciente documentación de sus devastadoras consecuencias. Como dice Francisco Serratos en “¿Antropoceno o Capitaloceno?”: “Los humanos tenemos, como nunca, una medida exacta de nuestro impacto en el medio ambiente; pero este conocimiento crea una culpa inconmensurable, es el nuevo pecado original. En lugar de inspirar reacciones, soluciones y solidaridades, esa conciencia ambiental solo parece suscitar angustia y añoranza por un futuro mejor. El filósofo ambientalista Glenn Albrecht ha llamado a este sentimiento de impotencia y ansiedad generado por el cambio climático solastalgia” (Revista de la Universidad, mayo de 2019).

No es de extrañar entonces que exista una preocupación literaria directamente vinculada a él. Hay quienes incluso han establecido la existencia de un subgénero, la literatura cli-fi, contracción de climate fiction a la manera de sci-fi, subgénero con el que está estrechamente vinculada. Los textos que abordan el cambio climático son numerosos, sobre todo en el terreno del ensayo científico (comenzando con Primavera silenciosa de Rachel Carson en 1962 que, curiosamente, contiene un ejercicio especulativo); aunque también los que reflexionan en torno a los movimientos sociales y políticos propiciados por sus efectos, desde la explotación ilegal de territorios y la migración de comunidades desplazadas hasta la resistencia comunitaria. Pero habría de reconocerse que la narrativa que ha lidiado directamente con los escenarios económicos, tecnológicos, sociales y psicológicos del cambio climático ha sido la ciencia ficción, precisamente por el indispensable ejercicio de especulación que implica para concretar esas posibilidades en futuros hipotéticos y verlas actuar. (Es fea esa costumbre de restarle todos los méritos que se pueda para adjudicárselos años o décadas después a la literatura con más prestigio, sinceramente.)

Hay quienes ubican en Jules Verne una de las primeras obras de esta clase con Sans dessus dessous (“Sin arriba ni abajo”, conocida en español como El secreto de Maston), en donde se plantea que el Polo Norte es adquirido por una compañía de artillería que pretende, con la fuerza del lanzamiento de un cohete, “enderezar” el eje de la Tierra para provocar que los polos se derritan y así explotar los minerales del territorio. Más que la idea de las poblaciones sumergidas que plantea, imagen que está en el centro de nuestras pesadillas contemporáneas, resulta inquietante la agudeza con que Verne relaciona directamente la ambición capitalista con la catástrofe climática en 1889. También J. G. Ballard imaginó las ciudades bajo el agua en 1962 con El mundo sumergido: el calor del sol está provocando que el paisaje de nuestro planeta regrese a la majestuosidad de su periodo jurásico. En La sequía, de 1964, el mar está tan contaminado que su evaporación es imposible. Las nubes, y por lo tanto, la vida del planeta, están condenadas a desaparecer del horizonte. Autoras destacadas como Octavia Butler con La parábola del sembrador (1993) y Margaret Atwood con Oryx y Crake (2003) también suelen aparecer en la lista de obras narrativas que muestran los efectos del cambio climático o, como diría Margaret Atwood, del “cambio de todo”. Quizá sean las obras de Jeff VanderMeer y de Kim Stanley Robinson las que han tenido un mayor impacto en el público lector al presentar diversos escenarios futuros de esta clase. VanderMeer es el autor de Aniquilación (2014), una obra señera tanto en la narrativa cli-fi como en el cine de ciencia ficción de los últimos años que plantea la existencia de un área en la que las leyes de la física dejan de operar en la naturaleza, que se comporta de una manera inquietante: hay una suerte de escritura de hongos y microorganismos en las paredes y se dan combinaciones genéticas altamente improbables entre plantas, animales y seres humanos, quienes presentan severas consecuencias psicológicas. “En este momento, en medio del lento apocalipsis, no siento la necesidad de tomar distancia. Me siento cómodo viviendo y escribiendo en el tiempo presente. Cada día me levanto y lleno los bebederos para aves y pongo fruta tanto para las aves como para cualquier mamífero que pase por aquí. ¿Tendrá esto sentido a largo plazo? No tengo idea. Lo único que sé es que hoy, en este momento, hace la diferencia. Y quiero que al menos una parte de mi ficción refleje lo que sé del presente”, declaró a The Verge. La trilogía Southern reach (compuesta por Aniquilación, Autoridad y Aceptación) utiliza elementos del weird y el horror para abordar el inquietante efecto de esa naturaleza ajena y peligrosa para los seres humanos, si bien no exenta de belleza.

Robinson es conocido por emplear un sólido diálogo con la ciencia tanto en sus obras dedicadas a la terraformación de Marte (la llamada Trilogía marciana) como en las que ocurren en un planeta Tierra devastado por el calentamiento global: la Trilogía de la ciencia en la capital (Forty signs of rain, fifty degrees below y Sixty days and counting, publicadas de 2004 a 2007) y New York 2140 (2017), en la que presenta cómo la ciudad se adaptó de forma positiva a la inundación de las costas. Robinson es heredero de la imaginación anticapitalista, semiutópica de Ursula K. Le Guin, y es proclive a mostrar detalladas soluciones a las catástrofes descritas en sus novelas: la gente que hace ciencia como pieza clave en la labor de creación de conocimiento y divulgación efectiva, democrática, de la verdad; la importancia fundamental de las políticas públicas en torno al medio ambiente y de la participación de una ciudadanía responsable, comprometida con llevar a cabo las soluciones provenientes de la comunidad científica.

The end we start from, de Megan Hunter, aborda los dilemas de tener un hijo cuando no parece haber futuro. La historia comienza cuando una mujer recibe a su primogénito a la vez que Londres sufre los efectos de una gran inundación. Ella y su novio consideran ponerle Noé al bebé hasta que se percatan de que todas las parejas están pensando en hacer lo mismo. Al concentrarse en el crecimiento del bebé, en la fuerza de esa nueva vida, la autora deja en segundo plano el caos, lo que potencia el contraste entre el valor de la vida humana y su fragilidad ante el entorno, entre la esperanza de hallar un refugio y el horror de traer vida a un mundo que probablemente ya no pueda sostenerla: el horror a la maternidad/paternidad apocalíptica. La trilogía de La Tierra fragmentada, compuesta por las últimas tres novelas ganadoras del Premio Hugo escritas por Nora K. Jemisin, plantea la idea de que, a decir de Naomi Novik, “el fin del mundo se convierte en un triunfo cuando el mundo es monstruoso, incluso si lo que hay más allá es difícil de concebir para quienes están atrapados dentro de él”. En la historia, la opresión y la discriminación son fuerzas de la naturaleza aparentemente ineludibles y destructivas, hasta que sus personajes, mujeres capaces de resistirlas, demuestran lo contrario. Jemisin, como varias autoras contemporáneas que exploran las queer politics del futuro, constituye resistencia desde la ficción.

Numerosas antologías de cuento han recopilado desde hace años narraciones cli-fi con escenarios distópicos como simple ruido de fondo o que pretenden mostrar soluciones deliberadas bajo la etiqueta solarpunk o hopepunk. Destaca “The great silence”, una de las historias de Exhalation (2019) de Ted Chiang. La voz narrativa es la de un perico que vive en la selva, en Puerto Rico, y pone en marcha una triste y necesaria reinterpretación de la paradoja de Fermi: si hay una alta probabilidad de que existan civilizaciones extraterrestres en el universo, ¿por qué no hemos podido comunicarnos con ninguna? “Hace cientos de años, mi especie era tan abundante que la selva de Río Abajo resonaba con nuestras voces. Ahora estamos casi extintos. Pronto esta selva será tan silenciosa como el resto del universo.” La especie de quien nos habla está clamando por ayuda, y nosotros, dentro de su mismo planeta, no somos capaces de atenderla.

En español también hay un cuerpo creciente de cli-fi (al que se añaden las relecturas de obras mexicanas como la que Francisco Serratos hace de Su nombre era Muerte (1947), de Rafael Bernal, como precursora de la clima-ficción; o incluso las que comienzan a hacerse en torno a las novelas de la tierra). Mónica Nepote, por ejemplo, apunta que Distancia de rescate (2014) de Samanta Schweblin puede leerse como una narrativa que lidia con los efectos de los pesticidas en la vida de sus personajes. Autores mexicanos de ciencia ficción como Andrea Chapela y Alberto Chimal también han imaginado escenarios posteriores al cambio climático. Chapela, en “Como quien oye llover” (de Ansibles, perfiladores y otras máquinas de ingenio, ganador del Premio Gilberto Owen de cuento) cuenta una historia de amor queer sobre una ciudad de México cubierta por el agua: “La tormenta llegó un verano. Llovió todos los días y todas las noches. Llovió por meses y meses, años y años, y cuando por fin se detuvo, donde estuvo la ciudad, había un lago; donde hubo luces, quedaba oscuridad y la gente se había ido […] La gente en las orillas construyó chinampas y botes para reconquistar el lago. Ahora, cuando hay un día seco, la buena fortuna se celebra con comida y música”. La noche en la zona M, de Alberto Chimal, también narra el proceso: “Cuando se cayó el mundo significa que todo eso se acabó. Ese país. Ese modo de vivir. No pasó aquí solamente. Hubo un desastre que afectó al mundo entero […] Matamos a especies enteras. Echamos al aire cantidad de gases venenosos. Al agua también la envenenamos. No era exactamente por maldad, sino por tontería. Lo que echábamos eran desechos. Basura. Pensábamos que no iba a pasar nada malo.”

Uno de los desplazamientos más interesantes en la narrativa del fin del mundo relacionada con el cambio climático es el del tiempo: las catástrofes repentinas del meteorito o la invasión alienígena han cedido el espacio a ese lento apocalipsis que menciona Vander Meer, un tiempo indeterminado, pero mucho más extenso: nuestro presente, ¿en meses, años, décadas? Otros ejemplos son los cuentos de Posibilidad de los mundos, de Claudia Cabrera Espinosa, y la novela El imperio de las mareas de Luis Hernán Castañeda. Pero una característica que valdría hacer notar de la cli-fi es una que comparte con la ciencia ficción: nunca se comporta como se espera, no solo es permeable, sino líquida, no puede ser del todo una categoría porque no se queda quieta, y no necesita de la forma Novela para constituirse, a veces ni siquiera de la forma Libro. Está el libro de poemas El próximo desierto, de Santiago Acosta; los libros de Verónica Gerber Bicecci publicados simultáneamente: La compañía, que experimenta con “El huésped” de Amparo Dávila, la obra de Manuel Felguérez, la fotografía y los testimonios de los habitantes de un pueblo minero en Zacatecas para construir un objeto que habla de las consecuencias de la intromisión del capitalismo y la contaminación en sus vidas; y Otro día, que recrea los haikús de Un día… Poemas sintéticos de José Juan Tablada con las imágenes del disco dorado del Voyager para abordar el deterioro ambiental. Están la obra teatral Antes de que suban los mares, de Giuliana Kiersz y de Martha Rodríguez Mega y el bot Juracán (@Huracan_PR) de Leonardo Flores, que conmemora el aniversario del huracán María “generando situaciones antes, durante y después de un huracán en Puerto Rico”. Piezas de literatura digital de intención no necesariamente narrativa, como el recetario en línea En busca del quelite perdido o The Chernobyl herbarium: Fragments of an exploded consciousness, son otros ejemplos.

“Tristemente, si hay que lidiar con problemas ambientales, se intensifica la urgencia de asegurarse de que se hagan apropiadamente las relaciones entre la catástrofe ecológica y la justicia social”, menciona Jeff VanderMeer en la misma entrevista. Evidenciar esta relación ha sido una preocupación constante de la ciencia ficción, pertenezca o no a la corriente cli-fi. La inclasificable Always coming home (1985), de Ursula K. Le Guin, es una evidencia tanto de esa urgencia como de la de trascender formas literarias establecidas: sí cuenta una historia, pero también ofrece un estudio etnográfico y cosmogónico de dos pueblos antagónicos, los cóndor (bélicos, patriarcales, explotadores de la naturaleza) y los kesh (matriarcales, pacíficos, armónicos en su relación con el entorno), quienes mucho tiempo después viven sobre lo que alguna vez fue California. Y no solo eso: junto con el músico Todd Barton creó incluso el álbum Music and poetry of the kesh para darnos una idea de cómo siente esa sociedad que sí logra habitar la Tierra sin destruirla, ni a ella ni a sí misma. Iman A. Hanafy, en un ensayo sobre la obra, menciona: “El enfoque narrativo de Le Guin es tan poderoso que cuestiona ‘los límites entre los polos opuestos’. Su objetivo es evaluar objetivamente los principios, los valores y actitudes de su propia cultura para sugerir posibles caminos hacia una mejor sociedad. La visión ecofeminista de Le Guin sobre la lógica de la dominación y su interés en la naturaleza humana deconstruye los conceptos de género, cultura y guerra para conceptualizar una desviación de la dominación, esa tradición humana. Lo que trata de hacer es desarrollar una sociedad alternativa en la que habría un equilibrio entre hombres y mujeres. Busca una reintegración de la razón y las emociones para experimentar la naturaleza como un todo.”

Ojalá con ayuda de la imaginación pudiéramos, como Le Guin dice, regresar a casa. ~

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(Ciudad de México, 1979). Narradora y ensayista, periodista de cine y literatura. Pertenece al colectivo de arte y ciencia Cúmulo de Tesla.


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