Volver a La Regenta

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Seguro que los lectores de esta revista conocen el sentimiento de responsabilidad que atenaza al lector letraherido cuando se dispone a seleccionar las lecturas de un viaje. Si el viaje sobrepasa las dos semanas y empieza a transformarse en una “estancia” la responsabilidad adquiere profundidades de vértigo. Tras una semana de tensa espera, me llegaba la confirmación de que la caja que me hice enviar con un contingente de libros cuidadosamente seleccionados se había extraviado. Gran desastre. La oferta en inglés era desalentadora, pedir libros por correo estaba descartado (la herida demasiado fresca) y leer en el propio idioma concede un descanso al que cuesta renunciar.

Por suerte encontré una librería bien surtida de libros en castellano que parecía pensada para estudiantes de filología hispánica: los clásicos medievales, los maestros barrocos y un despliegue intimidante de novelas del XIX. Un área de la literatura que no solo desconozco, sino que tengo cubierta por un coqueto mantelito de prejuicios semiconfirmados por la lectura en diagonal de dos novelas menores de Galdós (¡qué fácil se convence uno de lo que le interesa!). Había escuchado tantas veces que La Regenta es “nuestra novela” que decidí empezar por aquí.

Mi sorpresa (que al lector cultivado le sonará al descubrimiento de la sopa de ajo) es que el libro es modernísimo, incluso si lo comparamos con sus predecesores europeos. A Clarín le amargaron la existencia los tontainas de su época afeándole que La Regenta debía demasiado a Madame Bovary para tomársela en serio, pero como no sea en el asunto del adulterio (cosa que nos llevaría muy atrás en el tiempo, hasta Homero nada menos) Clarín no se parece en nada a Flaubert. (El referente más cercano quizás sea Stendhal: la velocidad de los episodios, los cambios de ánimo y de objetivos de los personajes, la movilidad continua… nos recuerda al espíritu infatigable de Rojo y negro.)

En lo que Clarín aventaja a todos los maestros de su tiempo es en el examen de la subjetividad, extremadamente minucioso, para el que emplea un abanico muy amplio de recursos, rozando el monólogo interior y la corriente de consciencia. Clarín describe aluviones verbales donde se amontonan las metáforas, y donde las descripciones de la naturaleza, la sociedad y la propia ciudad se ponen al servicio de la expresión de la interioridad de los personajes. Se entrega a fugas visionarias en las que el lenguaje parece volverse autónomo y la calidad de la página se sostiene por el atractivo y la fuerza del estilo, desligado de las coordenadas temporales y locales que comprimen la historia, a lo que ayuda la flexibilidad del punto de vista, la velocidad con la que Clarín pasa de un personaje a otro.

Con estos chorros verbales se inaugura un recurso clave, por no decir definitorio, de la novela española. La misma expansión de bloques de texto, a veces descriptivos, otras reflexivos, que separan o interrumpen la narración temporal estricta, y que al lector más convencional puede parecerle material sobrante (pese a que suelen revelarse como el meollo de la obra que los aloja) la encontramos en Juan Benet, en el Goytisolo de Antagonía, en el sórdido Marsé de Si te dicen que caí, en el Marías de sus dos obras maestras o en el primer Magrinyà. Toda una tradición (aunque a varios la inspiración les llegue vía James o Flaubert).

Pero quizás el movimiento más audaz de Clarín sea la elisión de los momentos claves del argumento de la historia que está contando: la confesión de la Regenta y la consumación del adulterio, su rendición espiritual y carnal. Tiene sentido que en una novela que se agita a sí misma como una decidida impugnación a la ramplonería y la miseria circundante se elidan estas dos secuencias tan decisivas para la trama como vulgares en su ejecución. Clarín nos las ahorra, pero se impone un trabajo artístico más complicado: exponer sus consecuencias sobre una docena de personajes.

Lo que me lleva a una última reflexión: cuando empecé a publicar solían preguntarme en las entrevistas por mi posición en un conflicto, insólito, que se dirimía entre un grupo de presuntos renovadores conocido como “mutantes” y un grupo de “realistas” arremolinados, si no recuerdo mal, en torno al crítico Fernando Valls. El lector de periódicos contemplaba atónito al primer grupo asegurando que ellos traían, por fin, la vanguardia a la literatura española al superar la “inocente narración lineal del realismo decimonónico” que dominaba (siempre según ellos) la novelística española. La segunda afirmación era una desvergüenza en un campo literario donde estaban en activo Casavella, Gopegui o el ya citado Magrinyà; mientras que la primera afirmación era una majadería de esas que casi empujan a abrazar con sentido afecto humano al que las pronuncia: al fin y al cabo la novelística del XIX es el resultado de una operación sofisticadísima mediante la que se consigue una impresión de continuidad, gracias a un manejo muy sabio de los saltos y las elipsis; una sofisticación artística en las antípodas de la ingenuidad. En lo único que les daba crédito, amparado en mi ignorancia, era en que quizás el XIX español fuese una imitación pálida y rancia de los maestros ingleses, franceses y rusos. El desmentido de La Regenta, sonoro y audaz, es inapelable y acrecienta retrospectivamente la vergüenza sobre aquella operación, al tiempo que nos previene contra futuros oportunistas que, cómo dudarlo, volverán a intentarlo. ~

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