¿La última crítica literaria sin chatGPT?

Tres libros publicados recientemente por Terry Eagleton, John Guillory y Bruce Robbins problematizan los principales intereses de la escena literaria anglosajona actual. La burocratización de la academia y la inserción de la inteligencia artificial hacen pensar que quizás hablen de los últimos ejemplos de la crítica antes de un cambio de paradigma.
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En años pospandémicos los estudios de Terry Eagleton, John Guillory y Bruce Robbins discutidos en este texto abogan por un pluralismo de valores, no de clases, identidades, ideologías o metodologías. Cuando los críticos éticos respaldan esa liberalidad, sostiene Wayne C. Booth, significa que ya no buscan describir un valor que toda la buena literatura debe servir. El más iluso de estos críticos es el más conocido, influyente y mayor, el ubicuo acólito marxista Eagleton, cuyo Critical revolutionaries. Five critics who changed the way we read (2022) es su libro menos ambicioso, pues es complaciente con sus compatriotas.

Hubo que esperar desde 1910 para parafrasear a Virginia Woolf y escribir que con ChatGPT “en noviembre de 2022 cambió el carácter humano”. Woolf no se refería a que cambiaría la naturaleza humana sino a cómo fue observada y contada desde entonces en el mundo anglófono. No es seguro que lo mismo ocurrirá en la corriente crítica mundial “performativa”. En esta y en ChatGPT es esencial saber hacer buenas preguntas para que las respuestas sean igualmente buenas, pertinentes o precisas. Debido a la presión institucional por publicar es factible que algún crítico hambriento por figurar, o subir su sueldo, acudirá al auxilio de la Inteligencia Artificial. Vale deliberar cómo y por qué.

Desde que en 1999 Eagleton reputó a Gayatri Spivak como dueña de un “supermercado chabacano de ideas” por su inaccesibilidad discursiva, ostenta un ambiguo mea culpa sobre sus propios excesos. El deterioro de la crítica literaria, la politización académica y la pedantería crítica no son nuevos, y en un ensayo magistral de 1968 Edmund Wilson aireó los trapos sucios de la Modern Language Association, moribunda meca académica. No han hecho menos el crítico-novelista David Lodge, las campus novels o el crítico cultural Louis Menand.

Las preferencias conceptuales o metodológicas de los críticos tratados no implican que sus imitadores hispanoparlantes, preocupados por ellas, correrán a corregir o justificar las ausencias acuciados por el buenismo. Si Orwell novelizó un Departamento de Ficción en 1984 no sorprenderá que en 2050, para cuando vaticinaba que la nuevalengua desplazaría a la viejalengua después de traducir “correctamente” los clásicos del pasado, también exista un Departamento de Crítica cuyas normas acatarán los catedráticos.

Igualmente grave o quizá mejor: esos docentes serán remplazados por máquinas más inteligentes que ellos, como predice en un perfil hecho por The New Yorker (abril/mayo de 2023) el guatemalteco Luis von Ahn, fundador de la plataforma Duolingo. Esa nueva querella entre apocalípticos e integrados, con apuestas peores para ambos lados, incluye la propuesta bromista de construir una ia “mediana” que escriba instantáneamente series de Netflix. Es exagerado, y muestra de una frustración inicial, creer que la IA es un atraco.

Más cerca de argumentos sobre la crítica, se puede vislumbrar que los doctorandos serán remplazados por las máquinas perfectas que quiere crear Von Ahn. Si para él ese cambio es positivo porque se tendría más acceso a la enseñanza con celulares, la experiencia confirma su opinión de que “algunos maestros son buenos, pero la gran mayoría no son tan geniales”. Intelectuales públicos como Noam Chomsky discuten las falsas promesas de la acogida imprudente de la IA, o Leon Wieseltier que explica: “Si vamos a descifrar lo bueno y lo malo en las innovaciones tecnológicas necesitamos ser capaces de pensar en términos no técnicos. Dada la veneración codiciosa de la tecnología por la sociedad, ¿vamos a confiar en los ingenieros y los capitalistas para decirnos que está bien o mal?”

Eagleton no propone un nuevo tipo de crítica sino una genuflexión centrada en cinco críticos anglófonos dispares. Hay arrogancia, insularidad e ingenuidad irónica al conceptuar su muestra como “revolucionarios” y subtitular su libro “la manera en que leemos [sic] hoy”. Su último capítulo, el más corto, sobre Raymond Williams (de los cinco el más influyente en Iberoamérica) no acata una lección del maestro sobre la relación del compromiso con la literatura: no hay mención del temprano Reading and criticism (1950), en que al hablar de “Los críticos y la crítica” asevera que “es en la imposición de estándares de valoración ocultos donde la crítica provoca más daño”. Williams insiste en que la crítica examine honestamente la base de su sensibilidad, y en que como actividad social funcione con buena fe y flexibilidad, que significa reconocer que no puede superar sus prejuicios.

Para Eagleton la clase social y el compromiso determinan su quehacer, y se esfuerza por aclarar que “este libro no rinde homenaje a un panteón de héroes”, aunque en las últimas páginas del capítulo final halla heroicidad en que el materialismo cultural de Williams replicó a las modas estructuralistas y posestructuralistas de su momento. Esa aserción no explica la pátina teórica del capítulo dedicado a William Empson o el primero concentrado en T. S. Eliot.

Según Critical revolutionaries I. A. Richards, conocido en el antiguo mundo crítico por su “crítica práctica”, fue uno de los más tempranos ejemplos de “lo que hoy llamaríamos un teórico literario, es decir alguien que cree que la mayoría de los críticos literarios no reflejan de ninguna manera sistemática lo que hacen”. Si Empson fue llamado (por Frank Kermode, la gran ausencia en este libro) el principal crítico literario inglés del siglo XX, para Eagleton también tiene que ser admirado “por su liberal costumbre racionalista de desinflar y desmitificar tonterías pomposas” en una época política oscura en que la retórica exorbitante desfigura y asesina.

Eagleton discute a F. R. Leavis como todo lo contrario a Empson: provinciano, austero, sin gracia, intensamente serio, excluyente en sus afinidades literarias, convencional en su estilo de vida, y “de clase media baja”; o sea todo lo que ChatGPT revestiría con facilidad. Es previsible por qué Eagleton menciona ese origen, y aquí lo emplea para compararlo con Eliot como pesimistas culturales. Como atenúa Eagleton, el impulso para evaluar a Leavis debe partir “del ambiente literario que reprende, que a veces parecía creer que los juicios de valor eran presuntuosos y groseros”, apreciación nada diferente de la tímida crítica actual.

En “The necessity for destructive criticism” (1961) Richard Gilman aconsejó deshacerse del léxico anímico de la crítica y evitar adjetivos como “apasionante, espléndido, impresionante, inolvidable, notable, original y poderoso”, a los que se puede añadir “brillante”, “interesante”, “interrogante”, “seminal” y cientos similares. En el represivo ámbito de diversidad, equidad e inclusión actual, críticos con el poder de Eagleton o Guillory pueden darse el lujo de no morderse la lengua cuando la metacrítica que los rodea tiene más metas que crítica.

ChatGPT es parte de una evolución, no el fin de la humanidad, o una tecnología que democratizará al arte mientras provee nuevas razones para que los artistas la reciban con los brazos abiertos; otros se arrepientan de su imperfección, o quieran hacer daño con el nuevo caos. Hoy se desdibuja la frontera entre personalidad real y la forma de presentarla digitalmente, y en ese contexto la pregunta mayor es si el próximo gran libro de crítica será escrito por esas tecnologías. Contra Michel Foucault, el conocimiento ya no es poder; la información digital es poder. Consecuentemente, los temores editoriales, de producción, del mercado y de los autores aumentan tan rápido como la tecnología.

Entre el 22 de noviembre de 2022 y el 9 de marzo de 2023 los medios impresos y digitales emitieron reacciones principalmente elogiosas al fundacional Professing criticism. Essays on the organization of literary study de Guillory. Stefan Collini, quizás el mejor crítico cultural anglófono que pone en jaque mate las ideas de su cohorte, afirmó en el London Review of Books (diciembre de 2022) que es “el estudio más perspicaz, y en algunas maneras el más original que se tiene de las fuerzas que han dado forma a la historia del estudio literario, especialmente en los E.U.” (énfasis mío). Desde entonces no hay una clara disposición a ver el exhaustivo análisis de Guillory como optimista o pesimista, comprometido o como tradicionalista nostálgico (Guillory domina el latín).

En “La profesionalización y sus desagrados” de Professing criticism Guillory se muestra pesimista sobre problemas made in USA, y de ellos no se podrían extraer lecciones para el público iberoamericano fácilmente. Advierte que no percibe lo literario como ciencia, y afirma: “Arguyo que lo que es nuevo en la disciplina se construye sobre fundaciones muy antiguas, que hacen posible lo que es nuevo.” Añade: “No me preocuparé por discutir en detalle las diversas tendencias o movimientos en estudios literarios hoy, los estudios poscoloniales, estudios de raza y etnicidad, análisis digitales, estudios de discapacidades, de animales, estudios indígenas, ecocrítica, estudios cognitivos, evolutivos, nuevos materialismos, historia del libro, estudios afectivos o nuevos formalismos.”

Desde Cultural capital. The problem of literary canon formation (1993), su formación filológica se ocupa de la contemporaneidad y sus disciplinas, reconoce que hay otras maneras de describir las estructuras conceptuales sobre las cuales se sustenta la crítica literaria, y por eso no sorprende que la más convincente de sus brillantes explicaciones es la que dedica a la lógica de la razón estética/crítica. Menciona que la crítica de la sociedad se distanció del lector común y “falló en modelar la práctica interpretativa para el profesorado literario”. Su procedimiento cuadra con una conclusión global que será exacerbada por ChatGPT y la falta de posibilidades en los países hispanohablantes: “La condición de diferenciar funcionalmente que hace posible el estudio literario también facilita un futuro en que la erudición literaria podría ser considerada innecesaria, un lujo que ya no se puede solventar.”

“Las contradicciones del inglés global” es un extraordinario análisis de la contemporaneidad que convierte en verdades los elogios que Gilman consideraba clichés, y pone en perspectiva las ambiciones mundialistas de la crítica. Para Guillory descolonizar el currículo es “construir ambiguamente el currículo como colonia y como instrumento de colonización, y en ambos casos la fuerza retórica del tropo es muy grande”, matizando que “solo con base en una comarca cultural global se puede situar con exactitud a las obras literarias en contextos estéticos, sociales, políticos o geopolíticos diferentes”, construcción que no puede entender la crítica obsesionada con la nueva literatura mundial.

Como advierte, esa literatura mundial “parece estar adquiriendo una forma disciplinaria más cercanamente alineada con los departamentos de inglés que con los de lenguas modernas o literatura comparada”. No discute que la crítica de esos departamentos se legitima con las limitaciones del inglés global, así como los prejuicios etnocéntricos y el exclusivismo de sus usuarios, aunque, dice, “el concepto de lo ‘global’ nos obliga a reconocer la posición dominante del inglés en relación con otras lenguas y destacar la relación del inglés con la globalización […] No creo posible entender el inglés sin reconocer su proyección global. Esta proyección es muy diferente a la noción de ‘mundo’, que podría identificarse con el planeta pero que está de manera copiosa más relacionada filológicamente con territorios, reinos e imperios”. Añade que “para bien o para mal, este es un mercado principalmente para novelas; cada novela también es un libro en venta”, ¡y ahí se va toda una industria editorial iberoamericana!

Asevera que “estimular la producción de novelas de ‘literatura mundial’ puede tener la misma relación con lo local que el turismo”, y que lo peor del inglés como agente de la globalización es que “ha socavado la vitalidad literaria de otras lenguas, y probablemente ha contribuido a la desaparición de algunas de las lenguas del mundo”. Aconsejando que hay que resistir los efectos de la transmisión global, señala una última contradicción del inglés global: “La traducción al inglés se ha convertido en una manera de guardar y circular literatura en lenguas vernáculas a través del mundo, pero la traducción también entierra la lengua de origen aunque transmite nueva literatura.”

Guillory ha escogido ser un “no alineado”, como arguye Robbins (pidiéndole más compromiso) en su extensa reseña para The Chronicle of Higher Education, biblia laica de la academia estadounidense. Guillory –que en “No todos podemos ser Edward Said”, su modesta réplica a Robbins en la misma revista, le pregunta si justificar la tarea crítica necesariamente conlleva una afirmación de eficacia política– continúa una campaña humanística que comenzó con Cultural capital, y desde entonces se dedica más a criticar el profesar, en su acepción de “comprometerse a cumplir los votos propios de una orden religiosa”.

Desde la introducción de Criticism and Politics. A polemical introdution (2022), Robbins establece que polemiza sobre la crítica y la política con base en proclamas teóricas de la (última) década que para él son tentativas de despolitizar la crítica, incluso “para llevar adelante la guerra cultural de la derecha contra las humanidades”. Tales declaraciones revelan la importancia de distinciones contextuales al “aplicar” dictados primermundistas. No por nada propone aclarar el lenguaje de la crítica y lo que se entiende por ella en el mundo anglófono. Su selección presentista cabe en su avidez de reinterpretar el “paradigma historicista/contextualista” (frase de Joseph North) como un efecto de lo que le parece más atractivo de la política de la identidad, porque es irreducible (sic) a ser “criticón”. Robbins no vacila en autocuestionarse para mantener vigente la lectura transformativa que propone, o evitar el triunfo de la discordia que queda de las polémicas críticas sobre el compromiso político.

(( North es el autor del seminal Literary criticism. A concise political history [2017], cuyas coordenadas y polémica recepción son examinadas en Peajes de la crítica latinoamericana [2023]. Toda traducción es mía, excepto donde se indique lo contrario.))

Sus páginas más propagandísticas evidencian las limitaciones de los formatos académicos. No sorprende que el capítulo “Quejas” se concentre en los movimientos sociopolíticos que fomentaron la aceptación de estudios de las mujeres o étnicos en la academia anglófona después de los años sesenta. Si Lionel Trilling asoma como conservador, y el moderado Alfred Kazin merece una mención en Guillory, extraña que al tratar la “política de la identidad” ninguno de los tratados discute que para esos críticos judíos la literatura era una manera de liberarse de las ataduras de la identidad étnica, no una afirmación de ella.

Robbins intenta superar su alcance anglófono en “Crítica cosmopolítica en tiempo profundo”. Por esta entiende un “nosotros” que se autoimpone conscientemente un vocabulario antiimperialista, celebrando mercancías y contactos interculturales minoritarios, porque así “la crítica cosmopolítica heredaría la tarea de reinvestigar la llamada civilización de Occidente, e incluso podría descubrir que hasta podría hacerlo con orgullo inesperado, aunque sea intermitente”. Habrá que agradecer a críticos anglófonos sus dádivas y modo de imponer su pensamiento. Su política es una imposición egoísta y, por ende, incompleta de su visión crítica, no de un sistema.

Más cercano a una definición de la crítica en él es el papel del crítico en la sociedad, como discute en “Centralidad perdida”. Allí recurre al clásico anterior de Guillory, Cultural capital, en que arguye que añadir mujeres, gente “de color” y lo afín al canon no es más que una mera distracción que no ofrece un beneficio real a nadie. Robbins reconoce que la crítica es solo un simulacro de su papel en la esfera pública, y que “esta reorientación no llega a ser una revolución de la clase trabajadora. La clase no era central para ella”. Considerando que discute el protagonismo de críticos canónicos en universidades prestigiosas (su caso), es revelador que no se ocupe cabalmente de ese privilegio.

En “Estética y el gobierno de los otros”, contrapunto a la visión moral de Matthew Arnold, Robbins recurre a Michel Foucault, que en ¿Qué es la crítica? dictaminó: “Digámoslo en una palabra: la crítica es la actitud de cuestionamiento del gobierno de los hombres entendido como el conjunto de los efectos conjugados de verdad y poder, y ello es en la forma de un combate que, a partir de una decisión individual, se asigna el objetivo de una salvación de conjunto.” Esa definición perifrástica es “antinormativa” para Robbins, y a pesar de afirmar que “mucho del caso político contra la estética ya no parece persuasivo” concluye que “si la disciplina de la crítica es un medio para gobernar a los otros, y no el refugio virtuoso del interés y gobernación como a veces le ha gustado percibirse, parecería que lo universal también necesita ser reconsiderado”. No se sabe si algún gobierno será capaz de controlar la explosión de ChatGPT.

Los temores son muy reales, aseveran fundadores como Samuel Altman –que en su comparecencia (mayo de 2023) ante el Senado estadounidense manifestó que sí se necesita intervención gubernamental–, Geoffrey Hinton o Alexis Ohanian. Jaron Lanier, otro adelantado científico-filósofo digital, ahora antagonista, afirma que hay maneras de controlar la nueva tecnología; pero primero hay que dejar de mitificarla. Walter Isaacson, biógrafo de los robóticos Steve Jobs y Elon Musk, se preguntó en mayo de 2023 en The Wall Street Journal si permitir que las máquinas desarrollen su propia agencia dejará a los humanos detrás; y sugiere que la meta debe ser mantener la tecnología conectada a la humanidad.

Frente a lo anterior es probable que aun con ChatGPT no se hable de crítica escrita “en el estilo de” los discutidos, aunque quizá sí de su pensamiento idiosincrático porque no se inspecciona de manera forense a los críticos que se privilegia o teme, o porque las redes neurales en que se basa la IA funcionan con capas digitales que buscan patrones en patrones; y más capas que encuentran los patrones de patrones de patrones. Esto conduce a sobreajustes de datos para llegar a una conclusión, y el crítico temeroso o complaciente podría advertir que sus credos no sirven para nada porque el mecanismo del cerebro humano, como otras máquinas, se atasca al sobreajustar, y necesita generalizar para superar el problema.

{{ Noción del neurocientífico Erik Hoel en “The overfitted brain: Dreams evolved to assist generalization”, Patterns, vol. 2, núm. 5 (14 de mayo de 2021), pp. 1-15, que sostiene que “ficciones como las novelas o películas actúan como sueños artificiales, logrando por lo menos algunas de las mismas funciones de inyectar ruido y errores”. Pero hasta ahora las obras con ChatGPT no aprueban los exámenes, como novelas o crítica.}}

 Si el consenso es que ChatGPT es bastante precisa pero no muy creativa quizá necesita reposar, algo que sí puede hacer un humano.

¿Se usará la IA para escribir libros políticamente correctos, como aconsejan algunos programas de escritura creativa (en español) estadounidenses y editoriales de ese país? La crítica de pretensiones “científicas” (uno piensa en Franco Moretti) rechaza los traslados que examinó Booth. Pero los discutidos están ante un nuevo paradigma de difusión y conexiones basado en señales cifradas y microchips, y quién sabe en qué historia crítica cabrán.

ChatGPT va a cambiar lo que se entiende por prolificidad crítica, performance que exige creer que en sus mejores momentos la crítica debe ser más como la poesía que una ciencia exacta, especialmente si llega a haber vigilantes que quieran constatar que los libros de Eagleton, Guillory y Robbins, o artículos como este, no fueron escritos con la ayuda de ChatGPT, PerfectEssayWriter.ai, Sudowrite u otros. ~

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(Guayaquil, Ecuador) es crítico literario. Su estudio Los peajes de la crítica latinoamericana aparecerá próximamente.


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