Fotografías: Georgina Cebey

Insurgentes 300: un fantasma de la modernidad

Sobre la derrota arquitectónica.
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Avenida Insurgentes, número 300, colonia Roma. Una enorme estructura —17 pisos, 57 metros de altura— se levanta en la cuadra ubicada entre Insurgentes, Medellín y Querétaro. Dos diagonales se concentran y dan origen a una planta en forma de “V”. Desde fuera, el ritmo moderno que marcaban sus ventanas se observa roto, tal vez la falta de varios cristales, la pintura sucia o algunos restos de mosaico que aún no se desprenden anuncian la derrota arquitectónica que supone esta construcción en aparente abandono. Aunque los locales de la planta baja funcionan con normalidad, el acceso al edificio está restringido. Pese a que existe un registro para visitantes, la respuesta del cuidador contiene una verdad poderosa: “Esto no es un museo para andar paseando y viendo. Si usted no es dueño no puede pasar.”

El Condominio Insurgentes no fue siempre así.

En 1954, la Ley sobre Propiedad en Condominio impulsada por el arquitecto Mario Pani fue aprobada; en 1956 Pani mismo proyectó el primer edificio en México de propiedad por pisos: el Condominio Reforma Guadalquivir, con departamentos de lujo, una torre para oficinas y locales para comercio en la planta baja. Este modelo de uso múltiple marcó una nueva posibilidad en la distribución y uso del espacio; el mismo patrón se reprodujo con múltiples variantes por la ciudad, tanto el edificio de oficinas del arquitecto José Hanhausen (Insurgentes 170, colonia Juárez, 1956) como el conjunto de despachos Torre Anáhuac proyectada por Juan Sordo Madaleno (Reforma 51, colonia Tabacalera, 1958) son ejemplos de los ecos que este modelo generó. El Condominio Insurgentes comenzó a construirse en 1956 y en mayo de 1958 abrió al público.


Los 420 despachos del Condominio Insurgentes se vendieron rápidamente. Durante los primeros años posteriores a su inauguración, los espacios fueron ocupados por prestigiosos abogados, médicos, estrellas de cine y algunas familias que decidieron habitar ahí. Seis elevadores, estacionamiento amplio y una altura excepcional habían consolidado el imaginario de lujo. En la década de los setenta, un anuncio lumínico con las letras de la marca de calzado Canadá, colgaba de una de sus fachadas. Eso le dio identidad al inmueble y empezó a ser conocido desde entonces como “el edificio de la Canadá”. Con el sismo de 1985 varios despachos fueron desocupados. Desde entonces, incendios, asesinatos, más sismos y actividades ilícitas han marcado el deceso de la torre que hoy está parcialmente ocupada.

II. Un edificio de nadie

A pesar de su notoriedad, el Condominio Insurgentes ha sido olvidado por completo en las historias de la arquitectura moderna. Una razón de ello es que no se sabe quién lo diseñó. Ningún libro, ni la prensa, dan cuenta de su autor y en ninguna parte existe una placa con los apellidos del arquitecto. Es, de cierto modo, un edificio sin padre conocido, un bastardo de la arquitectura. Hoy, el edificio es una especie de ruina semifuncional: los elevadores han dejado de marchar pero las escaleras son testigos de los pocos usuarios del lugar. Los dueños de los despachos han muerto, otros simplemente desconocen su propiedad pues los trámites y el mantenimiento de un lugar así resultan un lastre. Los pocos habitantes que quedan se resisten al abandono pero no es tarea fácil ni barata. ¿De quién fue la idea de congregar a 420 propietarios? ¿Acaso nunca se pensó en las complicaciones que podría traer conciliar 420 voluntades? Tal vez la utopía moderna sobre la que se desarrolló gran parte de la arquitectura del siglo XX en el país no dio cabida a este tipo de cuestionamientos, aunque ejemplos como los complejos de vivienda multifamiliar en México demuestren lo contrario. Entonces, ¿qué salió mal, qué circunstancia escapó en la planificación de este gigante de concreto?

Probablemente quienes habitan ahí se hacen estas preguntas constantemente y la única respuesta la encuentran en el olvido y decadencia de sus muros: la utopía de la modernidad no siempre fue exitosa. En este caso el resultado es claro: la catástrofe de un proyecto demasiado moderno para una sociedad demasiado desorganizada, un espacio que no supo acoplarse a los nuevos tiempos.

En agosto de 2012 el edificio fue desalojado y clausurado por Protección Civil. Aunque se alegaba la presencia de daños estructurales y la falta de un programa interno de protección civil, lo cierto es que este mecanismo puso fin a una serie de secretos a voces que ponían como protagónico al gigante de Insurgentes como centro de actividades ilícitas como venta de drogas, prostitución y trata de personas, entre otras. La situación se ha revertido parcialmente, hoy son pocos los condóminos que se organizan para reparar años de abandono en algunos pisos, tal vez la presión de una expropiación por parte del gobierno y la mirada acechante de inmobiliarias por adquirir a bajo costo una propiedad que se ubica en una zona de alta plusvalía es la que los motiva a sacar de la decadencia a este edificio.

Vuelvo al cuidador del edificio, a su brillante idea de un museo. Me imagino al arquitecto y restaurador Viollet-le-Duc lanzándole su idea a la cara: “La mejor forma de preservar un edificio es encontrando un uso adecuado para este.” Si la idea del museo no es útil, pensar en el futuro de esta construcción es complicado. Sin una propuesta de uso viable y la conciliación de los pocos propietarios que quedan, el único futuro es permanecer como vestigio material de un trauma, de un proyecto cuyos principios de origen fueron erróneos. Idealmente, toda arquitectura genera espacios de reflexión, el caso del mítico Condominio Insurgentes podría servir como escenario de propuestas, ya sea para rescatarlo de la ruina, conservarlo y subrayar sus valores de producto cultural o bien para transformar su uso y con ello salvarlo de funcionar, únicamente, como arquitectura silente. 

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Maestra en historiografía e historiadora de la arquitectura.


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