El fantasma de las élites

El sentimiento político de nuestro tiempo es el odio a las élites. Los Estados deben disponer de recursos para dividir el poder de sus grupos dominantes. Si las élites parecen inamovibles y ensimismadas, la democracia corre peligro.
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Para muchos, un fantasma recorre Europa (y Occidente en general): el fantasma de las élites. Y es que, más que corpóreas, las élites que atemorizan a nuestras ciudadanías son espectrales: a diferencia del pasado, cuesta identificarlas. Quizás por eso nos dan tanto miedo.

Pertenecer a la élite no da más rendimiento hoy que en otros momentos de la historia, pero sí genera más resentimiento que nunca. Es curioso, porque, para empezar, es difícil saber en la actualidad quién pertenece a la élite. No llevan togas purpuradas ni sotanas ni van a caballo con espadas al cinto, como ocurría en las sociedades tradicionales. Pero es que las élites tampoco están tan definidas como en las economías industriales que hemos conocido hasta hace pocos años. Y no es que los millonarios ahora vistan bermudas y camiseta en lugar de traje y corbata. Es que la complejidad socioeconómica ha fragmentado en cientos, miles, de categorías laborales lo que antaño fue la distinción entre patrones y obreros. Ya no hay una o dos jerarquías inamovibles. Las grandes pirámides sociales, en cuya cúspide se aposentaban unas élites muy definidas, han desaparecido. Sin embargo, en la historia reciente de las democracias nunca el sentimiento antielitista ha estado tan extendido. Cuando más difusas y fantasmagóricas son las jerarquías sociales, más terrores nos despiertan.

Durante décadas, había una estrecha coincidencia entre élite económica y cultural. Las personas con estudios superiores tenían claramente más ingresos. De hecho, el crecimiento de la desigualdad hasta más o menos el año 2000 quedaría explicado porque los graduados universitarios cobraban cada vez más que aquellas personas que solo tenían la educación obligatoria. Pero, como señala Paul Krugman, la desigualdad ha seguido aumentando desde principios de siglo a pesar de que el premio por ir a la universidad apenas se ha modificado. De hecho, muchos estadounidenses con educación superior han perdido poder adquisitivo.

Otra señal de que las élites se han vuelto líquidas es su desintegración política. Durante el consenso de posguerra y hasta la crisis financiera de 2008, los partidos de derechas se nutrían de los votantes con mayor nivel educativo y más ingresos. La CDU-CSU en Alemania, los tories en el Reino Unido, la democracia cristiana en Italia, los Moderados en Suecia o Republicanos en Estados Unidos eran los partidos de los patricios frente a unas formaciones políticas de izquierdas –SPD, laboristas, socialistas, socialdemócratas o demócratas– que recogían el voto plebeyo, las personas con menos dinero y menos educación. Pero esta identificación se rompió hace más de una década. Los partidos de derechas se mantienen como los partidos de los ricos, pero ya no lo son de las personas con mayor nivel educativo. Quien tiene dinero vota a la derecha, aunque hay ya algunas excepciones notables, como Italia, o parciales, como Estados Unidos. Y, quien tiene estudios, hoy vota a la izquierda. Esto ya no va de patricios contra plebeyos, sino de patricios económicos (la derecha) contra patricios educativos (la izquierda).

La descomposición de las élites ha venido paradójicamente acompañada de una mayor presencia de las élites en la discusión pública. El sentimiento político de nuestro tiempo es el odio a las élites. Y es la fuerza motriz de los movimientos populistas que sacuden a las democracias de todo el planeta. Inicialmente, los populismos más exitosos eran de izquierdas, como Syriza en Grecia o Podemos en España. Pero, como en los años treinta del siglo pasado, cuando fascistas y nacionalsocialistas acabaron imponiéndose en las democracias occidentales a los comunistas, los populismos que han acabado triunfando han sido los de derechas.

Los partidos de la llamada derecha radical o nacional-populista cosechan más del 50% de los votos en Polonia y Hungría, más del 20% en Eslovenia, Letonia, Italia o Francia, y más del 15% (y con perspectivas de crecer) en Suecia, Finlandia o España. Por no hablar de los dos grandes hitos del nacional-populismo de Occidente en esta década: la victoria del Brexit en el Reino Unido y de Donald Trump en Estados Unidos en 2016. Estos son dos casos paradigmáticos de cómo una protesta que se inició sobre todo contra las élites financieras, responsables de la crisis de 2008, y que llevó al Occupy Wall Streeto Occupy London, se fue tornando en una impugnación contra las élites urbanas y educadas, que desembocó en el triunfo político del UKIP–movimiento que transformó al Partido Conservador británico, el más antiguo y con más solera de las democracias modernas, en un animal político fervientemente populista– y del Tea Partyy el trumpismo –que ha parasitado al Partido Republicano en Estados Unidos, convirtiéndolo en un sombra siniestra del que fuera el partido de Abraham Lincoln. Una sombra enorme, y que posiblemente crecerá en las elecciones de noviembre.

Aunque pocos ejemplos ilustran mejor el viaje de izquierda a derecha que ha hecho el antielitismo que España: del 15m al “Vox siembra”. De la ciudad al campo. La extrema derecha se ha llevado el descontento al huerto. Los populismos de izquierdas –tanto Podemos a nivel nacional como el independentismo de izquierdas en las periferias– mecen el árbol del odio a las élites tras la Gran Recesión, pero quienes recogen las nueces son los de derechas: Vox roza el 20% de los sufragios en todos los comicios y, en Cataluña, el separatismo irredento está dominado por la derecha que representan Junts y Puigdemont.

Este cambio tiene una explicación biológica de fondo. La evolución nos programó para responder a los miedos de forma tribal. La manera de sobrevivir en la sabana, frente a ataques de depredadores u otras tribus, era arrimarte a los tuyos. Con lo que nuestros cerebros vienen con un interruptor de serie: si alguien nos mete el miedo (por ejemplo, a unas élites hostiles), se nos activa ese tribalismo irracional, identificándonos con los “nuestros”, despreciando a los “otros”, y entregándonos a un líder fuerte. Resulta irónico que los urdidores de las nuevas izquierdas que surgieron al calor del 15m, conocedores muchos de ellos de estas dinámicas, corrieran a pulsar los interruptores tribales de los ciudadanos.

Es cierto que, recientemente, la desigualdad ha crecido dentro de muchos países. Entre países, las naciones pobres se han acercado a las ricas. Pero, dentro de nuestras sociedades, ha crecido la brecha entre los más y menos favorecidos en términos de ingresos. Cuando los escalones –en la jerarquía económica– se vuelven más altos, aumenta la competición por el estatus social. Pero el problema no es que los escalones se hayan vuelto más infranqueables objetivamente –de hecho, no está claro que la movilidad intergeneracional haya disminuido–, sino que son vistos como más infranqueables. La evidencia en psicología indica que, cuando a los sujetos de un estudio se les dice que la desigualdad ha aumentado, tienden a adoptar actitudes más irracionales, autoritarias y de extrema derecha.

Eso es lo que ha ocurrido: las percepciones sobre los abusos de las élites, ciertos o no, se han extendido por todo el mundo. De Líbano a Bolivia y Chile, pasando por Francia o Estados Unidos, la desigualdad objetiva en 2019 no difería de la existente una década antes, pero en esos y otros países se produjo una movilización de las percepciones ciudadanas que alimentó protestas y revueltas antielitistas. Según el experto en psicología política Michael Bang Petersen, esta agitación está facilitada por tres recursos muy abundantes en nuestros tiempos. En primer lugar, la moralización del discurso. Hemos sustituido los debates factuales con nuestros adversarios por la estrategia de descalificar su postura como inmoral. Un estudio que analiza el léxico en los libros publicados, de ensayo y ficción, descubrió que, desde aproximadamente 1980, el lenguaje se ha vuelto menos racional, con menos palabras ligadas a las argumentaciones basadas en hechos, como “determinar” o “conclusión”, y más términos con carga emocional, como “sentir” o “creer”. Segundo, las redes sociales y medios online permiten compartir más rumores que en el pasado, azuzando el pensamiento conspirativo y tribal. Y, tercero, han proliferado emprendedores del descontento, que se aprovechan de la crisis de las viejas instituciones de intermediación, como los medios de comunicación tradicionales y los partidos, y se encumbran con mensajes más directos e inmediatos.

Ante este diagnóstico, ¿qué podemos hacer? Dada la naturaleza parcialmente subjetiva del problema, impregnado de prejuicios y estereotipos, el primer paso sería que todos los ciudadanos nos demos un baño de realidad. Que interioricemos que las élites son inevitables. Como recuerda la economista Deirdre McCloskey, no ha habido civilización en el planeta sin algún tipo de desigualdad. Lo cual no quiere decir que debamos tolerar una desigualdad extrema o una surgida del robo o la coerción. Pero, desde los inicios de las democracias modernas, que implicaban una igualdad política, la aceptación de (cierta) desigualdad ha sido difícil de digerir para muchos. Los trabajos de Vilfredo Pareto, Gaetano Mosca y Robert Michels, que teorizaron sobre la inexorabilidad de las élites en los albores de la democracia en Europa, resultaron incómodos para sus contemporáneos. Pero si, por ejemplo, hubiéramos tenido más presente la “ley de hierro de la oligarquía” de Michels, según la cual toda organización democrática acaba ineludiblemente en manos de una oligarquía tanto por necesidades tácticas como técnicas, no nos habría sorprendido tanto la transformación de movimientos inicialmente asamblearios, como Podemos, en disciplinadas jerarquías controladas por el líder. La paradoja de pasar de los círculos de Podemos a la pirámide de Unidas Podemos.

El segundo paso sería que intelectuales y científicos sociales nos enfrascáramos más en el análisis de datos sobre las élites. Siguiendo el ejemplo de Martin Gilens y Benjamin Page para Estados Unidos, deberíamos examinar su poder efectivo: ¿cuánto poder tienen realmente las élites?, ¿y está creciendo o decreciendo? Gilens y Page observan si la evolución de las opiniones de los ciudadanos estadounidenses –en infinidad de políticas, de la edad de jubilación al aborto, pasando por la posesión de armas o la inmigración– que recogen las encuestas en un periodo determinado se traducen, poco después, en cambios legislativos. Su principal hallazgo es que, si una clara mayoría de estadounidenses ricos –el 10% o el 2% con más ingresos– desea una modificación normativa –la legalización de la marihuana o la eliminación del impuesto de sucesiones–, esta probablemente se llevará a cabo. Esto no sucede con las opiniones de los estadounidenses medios. Por mucho que una inmensa mayoría esté a favor de la política X, la posibilidad de que x se adopte no aumenta significativamente. Quedan muchos interrogantes por contestar. Para empezar, ¿se reproduce este patrón fuera de Estados Unidos? La democracia estadounidense puede estar particularmente dominada por el dinero, dada la financiación privada de las campañas de los políticos. En otro conocido experimento en el que fueron contactados 191 representantes del Congreso, Joshua Kalla y David Broochman mostraron que una organización política cuyos miembros se identificaban como contribuidores a la campaña electoral tenía tres o cuatro veces más probabilidades de conseguir un encuentro con el parlamentario que las que no.

El tercer paso concierne a los políticos, que deben lanzarse al agua con medidas valientes para evitar la concentración de poder en las élites de cualquier ámbito, del sector bancario a la universidad. Desmantelar el excesivo dominio del que unos individuos gozan en un determinado terreno se puede hacer a través de medidas antimonopolio, que, para el erario público, son más baratas que las costosas políticas redistributivas de las que solemos hablar para luchar contra la creciente desigualdad, como dar 120.000 euros a cada ciudadano cuando cumple veinticinco años (la propuesta del economista Thomas Piketty) o una renta básica universal de 1.000 a todas las personas durante toda la vida (la eterna propuesta de muchos idealistas). Estas iniciativas son interesantes y merecen discusión, pero son tremendamente onerosas. Más eficientes son las medidas que intenten romper el poder de las élites –aunque, eso sí, políticamente son más costosas, porque nuestros representantes se enfrentan a los intereses establecidos.

Es por eso que, en cualquier ámbito, desde el teóricamente más altruista mundo de la ciencia y la educación a los teóricamente más avariciosos mercados financieros o de las telecomunicaciones, los gobiernos deben garantizar una continua competencia y evitar la creación de élites oligopólicas. Porque incluso los más fervientes defensores de la libre competencia han sido advertidos, desde Adam Smith, de que los productores de un bien intentarán proteger sus rentas con prácticas monopolísticas. Lo que es menos conocido es que la misma lógica se aplica también a cualquier servicio público, desde una facultad de filosofía a un cuerpo de policía local. En cualquier esfera de interacción hay que buscar medios para evitar que quienes ocupan la cúspide bloqueen el acceso a la misma.

Y esta lógica se debe aplicar con particular fuerza a los poderes públicos. Los Estados deben disponer de resortes automatizados para dividir a sus élites dominantes –ya sean los partidos gobernantes o los cuerpos de funcionarios autónomos– porque, a diferencia de lo que ocurre en el mercado de los teléfonos móviles o los pepinos, en el Estado no hay un “árbitro externo” que vele contra los monopolios. El árbitro es el propio Estado. Con lo que si una élite, como los miembros del partido político en el gobierno, ocupa puestos de responsabilidad en todas las instituciones públicas de relieve, incluyendo los órganos de control formal e informal, como la televisión pública, es muy difícil evitar su enquistamiento. Nadie puede destronar a quien se entroniza en todos los tronos del país. Como destaca uno de los mejores conocedores de la historia política mundial, Francis Fukuyama, la decadencia de todas las grandes civilizaciones, de Egipto a China, pasando por el Imperio otomano, está asociada con la incrustación en las capas dirigentes de una élite que se autorreproduce de forma nepotista y corrupta.

La solución pasa por inyectar dosis elevadas del que, en estos momentos, es probablemente el producto intelectual más denostado en Occidente: la meritocracia. Es decir, normalizar mecanismos que aseguren que los altos cargos de las instituciones públicas estén ocupados por las personas más cualificadas, y no por quienes tienen los contactos políticos o personales adecuados. Es difícil mantener los sistemas meritocráticos, pues incluso los más longevos, como los exámenes para entrar en la administración imperial china, que llegaron a celebrarse durante dos mil años de forma casi consecutiva, acabaron torciéndose, porque muchos mandarines intentaron perpetuar a sus estirpes familiares en el poder. Este dato es interesante, porque mientras solemos hablar de cómo China sigue, o no, la evolución política occidental, olvidamos cómo quizás somos nosotros quienes estamos siguiendo la senda administrativa china, transitando de manera lenta pero segura de la meritocracia al nepotismo. Debemos recordarnos que, si sus élites administrativas se herrumbran, un Estado deja de tomar medidas para dinamizar el desarrollo social, económico y cultural, y el país entero se oxida.

Pero mientras sea posible tener sistemas meritocráticos de acceso a la función pública, generaremos dentro de las administraciones del Estado una competencia entre la élite burocrática, que asciende por meritocracia, y la élite política, elegida por democracia. Cuando ambas élites están equilibradas, y una élite no se impone a la otra, los países tienen mejores resultados en políticas públicas, en desarrollo económico, en estabilidad democrática y en la lucha contra la corrupción, tal y como mostramos Carl Dahlström y servidor en Organizando el Leviatán (Deusto, 2018).

Utilizando la expresión de Fukuyama, el “fin de la historia”, entendido como meta deseable a alcanzar por la humanidad, no es un mundo sin élites, pues eso es imposible, sino un mundo con élites en permanente competición, entre sí y dentro de sí mismas. Si se extiende la percepción de que las élites son monopolios inamovibles, su espectro seguirá atormentando a nuestras democracias. ~

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profesor de ciencia política en la Universidad de Gotemburgo


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