“Las órdenes se dieron desde la casa de campo de Stalin en Kunstevo”, así comienza el cuento de Nathan Englander basado en aquella noche en que el dictador soviético mandó asesinar a quince judíos, entre ellos a cuatro poetas y un novelista; y termina así: “Bretzky cayó encima de los otros dos. Le dispararon cinco o seis veces, pero al ser un tipo tan grande, tan fuerte, vivió lo suficiente para reconocer la detonación de las armas y para saber que estaba muerto”.
Aunque Englander dramatiza esa noche, no alcanza los horrores de la realidad estalinista, que fue más pródiga en humillaciones y torturas.
Esta persecución se dio contra artistas y literatos por millares. Vitali Shentalinski presenta apenas unos casos en su libro La palabra arrestada. Siempre me ha conmovido especialmente el caso de Isaak Bábel, pues además de que lo considero el mejor prosista de la historia, siento también que llegué a conocerlo a través de sus cuentos muy cargados de autobiografía.
Cansado y torturado, las últimas palabras de Bábel fueron: “No soy culpable de nada, nunca fui espía, ni he realizado ninguna actividad contra la Unión Soviética… Les pido únicamente que me den la oportunidad de terminar mi último trabajo…”.
A lo que el jurado respondió: “Considerando a Bábel culpable… lo condena… a la pena capital por fusilamiento… La sentencia es inapelable… se ejecutará de inmediato…”.
Si le hubieran permitido terminar su último trabajo, cuánto habría ganado la cultura rusa, la del mundo, el alma de los hombres.
En la historia de la literatura rusa y soviética es difícil encontrar a un escritor de talento que no fuera censurado, perseguido, desterrado, encarcelado, gulagueado o ejecutado. De hecho, los mayores esfuerzos por bloquear el libre desarrollo de la cultura rusa los han realizado los zares, los comunistas y ahora Putin, que solicita la lealtad ideológica de las instituciones y convierte a ciertos artistas en sus vehículos de propaganda.
Lo más natural es que en un estado de guerra se luche en todos los frentes: militar, económico, informativo, y también académico, artístico y cultural.
En el lado académico, se sabe que los rectores de las universidades rusas firmaron un comunicado en el que apoyan a Putin y que están expulsando a los alumnos “disidentes”. Al comunicado se han sumado muchos profesores e intelectuales.
Se sabe que en Rusia, como en algunos países latinoamericanos, expresar la libre opinión es motivo de prisión. Putin cerró hace unos días la única televisora independiente y sus periodistas hubieron de escapar a Turquía. Cierta ley dice que cada cerebro libre en Rusia será acusado de agente extranjero y recibirá penas de hasta quince años en prisión.
Por eso y muchas cosas más, lo más natural es que mientras caen bombas sobre el teatro de Mariúpol repleto de niños se pierda el entusiasmo por aplaudir a una orquesta dirigida por Guérgiev; o escuchar un piano pulsado por Berezovsky, luego de que dijo burlonamente: “Entiendo que se pueda compadecer a los ucranianos, pero nos hemos portado muy suaves con ellos. ¿No podríamos escupirle a todo eso, rodearlos y cortar la electricidad en Kiev?”. Y luego de ver a una Anna Netrebko muy politizada, muy cercana a Putin, quizá demos un sentido puntual cuando le oímos cantar “Che tardi? Accetta il dono, ascendivi a regnar”.
Pero esta falta de interés por ciertos artistas rusos está muy lejos de representar un boicot contra la cultura rusa. Si esta cultura ha sobrevivido a los siglos, a los zares, a los comunistas, a Putin y a la iglesia ortodoxa, podrá sobrevivir cualquier embestida. La cultura rusa es un sol que nadie pretendería tapar con un dedo.
En cualquier librería se hallan los autores rusos, en toda plataforma se puede descargar música rusa; Chéjov crece más cada día, San Petersburgo gana más admiración en tanto lo kitsch se vuelve más admirable, Ajmátova es una diosa y vale mucho la pena leer el libro de Alberto Ruy Sánchez sobre ella, nadie puede callar a Chaikovski ni a Stravinski ni a Musorgski; mi pianista vivo favorito sigue siendo Evgeny Kissin, y me salen lágrimas cada vez que miro a Maksim Vengérov tocando en Auschwitz; me viene la nostalgia cuando recuerdo los cuentos de Baba Yaga, seguiré recomendando el libro El baile de Natasha, de Orlando Figues, que hace un maravilloso compendio de la cultura rusa, no quepo de asombro con El maestro y Margarita, sigo pensando que Ilyá Repin es un mediocrazo, que el símbolo del mal gusto son los huevos Fabergé; me da rabia que haya muerto Dmitri Hvorostovski y lloro cuando lo escucho cantar Как Молоды мы Были, sigo pregonando que Marina Tsvetáyeva es mucho más grande que su fama, y aún en estos días es bueno leer, releer o descubrir a los autores no tan leídos como Saltikov-Shchedrin, Mijaíl Artsibáshev, Iván Goncharov, Andréi Platónov, Iván Chmélev, Alexandr Kúprin, Fiódor Sologub, Arkadi Averchenko y tantos otros.
Personalmente sé que yo, sin la cultura rusa, sería un alma muerta.
Pero una poderosa dictadura está ahora invadiendo una joven democracia. Habría que ser muy cándido para hablar de paz y abrazos cuando del otro lado hay bombas y balazos. Los intelectuales, artistas e instituciones culturales han de tomar partido y hacer algo desde su modesta trinchera, de lo contrario no serían ni intelectuales ni artistas ni valdrían nada como instituciones; se volverían tibios vomitables.
Por eso es justa, necesaria, oportuna y coherente la declaración de las ferias del libro de Bogotá, Bolonia, Bruselas, Budapest, Frankfurt, Gotemburgo, Guadalajara, Jerusalén, Leipzig, Praga, Sao Paulo, Seúl, Taipéi y Varsovia, en la que expresan: “Decidimos suspender contacto con cualquier editor oficial de la Federación Rusa”.
El texto es bastante claro, pero en las redes sociales gustan de gritar “¡fuego!” cuando se enciende un cerillo y esperar a que la horda haga quemazón; gustan de gritar “cultura rusa” cuando netamente leen “editor oficial de la Federación Rusa”, y pretenden hacer concordia con algún editor emasculado en otra parte del mundo cuando procuran estrangular a los independientes de su propio país.
(Monterrey, 1961) es escritor. Fue ganador del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por su novela Olegaroy.