En un par de ocasiones he sometido a mis estudiantes de la asignatura de derechos humanos a redactar una suerte de “dictamen” acerca de si el gobierno indio debería intervenir en la isla de Sentinel del Norte para hacer efectivo el derecho a la educación de los niños que allí habitan. Como seguramente sepan, los pobladores de ese recóndito lugar, formalmente parte del territorio bajo soberanía de India, han vivido durante miles de años en una situación endogámica que hoy es probablemente única en el planeta. El último “contacto” del que se tuvo noticia terminó probablemente mal para el misionero estadounidense John Chau, que se animó a adentrarse en la isla allá por 2018.
Pues bien, invariablemente la inmensa mayoría de mis examinandos responden argumentando que ni el gobierno indio ni nadie es quién para meterse en asuntos que no les incumben; que los “sentineleses” tienen su forma de vivir –la propia del Paleolítico– y que debemos respetarla, preservarla incluso. La Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas seguramente les ampara en su artículo 3, aunque en ese mismo texto se declara que: “Los indígenas tienen derecho, como pueblos o como individuos, al disfrute pleno de todos los derechos humanos y las libertades fundamentales reconocidos en la Carta de las Naciones Unidas, la Declaración Universal de Derechos Humanos” (artículo 1), entre los que se encuentra el derecho a la educación (artículo 28 de la Convención sobre los Derechos del Niño).
–¿Y si en esa isla las niñas fueran sometidas a sacrificios rituales? –les contraargumento. Aunque algunos de mis estudiantes pliegan alguna vela, no son pocos quienes insisten en que no nos corresponde a nosotros juzgar con nuestra mentalidad lo que ellos consideren correcto. Y mucho menos “intervenir”.
En uno de sus últimos escritos (“The human prejudice”) Bernard Williams recuerda la ironía con la que otro gran filósofo muy prematuramente fallecido, Frank P. Ramsey, despachaba el asombro que decía Bertrand Russell sentir frente a nuestra condición de seres de tamaño insignificante en la inmensidad del universo. “En lo que parece que discrepo de algunos de mis amigos –señalaba Ramsey– es en que atribuyo escasa importancia al tamaño físico. No me siento en absoluto poca cosa frente a la vastedad de los cielos. Las estrellas puede que sean enormes pero no pueden pensar o amar; y estas son las características que me impresionan, mucho más que el tamaño. Y no es porque pese cerca de 240 libras.”
((Frank P. Ramsey, The foundatios of mathematics, Londres, Routledge, 2000.))
En 1972 el mismo Bernard Williams publicó Morality. An introduction to ethics, un librito sobre la materia, introductorio pero extraordinariamente denso y sugerente. En él Williams se revolvía contra lo que denominaba la “herejía del antropólogo”, posiblemente la “más absurda concepción que se haya defendido en filosofía moral”, añadía. Esa forma de relativismo surge de la combinación de tres proposiciones:
1) Que “correcto/válido” desde el punto de vista moral solo pueden entenderse como “correcto/válido para una sociedad”.
2) Que “correcto/válido para una sociedad” solo puede entenderse “funcionalmente” y que por ello
3) Es incorrecto condenar/interferir, etc. con las prácticas de otras sociedades ajenas a la nuestra.
Se trata del “relativismo vulgar” que abrazan, implícita o explícitamente, la mayoría de mis estudiantes.
Frente al embate de Williams: ¿tiene alguna defensa posible el relativismo?
1) La respuesta afirmativa viene de la mano de una constatación fáctica teorizada por la antropología estructuralista de Claude Lévi-Strauss. Así, en Tristes trópicos afirma que: “en la gama de posibilidades abiertas a las sociedades humanas, cada una ha hecho determinada elección […] estas elecciones son incomparables entre sí: en diferentes escalas tienen el mismo valor […] Sociedades que nos parecen feroces desde ciertos puntos de vista pueden ser humanas y benevolentes cuando se las encara desde otro aspecto”.
{{Claude Lévi-Strauss, Tristes trópicos, Barcelona, Paidós, 2006, p. 486-488.}}
Tal constatación nos remonta a Heródoto o Protágoras y también nos trae hasta la Asociación Americana de Antropología, que en 1947 se opuso a que se declarasen como “universales” ciertos derechos humanos: distintos pueblos tienen distintas “moralidades”, mores, costumbres, y, además, no ha existido nunca una moralidad universal. Los griegos cremaban a sus muertos mientras que los calacios tenían por costumbre comerse a sus padres una vez fallecidos, de tal suerte que si un griego afirmara “la cremación de los cadáveres es moralmente correcta” y un calacio sostuviera que “la cremación de los cadáveres es moralmente incorrecta” los dos estarían en lo cierto. “El desapego por la memoria del difunto que podemos reprochar al canibalismo –señala Lévi-Strauss a propósito de la antropofagia ritual– no es ciertamente mayor –bien al contrario– que el que nosotros toleramos en los antiteatros de la disección.”
{{ Ibid., p. 488.}}
Y es que, remacha aquel: “Vivimos en varios mundos, cada uno más verdadero que el que contiene, y él mismo falso en relación con el que lo engloba.”
((Ibid., p. 515.))
¿Pero cómo puede ser? A primera vista nos parece que la cuestión acerca de si debemos o no cremar los cadáveres tiene que tener una respuesta, y que si A afirma que una práctica (P) está permitida y B sostiene que está prohibida existe un desacuerdo moral que se saldará con uno de los dos teniendo razón.
No tan rápido, ha dicho J. David Velleman.5
{{J. David Velleman, Foundations for moral relativism, Cambridge, Open Book Publishers, 2013.}}
Un desacuerdo existe, y por tanto la imposibilidad de afirmar “P es verdadero y P es falso”, bajo la asunción de que se comparte un terreno común: que las distintas comunidades o sociedades humanas convergen sobre los modos mismos de pensar sus prácticas y cómo vivir, y esto, concluye Velleman, es ya una forma de universalismo que no tenemos por qué aceptar de saque. Así, pudiera ocurrir que, como en el caso de los habitantes de la isla de Sentinel del Norte, seamos tan extraños recíprocamente los unos para los otros como para no disponer siquiera de las condiciones mínimas que permitan la posibilidad del desacuerdo.
Ello sería así porque hay acciones o comportamientos que otra comunidad ni siquiera ha podido plantearse. ¿En qué sentido cabe decir que los sentineleses desatienden la educación de su infancia? “Educar” es un complejo haz de prácticas y reglas, pero todas las acciones, incluso los comportamientos aparentemente más nimios, triviales o sutiles –moverse, estar distraído o concentrado– o los más aparentemente universalizables –comer o beber– son construcciones sociales. Y es que, para empezar, las acciones, conductas o prácticas desplegables dependen de un repertorio conceptual disponible, un compartido sistema de “tipificación”. ¿Cómo podríamos recomendar a los sentineleses que disfruten del paisaje o de la práctica del montañismo? Llegar a transmitirles nuestra valoración de lo atroz que supone el sacrificio ritual de seres humanos presupone que los sentineleses mismos consideran que “hacen” o “deciden” entre cursos de acción posibles, y no tiene por qué ser el caso.
Todo ello explica cómo puede resultar plausible la actitud de mis estudiantes: “el sacrificio ritual de niñas es atroz para nosotros pero es correcto moralmente para ellos”. Volvamos a Frank P. Ramsey. Él mismo se considera “pesado” por pesar más de cien kilos, pero su condición no es universalizable sino dependiente de cómo opera la ley de la gravitación en nuestro planeta. Algo parecido ocurriría, insiste Velleman, con la capacidad motivadora de esos mores o prácticas evaluadas moralmente: las razones para la acción son sensibles a las diferencias entre comunidades, como lo es la velocidad con la que acelera un objeto dependiendo de su ubicación y por tanto del valor de la gravedad. “Lo que juega el papel de Tierra en nuestro universo evaluativo es la interacción personal con los miembros de nuestra comunidad, la cual es posible por la mutua capacidad de interpretación, la cual es posible por la convergencia en ciertas actitudes ordinarias. El marco de referencia evaluativo de la comunidad se establece por nuestra inclinación hacia la sociabilidad junto con los modos compartidos de pensar, sentir y actuar…”
((Ibid., p. 72.))
Así, preguntarnos en abstracto por las “buenas razones para…” sería tan absurdo como preguntarnos las direcciones correctas para llegar al Sol o cuál es el peso universal de Ramsey.
2) La moralidad no es ni una cuestión de gustos ni de reglas de etiqueta, sino que sus normas tienen una “especial fuerza motivadora”. Así, “niño, despide a las visitas” nos parece una instrucción radicalmente distinta a “niño, deja de torturar a tu vecino”. De otro lado, las razones morales no son “puramente funcionales”. Cuando afirmamos “debes o no debes” moralmente hacer P no estamos siguiendo el manual de instrucciones de la lavadora, de acuerdo con el cual “si quieres lavar ropa de lana debes presionar el botón de temperatura a 20 grados”. Se dice por ello que las razones morales son razones últimas.
El relativista vulgar que afirma dicha funcionalidad arguye que las comunidades humanas precisan de una argamasa axiológica sin la que no existirían, pero esto, como señala Williams, no puede tomarse al pie de la letra: la supervivencia de la comunidad formada por los sentineleses no es sino la supervivencia de los individuos que forman dicha comunidad y sus descendientes. Parafraseando el propio ejemplo que emplea Williams, cuando los nacionalistas catalanes se refieren a la supervivencia del catalán como condición de la supervivencia de Cataluña, pareciera que la desaparición del catalán fuera “literalmente letal”. Para el caso, el español, o las corridas de toros si nos referimos a la sociedad española. Todo ello, claro, a salvo de que definamos “España” como “comunidad en la que el sacrificio festivo de los toros es moralmente válido”, con lo que se incurriría en una odiosa tautología.
3) ¿Por qué sería incorrecto interferir en los sacrificios rituales de las niñas que se pudieran llevar a cabo en la isla Sentinel del Norte?
Es en este punto donde una muy buena parte de mis sufridos estudiantes –que son perspicaces, conste– empiezan a intuir dónde reside el problema de su planteamiento: si uno defiende la tolerancia o el principio de no-intervención lo hace desde un punto de vista que trasciende a su comunidad, esto es, no dependiente de, o relativo a, una determinada sociedad (la suya), pues si no fuera el caso no tendría absolutamente nada que decir a quien, en su comunidad, dijera: “la invasión de Sentinel del Norte y la liberación de todas las niñas es moralmente correcta para nosotros”. Objetar a una afirmación semejante exige abandonar el relativismo, es decir, no se puede ser tolerante a la manera del relativista, y es por esa combinación de nuestras proposiciones 1), 2) y 3) por lo que Bernard Williams tildaba al relativismo moral de absurda posición filosófica.
Mis estudiantes, como los relativistas vulgares en general, no son ni escépticos ni nihilistas morales (“tienen valores”, como acostumbra a decirse), pero hacen bien en insistir en que nuestros juicios morales no tienen la condición universal u objetiva que tienen las proposiciones que describen el mundo, ni la misma condición de falsabilidad. En un mundo sin seres humanos, vienen a intuir, la gravitación persiste, pero en un mundo en el que no estamos no hay maldad, bondad o corrección moral. “Dos cosas llenan mi ánimo de creciente admiración y respeto a medida que pienso y profundizo en ellas: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí”, afirmó célebremente Immanuel Kant. Esa misma es en el fondo la admiración que justificadamente sentía el voluminoso Ramsey: nuestra condición de “agentes morales” insignificantes en y para el Universo.
Puede haber normas ubicuas, sostiene Velleman, como el tabú del incesto, una prohibición válida para toda comunidad y perspectiva, pero no universal u objetiva en el sentido de “válida desde toda perspectiva” como lo son los axiomas de la geometría, con lo que en último término torna en crucial la determinación de la comunidad de referencia.
Como antes indicaba, apenas hemos tenido contacto con los sentineleses, y sin embargo nos conmueven sus circunstancias y su destino porque finalmente nos cabe reconocernos en una compartida “humanidad”. Mis estudiantes, ustedes que leen estas páginas apresuradas, se trastornan ante la idea de esas pobres niñas siendo ritualmente sacrificadas de la misma manera en la que, como apunta Bernard Williams, se sobrecogieron Hernán Cortés y sus huestes cuando conocieron los sacrificios humanos que practicaban los aztecas. Esos “sentineleses” de entonces no eran animales salvajes sino que conformaban con nosotros un “nosotros”, un “todos”. Y si uno lo piensa bien, sacrificar a un ser humano inocente como rito es moralmente injustificable (para cualquiera de nosotros).
La pregunta es, claro, qué significa “pensar bien”. Una tentativa de respuesta, empero, habrá de quedar para otra ocasión. ~
Pablo de Lora es catedrático de filosofía del derecho en la Universidad Autónoma de Madrid. Es autor de "Lo sexual es político (y jurídico)" (Alianza, 2019).