Cuando me preguntan por la maternidad, suelo decir, citando al personaje de Pamela Adlon en Better things que dura para siempre y va muy despacio. (Cuando me preguntan si compensa digo que sí: por los triángulos de nutella de las fiestas de cumpleaños.) Pienso en Adlon pero lo veo en mi madre, que me acompaña a bolos por pueblos de la provincia de Zaragoza o se pasa toda la tarde en el patio del colegio de mis hijos mientras se suceden muestras de extraescolares, de circo a balonmano –partidillo entre padres y alumnos con la advertencia del director: los padres que vayáis a jugar, haced el favor de calentar que luego os dan tirones– pasando por teatro, gimnasia rítmica o aikido.
En una de esas demostraciones de que la maternidad es un trabajo para toda la vida, viene conmigo de copiloto en su furgoneta a un club de lectura en Alcañiz. Conduzco yo, ejem, y tenemos un primer percance –amago de en realidad– y lo hago bastante bien, quiero decir que no morimos –¿será porque hemos puesto a Jonathan Richman?– y no se me cala el coche en las curvicuestas de Azaila ni al cruzar Híjar –sonaban The Wave Pictures entonces–. Pero no me atrevo a callejear por Alcañiz así que mi madre y yo nos cambiamos el sitio. Le digo que sudo de los nervios en cuanto me siento al volante mientras se regula los espejos. Encontramos aparcamiento cerca de la librería donde tengo que hablar, hay que maniobrar un poco, nos guía un señor desde un coche. De camino a la librería escucho un audio de mi amigo S en el que me cuenta que mientras estaba comprando el libro que le recomendé con tanto entusiasmo –Deborah Eisenberg– alguien esperaba para llevarse el mío. Así que él no ha podido evitar presumir de que era yo quien le había recomendado el libro que se estaba llevando. En realidad lo que tenía ganas de decirle a la compradora es que el amigo S era él.
Nos tomamos un café en un bar-restaurante de comida china. Luego, cegada por la adrenalina de haber conducido yo, me compro una gorra que lleva un flamenco dibujado. A mi hermana le parece bien, a mi amiga A, que es de redneck. Decido no mandarle la foto a Barreiros. En casa, diré que me hace parecer votante de Trump y mi hija mayor me preguntará asustada si de verdad voy a votar a Trump.
Volvemos de noche. Le digo a mi madre que quizá sea mejor que conduzca ella. Dice que no ve de noche. Yo no sé conducir, le digo. Milagrosamente seguimos la dirección adecuada para salir de Alcañiz. Le digo que no me sé el camino. Responde que lo único que tenemos que hacer es desandar la ida. En la carretera llamamos a mi hermana, nos contesta enfadada, la hemos despertado. Miro de vez en cuando el espejo y me asusta lo negro que se ve todo. Solo al llegar a Zaragoza, me doy cuenta de que no lo había vuelto a regular y que lo negro que veía no era la noche sino el cabecero de los asientos.
Mi madre me deja en casa y sigue su camino hacia la suya. ¿Pero no dices que no ves de noche?, pregunto. De aquí a casa puedo, la furgoneta se sabe el camino, responde.