Los disturbios de los últimos días en Londres y otras ciudades inglesas han dejado a gente sin hogar, han destruido y desvalijado negocios y se han cobrado la vida de varias personas. Hay decenas de heridos; el martes, se calculaba que los daños en Londres superaban ampliamente los cien millones de libras. La imagen que dio Reino Unido en los primeros días era el de un lugar desbordado y su aparente incapacidad para controlar la situación favoreció la creación de patrullas de vigilancia. El detonante de los disturbios, producidos en barrios de clase media baja, fue la muerte de un joven a manos de la policía. Pero el nexo lógico que lleva desde el escándalo por un episodio siniestro –que está siendo investigado- a entrar en una tienda para robar zapatillas resulta un poco frágil. The Guardian, de centro-izquierda, habla hoy de la “condena universal” a los disturbios. Yo también pensaba que era imposible que se intentase articular una justificación del vandalismo, pero está visto que hay gente para todo. Las diferencias son claras, pero algunos defensores del 15-M han emparentado pintorescamente los sucesos en Gran Bretaña con la protesta discutible, demagógica y narcisista, pero claramente política y mayoritariamente pacífica, de los indignados españoles.
Esta “mezcla de rabia incoherente, matonismo de bandas y caos adolescente” –en palabras de Kenan Malik– me recuerda más a las revueltas de las barriadas francesas de 2005. Siempre existen razones para el descontento: solo hay que buscarlas. The Economist citaba el elevado paro juvenil (30 % en algunas de las zonas afectadas), la desigualdad económica; se mencionaba también el fracaso escolar. Era fácil pensar en Chavs. The Demonization of the Working Class, donde Owen Jones habla de una “supuesta clase marginal de gente pobre, poco educada, muy fecunda, violenta y amoral”. Anne Applebaum añadía una especie de resaca del Estado del bienestar, que habría creado una generación de jóvenes acostumbrada a vivir de las ayudas del gobierno y convencida de que merece más.
Otros comentaristas han señalado una fractura social, la obsesión consumista o el fracaso del multiculturalismo, que se habrían producido sobre un fondo de tradiciones británicas reivindicativas, música punk, buen tiempo e incluso novelas recientes que avisaban del desastre que se nos venía encima. Los ajustes presupuestarios causan más descontento social que el desempleo o una economía renqueante y, aunque los recortes de Cameron han sido progresivos y todavía no se han sentido mucho, un gobierno conservador parece facilitar las protestas –y nos recuerda que, como ocurren siempre en Inglaterra, es muy posible que la culpa de todo la tenga Margaret Thatcher. El corresponsal de El País hablaba del “factor psicológico o mental que alimenta la furia juvenil: la convicción de que las cosas no solo están mal, sino que todo estará peor porque la biblioteca de la esquina va a cerrar, el centro social va a ofrecer menos servicios, las ayudas a la vivienda se van a ver reducidas”. Está claro, como ironiza Cristian Campos: cierran la biblioteca del barrio, desmantelan el Estado del bienestar, así que me voy a robar un reproductor de dvd y a quemar la tienda de la esquina.
Hasta ahora los acontecimientos parecen desmentir algunas de esas explicaciones: en las imágenes se ven jóvenes blancos, negros y asiáticos. Si la importancia del chat de Blackberry en la orquestación de los disturbios es cierta, los alborotadores tenían un móvil chulo, por lo menos. Aunque en general no han encontrado nada que robar en librerías (sí han tenido tiempo de atacar una de temática gay y lesbiana), los artículos sustraídos en otras tiendas no eran de primera necesidad: tampoco parece cuestión de hambre. Un artículo de Financial Times contaba que, según fuentes oficiales, muchos de los participantes en las revueltas son delincuentes habituales, conocidos en los barrios. Los problemas de cohesión social existen y necesitan soluciones, pero, de momento, no se han oído peticiones políticas: solo hemos visto una orgía de destrucción, alimentada por una sensación de impunidad y una falta absoluta de empatía hacia los demás ciudadanos. Es un fenómeno criminal, peligroso y profundamente desasosegante. El gobierno británico hace bien en comenzar por atajar la violencia.
Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).