El fin del mundo, etc.

La crisis parece empeñada en instalarnos en el desánimo. Pero los problemas no deben hacernos olvidar que, en muchas cosas, el mundo mejora.
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Una de las peores cosas de la crisis es que nos hace más egocéntricos. En nuestro país, se combinan las tribulaciones europeas y disfuncionalidades específicamente españolas. Todo eso lo cuentan unos medios que a menudo mezclan su propia crisis con la crisis general. En España, lo amplifica una oposición totalmente desnortada: su discurso es anunciar el final inminente de un modelo idealizado de bienestar. Cuando la información y el análisis son más ricos que nunca, todos intentamos hacernos oír en medio del ruido. Si uno quiere que le hagan un poco de caso, lo mínimo es anunciar el apocalipsis.

En muchas ocasiones, es bueno que suenen las alarmas porque nos permiten reaccionar. Y a veces esas alarmas deben ser exageradas para que surtan efecto. Pero también presentan otro peligro: el de la profecía autocumplida. Y esa profecía puede operar en muchas direcciones. Las malas noticias sobre la economía generan un círculo vicioso que acaba perjudicando todavía más a la economía. También suponen un empobrecimiento mental. A veces pueden distraernos de las cosas que, poco a poco, van mejorando, y apartarnos del buen camino.

Esta semana el Banco Mundial ha presentado un informe que dice que entre 2005 y 2008 la pobreza se ha reducido en todos los continentes por primera vez en un periodo de tres años seguidos. A pesar de la crisis, los objetivos de milenio de Naciones Unidas se han cumplido cinco años antes de tiempo. Aunque buena parte de ese avance se debe al crecimiento en países como India, Brasil y especialmente China, también destaca la mejora en el África subsahariana, donde la pobreza extrema cayó por primera vez por debajo del 50% de la población. Entre 1981 y 2008, la pobreza extrema pasó de afectar a más del 50% de la población de los países en vías de desarrollo a afectar a menos del 25%.

El número de muertes en combate por guerras entre Estados descendió de más de 65.000 en la década de 1950 a menos de 2.000 al año en esta década, según el Human Security Brief de 2006. En Europa occidental y en América, en la segunda mitad del siglo XX se ha producido un descenso vertiginoso en las guerras, los golpes militares y los disturbios étnicos de consecuencias letales. Steven Pinker, que ha publicado un libro importantísimo sobre el declive de la violencia, ha escrito: “La tasa de muertes documentadas por violencia política (guerra, terrorismo, genocidio y milicias) en la década pasada, unas centésimas de un uno por ciento, carece de precedentes. Aunque multiplicáramos esa cifra para incluir las muertes no documentadas y las víctimas de las enfermedades y hambrunas causadas por el hambre, no superarían el 1%”.

Ayer se celebró el día de la mujer. En las democracias occidentales las mujeres y los hombres son iguales ante la ley. Eso no impide que exista una brecha salarial o que las mujeres tengan dificultades para acceder a puestos directivos. Sin duda, son cosas que se deben corregir. Entre otras muchas restricciones, hasta hace unas pocas décadas las mujeres no podían ser jueces ni fiscales, ni abrir una cuenta en el banco, y hasta 1975 no se abolió la autorización marital para firmar un contrato laboral y ejercer el comercio. Hoy, en España, la vicepresidenta y portavoz del gobierno es una mujer, como la número dos del partido en el poder y la número dos del partido principal de la oposición. Eso no debe ocultar las desigualdades. Ni debe hacernos olvidar a los millones de mujeres que viven sometidas, que tienen menos derechos que los hombres, que sufren las prohibiciones de la religión y la tribu, que sufren la amputación, muchas veces física, de su sexualidad. Al contrario: ese progreso incompleto, como los avances contra la pobreza y la violencia, debe servir para recordarnos que no solo es una lucha que merece la pena, sino que objetivos aparentemente imposibles pueden alcanzarse.

No hay nada más fácil de ridiculizar que el optimismo. Un muerto de hambre, un asesinato político o una mujer sojuzgada son siempre una cifra demasiado alta. Y es difícil ver que debajo de cada dato de esas estadísticas positivas hay una persona que se ha salvado del agua sucia, del terror o de la opresión. Pero el fatalismo o el pesimismo son mucho peores: esas actitudes ciegas a los hechos son, además cínicas, cobardes y contraproducentes. En septiembre de 1945, cuando acababa de terminar la guerra más mortífera de la historia, y cuando la humanidad acababa de estrenar un arma de una capacidad letal sin precedentes, Albert Camus escribía: “Una filosofía pesimista en esencia una filosofía desalentada, y quienes no creen que el mundo es bueno están condenados a aceptar servir a la tiranía”.

[El título es de Mariano Gistaín.]

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Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).


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