Imagina que un aliado de España, y colaborador esencial en la lucha contra el terrorismo desde hace muchos años, emprende una intervención militar en un país cercano para combatir el terrorismo islámico. Y, ya que estamos, imagina que un gobierno español de izquierda hubiera permanecido indiferente. La derecha española no habría tardado en acusar al gobierno de deslealtad y complacencia con un movimiento fanático y una amenaza para nuestro país. Sin embargo, aunque haya razones para dudar de otras muchas cosas, nadie ha expresado la menor duda del compromiso del Partido Popular con los valores occidentales y de su oposición al terrorismo.
Durante meses, todo lo que ha hecho Mario Monti era inteligente, mesurado, elegantemente maquiavélico. Sabe “medir los tiempos”, y durante un rato parecía claro que estaba al servicio de un bien superior. Ya se sabe: era un tecnócrata, pero manejaba los resortes de la política mejor que los políticos. No tarda, sino que espera el momento oportuno. En cambio Mariano Rajoy es indeciso, poco trabajador y nada resolutivo. Un señor de casino de provincias con un puesto por encima de sus capacidades, que sin duda preferiría ver el fútbol a estar haciendo cualquier otra cosa, y que piensa que el tiempo lo cura todo. Tiene “piel de rinoceronte” y es el gallego proverbial que te encuentras en la escalera: hace unos días, en aparición mariana en pantalla de plasma, negó con firmeza el confuso asunto de la supuesta contabilidad B de su partido, pero luego matizó que todo era falso, salvo alguna cosa, y esta semana ha ensalzado las virtudes del derecho a no decidir, que, parafraseando a Bob Dylan en “Love Minus Zero/No Limit”, también es una decisión.
Barack Obama, en cambio, es un hombre cerebral y analítico, tan seguro de sí que usa pocos pronombres de primera persona. Las listas de enemigos a los que se puede abatir son una demostración de cierto talante pragmático, frente a la mentalidad de Bush y sus halcones. Es posible que haya algo de verdad en todo esto: me gusta la ironía de Monti, la guerra contra el terror de Bush fue muy perjudicial para la democracia occidental, y la opaca combinación de paternalismo y ausencia de Mariano Rajoy hace que los españoles nos sintamos encerrados en una novela de Juan Marsé, y no de las mejores. Esta costumbre está muy extendida y conduce a errores y exageraciones. Jonás Trueba la resume en una fórmula: “Lo que se presupone se impone”.
En el mundo de la cultura, que tiene una tendencia inevitable a lo intangible y lo esotérico, es muy frecuente. A veces parece que el éxito es pasar de ignorado a sobrevalorado y vemos que los escritores o los cineastas pillan una buena ola, como un surfista, y durante un tiempo (depende de la climatología, supongo) todo lo que hacen es rabiosamente personal, profundamente humano o deslumbrantemente provocador, según el tipo de surf que practiquen. A la tosquedad de algunas de las últimas películas de Clint Eastwood se le llamaba narración clásica. He conocido casos de escritores que decían que vendían muchos libros: nadie se tomaba la molestia de comprobarlo, pero eso aparecía siempre en las notas de prensa, que dedicaban más espacio a un autor que vendía tantos libros, quien, a su vez, tenía la oportunidad de vender más libros porque tenía más espacio. El éxito en el extranjero es también uno de esos grandes clásicos: sé de grupos que tocaron unas cuantas veces en garitos de mala muerte en Estados Unidos y volvieron a casa presumiendo del éxito de su ambiciosa gira norteamericana, y recientemente hemos asistido al episodio rocambolesco de una escritora que presumía de elogios del New York Times que, vaya, nunca habían aparecido en ese diario.
A veces las cosas se gastan –se suponía que Alfredo Pérez Rubalcaba era un estratega brillantísimo y que Rodrigo Rato era un gestor maravilloso, y no creo que ahora esa opinión genere tanto consenso–, pero a menudo la imagen resulta muy sólida frente a los desmentidos de la realidad. Hay quien sigue considerando a Esperanza Aguirre una liberal, pese a que el intervencionismo económico, la inversión en propaganda, la subvención a lo que se consideraba afín (desde unas jornadas católicas a una película patriótica de José Luis Garci), y el control férreo de los medios de comunicación han sido algunos de los elementos más destacados de su gestión. Entre paréntesis recoge algunas mordidas de Roberto Bolaño, pero eso no erosionó la fama de insobornable que tenía ese gran escritor. En mi ciudad se cerraron hace poco unos cines Renoir. Fue una pena y existe una campaña para reabrirlos en forma de cooperativa: sería estupendo que tuviera éxito y serviría para que se estrenaran películas interesantes que ahora no llegan. Esas salas contribuían a la diversidad, pero cuando la gente elogia nostálgicamente su apuesta por el cine en versión original parece olvidar que hacía años que las películas no dobladas eran una presencia menor en su oferta (últimamente, limitada a una sola película un día a la semana). Christopher Hitchens, que recordaba el principio de la escolástica católica según el cual “lo que se recibe se recibe al modo del recipiente”, escribió: “El mayor triunfo que pueden ofrecer las relaciones públicas modernas es el éxito trascendente de que tus palabras y acciones sean juzgadas por tu reputación, y no al revés”. En caso de duda, siempre se puede echar la culpa a los medios y al declive alarmante de los estándares: es una opción muy socorrida. Pero estos atajos conceptuales, que a menudo nos distraen de los hechos, no solo facilitan la vida de los escritores, sino también la de los lectores. Los tomamos muchas veces sin darnos cuenta y pueden desorientarnos completamente.
Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).