Carolina

El relato de una cena de despedida que es al mismo tiempo una reflexiรณn sobre la soledad.
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El horno de la estufa estรก encendido. Lo primero que me pone a hacer es pelar las zanahorias. Carolina hace el primer corte para enseรฑarme cรณmo cortarlas en palitos para acompaรฑar el humus. La cocina de la casa a la que se mudรณ es mรกs o menos amplia para las dimensiones reducidas que se acostumbran en Nueva York. Es un amplio departamento en el centro de Brooklyn, al que llegรณ desde Santiago de Chile y al que regresรณ despuรฉs de vivir conmigo. Tiene una isla y gabinetes blancos y sobre estos hay una fotografรญa grande (muy famosa) de los pasillos de un supermercado. Ahora me pone a cortar pimientos enanos rojos, amarillos y naranjas que se rellenarรกn de calabazas picadas con una mezcla de queso parmesano y feta, que se le ocurre al mirar dentro del refrigerador. Yo estoy sentada en un banco y ella se mueve de un lado a otro: pone agua a hervir, lava las verduras, corta los quesos. En la misma charola de aluminio donde van los pimientos rellenos, que tendrรฉ que comer aunque me parezcan muy amargos, coloca un รกrbol de kale que celebro como una niรฑa pequeรฑa cuando sugiere tostarlo.

A pesar de que es de noche, un gran tubo de acero taladra una calle cercana. La velocidad de la penetraciรณn es sonora y dolorosa. Le pregunto, como si no me importara, exagerando el interรฉs, por el chef con el que ha estado acostรกndose, que se enamorรณ mรกs o menos de ella y al que ella mรกs o menos aconsejรณ, como toda una neoyorquina, que no confiara en que ella desarrollarรญa mรกs sentimientos por รฉl que el cariรฑo y el deseo que ya siente. “El tema –dice– se resolviรณ cuando le dije que me iba; asรญ empecรฉ a irme de aquรญ.”

Tomamos tรฉ de menta porque yo no puedo beber alcohol, tengo una vena tapada en el brazo izquierdo y me administro un coctel de antibiรณticos y anticoagulantes que me permite jugar el papel de enferma; de lo contrario habrรญamos tomado algรบn vino tinto que me habrรญa alegrado la cena. En un refractario de cristal estira salmรณn barato.

Carolina cocinaba casi todos los dรญas cuando vivรญamos juntas en mi departamento al norte de Brooklyn. Por ella aprendรญ a preparar cuscรบsy quรญnoa, que a mรญ nunca se me habrรญa ocurrido comprar en el supermercado al que รญbamos los lunes por las noches, cuando salรญamos cada una de su universidad, yo de clases y ella de trabajar; cenรกbamos en un diner special hindรบ al que los comensales pueden llevar su propio alcohol y que nos quedaba de camino hacia el metro para salir de Manhattan.

En la casa donde crecรญ se cocinaba poco; a mi madre se le queman las quesadillas y mi padre sabe hacer huevos fritos, hot cakes de caja, que voltea en el aire, y su tortilla de patatas, prueba de su otra nacionalidad. Ella, en cambio, creciรณ con su abuela, quien le transmitiรณ la sabidurรญa para experimentar con la lรณgica de los sabores, una sensibilidad milenaria para combinar las hierbas y los aceites, segรบn los granos o las carnes. Yo le aprendรญ a Carolina a crecer hojas de albahaca para molerlas y sazonar el queso ricota o a tostar las semillas de girasol –a las que ella llama semillas de maravilla– para esparcirlas sobre las ensaladas; las primeras veces que realicรฉ aquella labor se me quemaban porque me distraรญa, pero con el tiempo aprendรญ a ser cuidadosa.

Con las manos ocupadas, hablamos de mi problema de circulaciรณn: aprovechando el regreso me atenderรฉ en mi paรญs. Tengo la cita con el hematรณlogo al dรญa siguiente de que aterrice en la ciudad de Mรฉxico. Me comprometo a mandarle un correo para contarle si serรก necesaria la operaciรณn. Ojalรก que no, dice.

Ella estรก bien, se ve tranquila, lo que entre nosotras significa la victoria. No tiene una sola arruga, si acaso las ojeras son mรกs oscuras y supongo que el suรฉter holgado, mรกs que una moda, es una estrategia para esconderme cierta grasa abdominal. Lleva tenis negros y pantalones de mezclilla embarrados en tonos oscuros y claros como se usaban en los ochenta. Yo sigo hablando y vaciando pequeรฑos pimientos, ella tira los esqueletos en el bote de la basura. Le pregunto cรณmo estรก, con este tono extendido que pregunta realmente cรณmo estรก, una vez que atravesamos las capas de obviedad y cuidando mi obsesiรณn por las relaciones que Carolina tiene con otras personas. Desde que se fue de mi casa, me prohibรญ hacer el tipo de preguntas cuyas respuestas mencionen a esas personas mรกs cercanas a ella que yo –que cuando se vaya organizarรกn cenas รญntimas para despedirla y llorarรกn en el aeropuerto–. A mรญ, no creo que nadie se ofrezca a llevarme.

Quiere saber cuรกndo me regreso aunque mi regreso y su regreso no tengan nada que ver. Me imagino que en alguno de sus cuadernos ha dibujado un mapa conceptual a colores para los pendientes que tiene que resolver antes de irse: pagar deudas, vender muebles y la bicicleta, cerrar cuentas, visitar museos, comprar libros y pelรญculas, despedirse de sus amigos, entre ellos yo; mi nombre en uno de varios circulitos de ese meticuloso mapa. “A finales del verano –respondo–, seamos honestas, siempre he querido regresar.” Asiente con la cabeza, agranda los ojos, como si hubiera llegado el momento de la verdad, ese momento que debatimos tantas madrugadas. No estรก preocupada por mรญ. Se alegra de cualquier manera y yo sรฉ que, aunque no me lo diga, se alegra de que yo tambiรฉn me vaya porque tal vez sienta que no es la รบnica que se va.

Para no hablar de ella me pregunta por mi programa de radio (hace mucho tiempo que no lo escucha) y por mi madre, que hoy mismo volรณ a Mรฉxico despuรฉs de visitarme para las vacaciones de primavera. “Tal vez ha sido el รบltimo viaje que hago con ella, la encontrรฉ vieja, con el cuerpo colgรกndole, arrastrรกndolo –respondo–. Fuimos a Washington una semana. Mi madre tenรญa el brazo derecho enyesado; se lo rompiรณ en el hospital cuando llevรณ a mi padre porque a รฉl no dejaba de sangrarle la nariz. Los dedos de la mano del brazo roto se amorataban por la presiรณn del yeso y el frรญo los despellejaba. Le quitan el yeso maรฑana.”

Le cuento que, en el pequeรฑo bloc de notas con el logo del hotel, mi madre apuntaba con letra infantil los gastos que yo hacรญa con las dos manos, para pagรกrmelos al final del viaje. Podรญa baรฑarse sola pero yo le abotonaba las camisas y los suรฉteres, se sentaba en una silla frente al espejo y me daba instrucciones para peinarla; le ponรญa el abrigo y le prendรญa los cigarros mentolados, deslizaba su tarjeta en el torniquete del metro y le cortaba la comida en pedacitos. En las madrugadas me despertaba con sus ronquidos, como burbujas de mocos reventรกndose dentro de su enorme nariz; algo hierve ahรญ adentro. No se lo dije a Carolina, pero cuando dormรญa en posiciรณn fetal, en la misma cama que mi madre, una de mis rodillas alcanzaba su espalda baja y el dorso de mi mano rozaba la piel apiรฑonada, de poros sin fondo, del brazo sano de mi madre. Mi primera piel. No me atrevรญ a tomar su brazo con mi mano.

Le cuento que a mi madre ahora, de repente, serรก por la vejez, le da por hablar en francรฉs. Mis padres hablaban en francรฉs cuando no querรญan que mi hermana y yo los entendiรฉramos; nos recordaban que nosotras habรญamos llegado tarde a sus vidas, despuรฉs de Parรญs. Ese Parรญs que mi madre tratรณ de mostrarme hace quince aรฑos entre la nostalgia y el cansancio de nuestro primer viaje solas. Tal vez, le digo a Carolina, este รบltimo viaje fue la primera vez que no espero mรกs de ella. Voy a escribir sobre mi madre ahora que nos hemos deshilvanado. Me dice que los hijos tardan unos meses en entender que el cuerpo de la madre no es su propio cuerpo y enseguida me pregunta si en Washington los cerezos han florecido, mientras se sienta en un banco al otro lado del counter de la cocina, al cual ella llama isla.

El kale al horno es delicioso, repetimos. A ella tambiรฉn le desagradan los pimientos y nos permitimos comer solo el relleno y tirar los gorritos de colores a la basura orgรกnica.

Carolina llegรณ hace cuatro aรฑos a Nueva York, yo lleguรฉ un aรฑo despuรฉs. Ella habรญa habitado mรกs casas y tenรญa mรกs relaciones pero coincidรญamos en cierta tristeza que nos dedicamos a deshebrar en equipo por un aรฑo. Aprendimos a catar mariguanas de la costa oeste para navegar la curiosidad que despertaba la exploraciรณn de nuestras respectivas soledades. Leรญamos pasajes de Bill Viola y de Lina Meruane para amasarlos hasta que tuvieran forma de filosofรญa de vida. Tratรกbamos de perdonarnos, como alcohรณlicas en rehabilitaciรณn, las malas decisiones que cada una habรญa tomado para hacer las paces con nuestra adultez. Hablรกbamos de nuestros exnovios y de la cocaรญna por la que nos dejaron. Dรกbamos vueltas y vueltas a la pista del parque McCarren en las madrugadas, mientras los hipsters blancos dormรญan; los detestรกbamos y nos atraรญan al mismo tiempo, debajo de esa contradicciรณn envidiรกbamos la naturalidad con la que ellos se desenvolvรญan sin aparente nostalgia; nosotras no รฉramos suficientemente prรกcticas y รฉramos demasiado contemplativas.

Yo me encomendรฉ a Carolina como a una tabla de salvaciรณn por mi dificultad para relacionarme con los habitantes de Nueva York. Si ella me querรญa y me valoraba, habรญa una pizca de normalidad en mรญ. Fue la รบnica persona a la que no tuve miedo de decepcionar; el รบnico cuerpo que se observaba mutar con la misma paciencia que me escuchaba narrar las deformaciones propias.

Los platos se vaciaron. Llega un rubio que vive en una de las habitaciones del departamento. Entra a la cocina para tomar agua y le pregunta a Carolina por su dรญa sin mirarme una sola vez. Ella no me presenta. Tengo que preguntarle al gringo a quรฉ se dedica para intentar que me incluya en la conversaciรณn. Responde que es abogado para una organizaciรณn que defiende algรบn tipo de derechos humanos y procede a ignorarme de nuevo. Cuando sale de la cocina exclamo que me parece guapo y ella me dice que รฉl habla espaรฑol. Ah, ¿sรญ? “Sรญ, bastante bien.”

Ella sirve otra jarra de tรฉ de menta y me pregunta por la novela. ¿Cuรกndo voy a enseรฑรกrsela? Mi relaciรณn con la escritura es abierta, contesto. Vine hasta aquรญ para comprometerme con esta pero me siguen distrayendo otras actividades. Sin embargo, me ocupo de mis textos con un cuidado lento, criรกndolos como hijos. No quiero mandarlos sin lunch a la escuela, no quiero darles dinero y que compren papas y refrescos, pues no tenemos cuerpos que aguanten una mala nutriciรณn. A mis treinta aรฑos ya se me tapรณ una vena, no podemos darnos el lujo de saturar nuestro cuerpo de grasas. Si mis textos son mujeres, casi puedo jurar que tendrรกn problemas hormonales como los tuve yo, mi hermana y mi madre. No podrรกn tomar anticonceptivos y tendrรกn que usar solo condรณn; si acaso tienen mala circulaciรณn, entonces tampoco podrรกn fumar (los estudios para comprobar si heredaron la sobreproducciรณn de coรกgulos son tan caros que serรก mejor no correr riesgos desde el principio). Si –como mi padre– tienen fragilidad capilar, tendrรกn que aprender a contener su sangre. Mi abuela muriรณ de cรกncer en el pรกncreas y la hermana de mi madre tuvo cรกncer en el รบtero, tenemos genes malditos.

Espero que no quieran gustarles a los demรกs, que no desarrollen cierta capacidad camaleรณnica que satisfaga las necesidades de quienes los lean solo porque tienen miedo al abandono. Ni quiero que tengan hijos solo para sentir amor incondicional, para ser el texto mรกs importante en la vida de otro; ni que huyan, de paรญs en paรญs, para sacudirse compromisos. Quiero que sean textos que se dejen querer, con relaciones sanas; que no acepten humillaciones y que sepan defenderse cuando otros textos mรกs atrevidos y mejor escritos, o tal vez cabrones, les bajen la falda en la escuela. Que no compitan con sus hermanos: con tan pocos textos, no creo sentir mรกs amor por uno que por otro. Que no beban mucho; prefiero que fumen mariguana. Ojalรก que no tengan que ir a psicoanรกlisis porque no tendrรฉ dinero para pagarlo. Carolina suelta una risa forzada.

Desde la otra esquina del departamento, uno de sus roommates, Giovanni, de 65 aรฑos, quien tiene el contrato de la casa, le grita preguntas a Carolina sobre cรณmo usar un programa de ediciรณn de video. Ella se levanta a responderle despuรฉs de sonreรญrme por la ternura que le causa que el viejo estรฉ aprendiendo a editar videos. (Siempre tengo que compartirla.) El techo es muy alto y no me habรญa dado cuenta de que lo recorren hilos transparentes de los que cuelgan ridรญcula y desordenadamente plumas negras y blancas, supongo que artificiales. Frente a la cocina hay un librero tambiรฉn blanco que cubre toda la pared, con una televisiรณn desconectada y muchos huecos que quedan entre pocos libros, que deben ser del viejo comunista de la esquina, a quien tambiรฉn le tengo celos.

Me quedo sola en la isla blanca con una taza de su tรฉ de menta, dentro de un espacio mรกs habitable que yo, con rastros de Carolina como si esta hubiera sido desde siempre su casa. Veo un sartรฉn que yo usaba para cocinar recetas fรกciles, los saleros con forma de gato y perro que compramos en un mercado de pulgas en un รกrea de Brooklyn, very whity, cerca del rรญo; la canasta de los condimentos y la maceta flotante que se dio a la tarea de colgar o que habrรกn colgado entre todos los que viven aquรญ. La espero reposando en mis articulaciones espesas, recuerdo que el doctor me dijo que mi corazรณn palpita menos de las cien mil veces que deberรญa por dรญa; me acompaรฑa el ritmo de la perforaciรณn de la tierra que en unos meses nos desecha.

Ya hemos cubierto el asunto de mi decisiรณn de volver, de mi vena tapada, la visita de mi madre y mi irresponsabilidad con la escritura. Hablamos ahora de su trabajo grabando el trabajo creativo de una poeta y pintora tambiรฉn chilena. La filma cuando pinta en su casa, cuando recita en eventos literarios, cuando escribe en los cafรฉs, la entrevista. La artista le paga por hacer videos que acompaรฑen sus presentaciones y es asรญ como Carolina, poco a poco, ha reunido mรกs material del que necesita para hacer su propio documental. De entre todas las obras de la artista, le llama la atenciรณn una pintura que tiene que repetir para un museo de Londres porque se perdiรณ la original. Le interesa el proceso frustrante de la artista para recuperar el trazo: lo estudia, lo copia, lo calca y lo pinta varias veces entre mentadas de madre.

Carolina parece madura, haciendo, muy lejos de mรญ, una cotidianidad que me alegra y me entristece porque no me necesita. Estรก igual de lรบcida que siempre, o mรกs. Escucho con atenciรณn su voz que se encoge, como si la prรณxima palabra fuera a susurrarla y todo lo que dijera fuera un secreto, pero nunca llegamos al secreto que contiene su cuerpo o mรกs bien nunca llego yo, si acaso estรก reservado para aquellas otras personas que conocen los matices de su voz. El pelo crespo se le ha desordenado. Lo lleva mรกs corto de un lado, si le estorba en la frente, se lo enrolla con el dedo รญndice. Hago una nota mental de cรณmo el cabello le obedece y usa la curvatura de sus rizos para cuando me sienta valiente y pueda escribir sobre Carolina, para apropiarme de ella, en el cuaderno triste donde hago acopio de mis fracasos.

Sus planes consisten en llevarse la documentaciรณn de la artista y empezar a seleccionar escenas en Santiago. Si consigue un trabajo como profesora en una universidad, se irรก en un mes; si no, en dos. En ninguno de los planteamientos menciona si volveremos a vernos para aprovechar que estamos en la misma ciudad, quizรกs, por รบltima vez.

Me esfuerzo por retener su imagen cuando ella no se da cuenta de que la observo, no importa que despuรฉs me duela recordar que no ha habido, en todas las horas que llevo en esta otra vida, una sola seรฑal de esperanza en nosotras. He atestiguado sin argumentos cรณmo se descompone nuestra relaciรณn en favor de la novedad, como todas las relaciones de esta ciudad. Sin quererlo ella ni quererlo yo, mi presencia le provoca culpa por abandonarme, una culpa que no se cuela a su itinerario cotidiano, un sentimiento que se desconfigura cuando no estoy, que se nos aparece en esta cena pero que es muy tarde para mencionar. Ella es una flor delicada que sabe esquivar conversaciones. No hablamos de por quรฉ se fue de la casa que compartรญamos. Si acaso yo le incomodaba nunca lo aceptรณ. No hablamos de sus demonios. No hablamos de por quรฉ una tarde regresรฉ a Nueva York y mi casa estaba deshabitada, sin ella y sin mi permiso. No hablamos de los sentimientos que no le cobrรฉ. No le digo que todos los dรญas aprendo que mi amor por ella es mรกs pequeรฑo que su libertad, ni hablamos de que yo nunca he sido correspondida. Lo que queda entre Carolina y yo es la distancia, calles y compromisos, y despuรฉs paรญses y horarios. Ese himen tembloroso de pasado que nos permite despedirnos se da esta noche por roto. Si no es la nostalgia, no habrรก tradiciรณn que nos reรบna.

Entra a la cocina una chica que resulta ser francesa y traductora de la onu, estรก quedรกndose en el cuarto de visitas. Habla un inglรฉs britรกnico sin rastro de otra nacionalidad, se lo decimos asombradas. No habla espaรฑol. Carolina y yo repetimos esa conversaciรณn sobre las diferencias entre su espaรฑol y el mรญo, que tantas veces hemos puesto en escena para otros extranjeros. Ella dice: “Los chilenos cambiamos la ese por la i en los verbos”, y yo digo: “Ha de ser porque estรกn tan lejos”; la misma razรณn por la que sospecho que los chilenos son tan seguros de sรญ mismos. Da un ejemplo: “¿Cรณmo estรกi?” Menciona mรกs violaciones al castellano: “Nos comemos los finales de las palabras.” Tienen una palabra, huevรณn, que sirve de sustantivo, verbo, adjetivo, digo yo, y agrego que en la universidad, donde doy clases de espaรฑol a alumnos de licenciatura, no contratan chilenos. Da otro ejemplo: “Putalahueeahueonnohuevees.” Pero los dos abusamos del diminutivo, completa ella. Esta vez me entero de que el mexicano es el segundo acento favorito de Carolina despuรฉs del colombiano, estamos a la par del peruano. Pienso, entonces, que siempre le ha parecido agradable mi forma de hablar y yo, carajo, no lo sabรญa.

La traductora nos invita unos mangos fascinada por haberlos encontrado en el mercado y Carolina advierte que a mรญ no me gusta la fruta. Yo levanto los hombros, I know I’m gonna die young. Propone que ahora que cumpla treinta aรฑos y vuelva a mi paรญs las pruebe todas hasta encontrar cuรกl es mi fruta, aplicando su idea motivacional del atleta espiritual.

No sรฉ si voy a quedarme a dormir, es la media noche, el tren G empieza a pasar cada vez menos y tengo el pretexto de las pastillas que como efecto secundario me dan sueรฑo. Podrรญa irme a casa, son apenas cuatro estaciones. Me ofrece quedarme si no me importa dormir con ella porque el cuarto de visitas estรก ocupado por la parisina. Me habrรญa ofendido dormir en otra cama pero nomรกs niego con la cabeza.

Atravesamos la sala hasta su cuarto, pasamos por detrรกs del viejo sentado al frente de su computadora, nos lanza un good night cantado que Carolina apura. Yo no respondo.

Su habitaciรณn no es muy diferente a la anterior. Una cama al centro contra la pared, la misma cubierta blanca de Ikea con tejidos de figuras geomรฉtricas, que ella comprรณ antes de conocerme; las mesitas de noche; la de su lado tiene el radio que sintoniza las noticias como despertador y que varias veces me sintonizรณ a mรญ los lunes a las diez de la maรฑana, cuando ella se interesaba por mรญ,me pedรญa canciones y comentaba si se me notaban o no los nervios por hablar en inglรฉs. En una esquina estรกn su escritorio con una computadora portรกtil y un monitor en el que la vi revisar cien veces su primer corto. Pregunto de quรฉ lado dormir: “Del opuesto al radio.” Me presta unos shorts deportivos que no habรญa visto y una playera que siempre me ha gustado, color lila con un nรบmero blanco en la espalda, que me pongo antes de quitarme los pantalones al momento en que ella mira su pantalla estimando cuรกnto tiempo de trabajo le queda. Le digo que me gusta mucho la playera. “¿Esa?”, dice con desprecio. “Sรญ, me encanta.” “Te la regalo, poh”, agrega sin voltear. Una playera menos que llevarse.

Me siento del lado que me asignรณ de la cama, cruzo las piernas. Tengo miedo de que escuche mi estรณmago revolverse. Tengo sueรฑo pero quiero alargar la noche. Le sugiero que trabaje un poco mรกs y yo termino un texto pendiente que me invento. Se pone los audรญfonos. Contemplo su silueta en contraste con la pantalla donde escribe los subtรญtulos de ese breve documental que fue su primera tarea en la escuela de cine y que por fin se animรณ a mandar a un concurso. Yo, en realidad, limpio el escritorio de mi computadora portรกtil. Arrastro al bote de la basura textos y artรญculos que no volverรฉ a leer, notas que ya no tienen sentido, algunas fotografรญas, programas de radio viejos y casi todos los archivos de mรบsica.

Se quita el audรญfono de la oreja mรกs cercana a mรญ y me pregunta, “God, isn’t it amazing? Es ‘Dios, ¿no es cierto que es increรญble?’ o ‘Dios, es increรญble, ¿no es cierto?’” “No –respondo– ‘Dios, ¿no es increรญble?’”, ese uso de la palabra cierto es muy chileno. Muy bien, celebra, y me arrimo a la orilla de la cama para serle รบtil como antes: traduzco todos los diรกlogos que le faltan. No me agrega a los crรฉditos. Antes de que apague la computadora me regreso a mi lado de la cama y me acuesto boca arriba, entrelazo las manos sobre mi estรณmago. Dejo pasar la รบltima oportunidad que tengo para decirle que la he extraรฑado sistemรกticamente y que le perdono que me haya huido. Me doy la vuelta hacia mi borde de la cama y me prometo no acercarme a su cuerpo en toda la noche, no rebasar el lรญmite del mรญo. ~

 

Publicado en nuestro nรบmero de octubre 2014 de la versiรณn para tabletas: Entre fronteras

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