Por la renovación de la cámara subjetiva

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Entre las hermosas cosas que el cine y el mundo nunca vieron está el primer largometraje de Orson Welles: una adaptación de Heart of Darkness de Joseph Conrad, filmada totalmente desde el punto de vista del protagonista, Marlow, un capitán que acepta un trabajo que lo llevará en busca de un hombre al corazón central de la negrura. Los primeros minutos de esa película procuraban entrenar al público en el arte de la cámara subjetiva –“as amusingly as possible”, acotó Welles en su guión–: desde la perspectiva de un pájaro, desde los ojos de un convicto que recibe la pena de muerte… “No te alarmes”, dice el narrador Welles, “no has cometido ningún asesinato. Pero la cámara eres tú, ese es tu ojo”.

El Heart of Darkness de Welles nunca llegó a filmarse –el guión, de 1939, puede bajarse aquí–, y acaso por una vez no sea hiperbólico decir que “la historia del cine hubiera sido muy distinta” de haber existido esta película. De entrada, Ciudadano Kane se habría retrasado varios años, y con ello quién sabe cuántos avances cinematográficos pudieron haberse integrado en su realización. Y la cámara subjetiva –ese recurso fotográfico que adopta como propia la mirada de un personaje– se habría graduado a “largometraje” de la mano de un genio en lugar de hacerlo ocho años más tarde con Robert Montgomery, un actor que probó suerte como director con la adaptación de otra novela: La dama del lago (Lady in the Lake, 1947). En este filme, basado en la novela homónima de Raymond Chandler, la cámara y la voz de Montgomery “interpretan” al detective Philip Marlowe. Lástima: el hecho de estar filmada completamente en toma subjetiva nunca pasa del gimmick, del truquito simpático –el tráiler de la película anunciaba: “1926, ¡la pantalla habla! 1927, ¡la cámara actúa!” Y la voz del avance agregaba: “Misteriosamente protagonizada por Robert Montgomery… ¡y usted!”–, que se repite interminablemente con cualquier variación al alcance: la cámara fumándose un cigarro (el humo sale por debajo del objetivo, como si Marlowe fumara por el pecho), la cámara recibiendo un golpe, la cámara mirándose “reveladoramente” al espejo.

La cámara subjetiva (o POV shot: punto de vista) todavía no estaba lista para su propio largometraje. Pero sí para formar parte de la paleta estilística de buenos directores. Hitchcock, por ejemplo, la usa con maestría en La ventana indiscreta (Rear Window, 1954) para hacernos partícipes de la imposibilidad de su protagonista de ver con claridad desde la cercanía; en De entre los muertos(Vertigo, 1958) la emplea para contagiarnos del miedo a las alturas de su personaje principal; y en la archifamosa escena de la regadera de Psicosis (Psycho, 1960), por un instante, para colocarnos ahí, dentro de la ducha.

Hacernos sentir ahí: ese es el fin de la cámara subjetiva. Sentir que somos nosotros quienes volvemos a la conciencia, en la cama de un hospital acaso, y que es a nosotros a quienes los médicos inspeccionan, como en 12 monos (12 Monkeys, 1995, de Terry Gilliam).

O, más recientemente, en El llanto de la mariposa(The Diving Bell and the Butterfly, 2007), de Julian Schnabel, en la cual un hombre, después de un ataque, queda completamente paralizado salvo de un ojo y cuando se recupera ve su propio párpado, descosiéndose.

O que somos nosotros quienes volvemos a la conciencia en el pavoroso final de El inquilino (Le Locataire, 1976) de Polanski, cuyo protagonista despierta a una pesadilla circular y se mira a sí mismo mirarse en la cama de un hospital:

http://www.youtube.com/watch?v=VOF6HOulczs

Inmersión total: eso busca la cámara subjetiva. Por eso la utilizó repetidamente Kathryn Bigelow en Días extraños (Strange Days, 1995). El hilo narrativo de esta película, situada en diciembre de 1999, plantea la existencia de una droga digital que, “inyectada” al cerebro mediante una suerte de corona, proporciona al usuario una experiencia que linda peligrosamente con la realidad –y lo vuelve adicto a ella–; el usuario puede estar en la cama de un hotel y experimentar virtualmente, sin riesgos de enfermedades venéreas o de inconveniencias legales, por ejemplo, un encuentro sexual o un asalto a mano armada. Puro rush de adrenalina. Cada vez que alguien usa esa droga, nosotros padecemos o gozamos la experiencia en cámara subjetiva.

Los Coen usaron la toma de punto de vista como comentario jocoso en Educando a Arizona(Raising Arizona, 1987) o como apunte nihilista en Simplemente sangre (Blood Simple, 1984): el detective privado Loren Visser, con una bala en el cuerpo, está a punto de morir:

y ese es el momento en que la vida debería estar pasando frente a sus ojos en una final epifanía. En la negra visión de los Coen lo que pasa frente a su mirada en el último instante es otra cosa, infinitamente más banal:

Pero el punto de vista se volvió tan común, tan predecible –entre otras razones por las piruetas de los Coen y su compinche Sam Raimi–, que cualquier cosa pudo tener su propio POV shot: un plato volador en La guerra de los Rose (1989), una flecha en Robin Hood, príncipe de los ladrones (1991) o, en el colmo de lo paródico, una nubecita de virus de influenza que ataca al jefe Górgori en Los Simpson (“Marge en cadenas”, temporada 4, 1993).

La supuesta inmersión total es lo que llevó al POV al extremo de su agotamiento. Como las experiencias sexuales de Días extraños, la pornografía ha creído que el POV proporciona al espectador una sensación de cercanía: como si ese orgasmo fuera de veras nuestro. Como puede comprobarlo cualquier visitante de YouPorn, nada más lejos de la verdad: el point of view shot pornográfico no es cercano, es aburrido; como en un role playing sexual que termina en el bochorno de los participantes, no es táctil sino que corre como una cortina de celofán entre los sucesos en el cuadro y nosotros: nos separa la pantalla y, por tanto, salvo contadas excepciones –debidas seguramente a las buenas artes de actrices y actores– nos fastidia y cansa. Al POV pornográfico, que es el que tiene dominado el cine en estas fechas, le urgía un renovador, un artista que lo subvirtiera. (El POV al estilo Cloverfield o REC es, creo, una técnica diversa; acaso merece un artículo aparte.) Ese artista es Gaspar Noé y la película que ha subvertido el punto de vista es Enter the Void.

Estrenada en Cannes el año pasado, Enter the Void narra los días posteriores a la muerte de su protagonista, Oscar, un dealer asesinado en un antro de Tokio, y lo hace enteramente desde el punto de vista de su alma. Antes del asesinato, en los primeros minutos de la película, vemos a Oscar en las subjetivas de costumbre: examinándose al espejo,

o fumándose una pipa.

Después del asesinato, el alma viaja por la ciudad y por el tiempo; volamos con ella sobre esas calles terroríficas.

Con ella experimentamos, una y otra vez, la muerte del cuerpo que ocupó antes de avanzar al mundo de los muertos.

Con ella entramos a hoteles, prostíbulos y cocinas; con ella penetramos una vagina y nuestro punto de vista es el del torrente de semen, luego el de un espermatozoide y luego el de un bebé que se abre paso hacia el mundo y mira cómo le cortan el cordón umbilical y estalla en llanto. Gaspar Noé dice haber sido un consumidor consuetudinario de pornografía: Enter the Void no deja duda de ello. Es excesiva, ridícula, alucinante; es hermosa y larga como un viaje de ácido; es boba, superficial, ambiciosa, intensa como un dolor físico que borra todos los otros dolores.

– Alonso Ruvalcaba

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Escritor. Autor de los cómics Gabriel en su laberinto y Una gran chica (2012)


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