En la novela Cerca del fuego, José Agustín cuenta la historia de Lucio, un chilango que de improviso despierta, por así decirlo, en una parada de camión a mediados de los ochenta y se da cuenta de que ha olvidado los últimos seis años de su vida. Si hacemos a un lado los elementos más inverosímiles e innecesarios de la trama (México ha sido invadido por Estados Unidos, Lucio gana la lotería, etcétera), lo que queda es la pasmosa transformación de la Ciudad de México que pasa de ser la dinámica y estimulante urbe intelectual de los setenta a la inhabitable megalópolis de los ochenta: contaminada hasta lo irrespirable, asediada por el crimen y, sobre todo, bastante propensa a martirizarse a sí misma.
Esa ciudad permanentemente al borde del colapso, literalmente colapsada en 1985, fue el hogar de mi generación y el antecedente inmediato de la ciudad actual. En enero de 1988, el gobierno federal decretó que las clases en todas las escuelas capitalinas iniciaran todos los días a las 10 de la mañana, para evitar exponer a los alumnos al denso smog atrapado por la inversión térmica. Para nosotros fue un respiro a la insufrible clase de matemáticas del profesor Norberto, una versión barriobajera del motivador Miguel Ángel Cornejo, y del taller de electricidad que impartía la maestra Clavija, quien sostenía un romance clandestino con el Bulbo, del vecino taller de electrónica.
Fuera de la burbuja de la secu 134, nuestra ciudad agonizaba. Esos fueron los años de los pajaritos muertos, los ataques de asma, la guerra química de los siniestros camiones de la vieja Ruta 100, que inmisericordemente gaseaban a los ciudadanos con cada acelerón. Súmesele a eso la guerra de pandillas, que había descendido desde Santa Fe para popularizarse en cada colonia proletaria de la capital y el vértigo de la hiperinflación, a la que a duras penas le sacábamos la vuelta a base de tortibonos, tarjetas de leche y cupones de la Conasupo (Compañía Nacional de Subsistencias Populares). La ciudad de los palacios se había convertido en una inmensa ciudad perdida.
A pesar de todo, la ciudad sobrevivió, y aunque nunca perdió el sentido del humor, a inicios de los noventa pudo reírse de sí misma con más alivio y soltura. Compárese la ciudad de Cerca del fuego, con la de la película Solo con tu pareja, la ópera prima de Alfonso Cuarón, de 1991. Seis años después de la novela que auguraba el fin del mundo, los chilangos ya habíamos vuelto al viejo hábito de reempaquetar lo kitsch como cool. Habíamos podido bajar un poco la guardia ante la sensación de catástrofe inminente y pudimos detenernos un segundo a recordar cuánto apreciábamos la ciudad.
La crisis económica de los noventa y las secuelas de criminalidad y descontento social pusieron en suspenso esa trayectoria ascendente. Sin embargo a mediados de la década pasada, la Ciudad de México estaba en boca de todo el mundo como uno de los sitios más interesantes del planeta, con una energía creativa que se le desbordaba por todos lados e indicadores de calidad de vida, educación e ingreso comparables a los de países desarrollados. En 2008, en la cúspide de su renacimiento, me fui de la ciudad.
Hace ocho años y medio que no vivo permanentemente en la Ciudad de México. Aunque en todo este tiempo no he dejado pasar más de seis meses sin volver, así sea por unos pocos días, y sigo obsesivamente sus avatares, es obvio que he estado a resguardo de los padecimientos cotidianos que más influyen en el aprecio o falta del mismo hacia la ciudad y sus autoridades. Debido a esta distancia, la última vez que estuve en la ciudad –hace una semana– pude proponerme un ejercicio inspirado en el Lucio de Cerca del fuego e imaginar que no tenía idea de lo que había pasado en los últimos ocho años.
Lo primero es lo obvio: el tráfico es brutal, no hay respiro a ninguna hora; la garganta se seca al salir a la calle; el metro se ve bastante más sucio y decrépito, un viaje de diez minutos en la línea 2 hacia el Zócalo, aun en domingo, es como disputar un maulen el rugby; en un lugar caracterizado por gente agresiva, sorprendentemente, la gente parece más agresiva. Luego, lo que requiere mayor explicación: hace ocho años el programa “Hoy no circula” estaba a punto de desaparecer; hoy se aplica dos días a la semana y nadie está exento. Los ciudadanos quieren linchar al Jefe de gobierno que eligieron con más del 60 por ciento de los votos. La misma ciudad exhausta, harta y propensa al desaliento de hace tres décadas. Y al igual que entonces, solo que mucho más amplificado por las redes sociales, un humor sombrío que la emprende contra el de al lado por la más mínima falta, una mecha corta que hace más miserable la convivencia cotidiana.
Inevitablemente, este relato peca de ser lineal al describir ciclos de exasperación y buena onda. Como sucede con el clima, varios humores diferentes pueden manifestarse el mismo día. Miseria y coolness conviven lado a lado en la ciudad, como bien se puede ver en Los Caifanes o en una exhibición paralela de los relatos beatniks y Los Olvidados, de Buñuel. Pero sí me parece claro que la ciudad de México atraviesa por un periodo oscuro y que está justificadamente harta de las malas decisiones de sus gobernantes.
Lo que ha salvado a la Ciudad de México es su capacidad de reinventarse como comunidad política. Los chilangos organizados han podido obligar a sus gobernantes no solo a cambiar o mejorar sus políticas, sino, sobretodo, a aceptar nuevos términos en la relación entre gobernantes y gobernados. Es obvio que el ciclo del PRD ha terminado. El partido que llegó al gobierno de la ciudad en los hombros de la insurrección ciudadana es ahora el partido de las corruptelas, la participación reducida al clientelismo, los intereses creados y la falta de visión de gobierno. La pregunta es ¿quién llegará en su lugar?, ¿la consolidación de las redes clientelares que se ceban en los más pobres?, ¿una visión tecnocrática sin apoyo popular? o ¿un proyecto ciudadano informado y realista?
Politólogo, egresado de la UNAM y de la New School for Social Research.