La singularidad es un término acuñado por el matemático John von Neumann -y popularizado por los científicos Vernor Binge y Ray Kurzweil- referente al momento en que las máquinas superarán al intelecto humano y cobrarán un estado de conciencia que les permita autoregenerarse y volverse independientes. Algunos aseguran que ya vivimos en la singularidad, otros sostienen que pronto estaremos ahí, pero lo cierto es que incluso los analistas más escépticos admiten que la inteligencia artificial tarde o temprano terminará por superar al hombre.
De acuerdo con Rob Nail, CEO de The Singularity University, organización inspirada en la singularidad orientada a estudiar las tendencias más avanzadas de la tecnología, así como sus efectos en la sociedad, el avance tecnológico tiende a ser abordado a través de dos narrativas. La primera es optimista y concibe a la tecnología como generadora de bienestar y factor crucial en la resolución de los problemas que afectan al desarrollo del planeta. Bajo esta lógica, fenómenos como la consolidación de Internet representan la solución a todo. Sólo es cuestión de tiempo para que la realidad comience a ceder ante el progreso que implica la conectividad total.
La segunda narrativa, la distópica, nos dice que no hay futuro mejor, por el contrario, todo va a ser peor y la tecnología será utilizada como un mecanismo de control del statu quo, en el mejor de los casos, o se convertirá en un amo subyugador y enemigo deshumanizante, en el peor. La postura optimista -reflejada aún en revistas como Wired y Fast Company, medios que fungen literalmente como evangelios de la utopía tecnológica- ha perdido terreno frente a las narrativas que anticipan tiempos ominosos para la humanidad. Si bien siempre han existido, las extrapolaciones distópicas se han multiplicado exponencialmente en años recientes. Las visiones pesimistas, características en un origen de una esfera tecnocrática que advertía sobre problemas como el cambio climático y la escasez de recursos, se han expandido a toda la cultura. ¿Cuántas veces hemos visto, por mencionar uno de los indicadores más notables, la destrucción del mundo en el cine a lo largo de las últimas décadas? Pese a que el planeta nunca había experimentado un periodo de mayor prosperidad a lo largo de la historia -expectativa de vida, niveles de pobreza, índices de educación y prácticamente cualquier métrica empírica que podamos considerar-, el ser humano promedio está plenamente convencido de que le tocó vivir en la peor época de la humanidad.
La situación es particularmente interesante en Occidente, donde el individuo habita un estado perpetuo de ansiedad que le impide distinguir lo falso de lo real, y lo vital de lo intrascendente. De acuerdo con Nail, la preocupación emanada de este pesimismo genera efectos concretos en el presente: la gente busca estabilidad ante la incertidumbre, y esa estabilidad por lo general se encuentra en el pasado. El triunfo del Brexit y Trump en Inglaterra y Estados Unidos se enmarca en esta lógica: tanto en Europa como la Unión Americana existe un grupo considerable de personas que cree posible la instauración de “utopías regresivas”, es decir, esquemas donde la certidumbre es sinónimo de un poderío basado en una industria boyante urgida de obreros y fábricas en constante operación, como si viviéramos a mediados del siglo pasado y no en la segunda década del siglo XXI.
Así sea de manera involuntaria, el miedo a la disrupción tecnológica alimenta la tentación retrógrada. Sin un panorama optimista, la histeria crece. Black Mirror, el programa creado por el británico Charlie Brooker en 2011, es una narrativa emblemática de esta angustia. La serie nace, en palabras de Brooker, con el objetivo de reflexionar sobre la creciente dependencia tecnológica a través de historias que presenten la manera en que vivimos ahora y cómo lo haremos en el futuro inmediato si no somos lo suficientemente cuidadosos con nuestras creaciones:
Si la tecnología es una droga, y de hecho se siente como un narcótico, ¿cuáles son, entonces, sus efectos secundarios? Esta área entre deleite e inquietud es donde se ubica la serie. El espejo negro del título es el que se encuentra en cada escritorio y palma de la mano: la pantalla fría y reluciente de los monitores y los teléfonos inteligentes.
Brooker, cabe aclarar, dista de ser un reaccionario. Gamer consumado y de amplia formación periodística en revistas tecnológicas, la carrera de este nativo de Reading comenzó a cobrar relevancia en 1999, cuando lanza de manera anónima TVGoHome, un sitio paródico inspirado en Radio Times (el Tele-Guía británico) que mostraba listados de programas ficticios de televisión junto a sus supuestas fechas y horarios de transmisión. Intrigado por la explosión de reality shows y programas basura de concurso, Brooker encontró en TVGoHome un escaparate para el humor negro que caracterizaría más de una década después los momentos más logrados de Black Mirror. De entre los numerosos programas listados destacan Cunt (protagonizada por Nathan Barley, un personaje que a la postre sería desarrollado para una sitcom real producida por la BBC), Sting Cares (testimonio de una gira donde la estrella de rock busca fotografiarse con el niño más hambriento de África) y Strapped to your dad (reality en que adolescentes problemáticas son atadas de brazos, piernas y caderas a sus padres para sentir la erección de estos cuando se les muestra pornografía por encima del hombro).
El creativo continuó con su vena satírica en colaboraciones periodísticas y programas de TV, donde sobresale Dead Set, una miniserie que relata las vicisitudes de un grupo de personas que habitan la casa de Big Brother en el marco de una invasión zombi.
Cerdos, clones y osos
El salto de Brooker a la fama mundial se daría con The National Anthem, el programa piloto de Black Mirror que narra cómo el Primer Ministro de Inglaterra es obligado a fornicar con un cerdo por un criminal que amenaza con torturar y asesinar a la princesa Susana, cuyo secuestro mantiene al país en vilo. A lo largo de 45 minutos observamos cómo la demanda del secuestrador pasa de lo absurdo a lo factible como consecuencia de la presión social manifestada en las redes sociales. Sádico y carente de sutilezas, el episodio es una burla a la enferma complicidad entre los personajes públicos y el morbo popular, que encuentra en las redes sociales un escaparate para exhibir sus peores excesos. The National Anthem fue un éxito instantáneo. Los otros dos capítulos de la primera temporada, quizá la más sólida de las cuatro existentes, fueron Fifteen Million Merits, una dura crítica futurista a los shows de concurso al estilo de American Idol y su promesa de movilidad social, y The Entire History of You, un relato sobre cómo la confianza mutua de una pareja queda hecha pedazos frente a la posibilidad tecnológica de registrar visualmente todo lo que hacemos.
La segunda temporada, estrenada en 2013 y conformada por otros tres capítulos con historias independientes, se mantiene fiel al tono trágico de la anterior. En Be right back, una mujer accede a convertir la huella digital de su fallecido esposo –es decir, todos los rastros de información que su pareja dejó a lo largo de su vida en la Red- en una conciencia que a la postre es depositada en un nuevo cuerpo. El sustituto cubre la ausencia del ser querido hasta que desarrolla una personalidad propia. El resultado, como era de esperarse, es devastador. En White Bear, el escarmiento a un criminal es transformado en un pasatiempo nacional que recuerda a la dinámica de The Running Man, novela de Stephen King firmada bajo el seudónimo de Richard Bachman donde se premia a la población por denunciar la ubicación de fugitivos cuya caza es transmitida en cadena nacional. La ubicuidad de los smartphones le da al episodio una ominosidad que ni el mismo King hubiera podido imaginar.
Finalmente, The Waldo Moment es una pieza que imagina cómo la caricatura de un oso generado por computadora pasa de figura televisiva a ser candidato parlamentario e icono mundial, de manera similar a la carrera seguida por varias figuras “antipolíticas” del mundo real.
Apoteosis y moralejas
A lo largo de sus primeras dos temporadas, el programa de Brooker había mantenido un notable equilibrio entre la sátira y el terror a lo desconocido. Las historias eran fabulas donde el ataque no era tanto a la tecnología en sí, sino a cómo los vicios de la sociedad eran extrapolados por ésta de maneras siniestras e insospechadas. El público mismo interpretaba un rol esencial de los problemas descritos en cada capítulo: los individuos que presionaron al Primer Ministro a acostarse con un cerdo, alertaron a las autoridades sobre la ubicación de los perseguidos en White Bear o votaron por Waldo son los mismos que, a fin de cuentas, integraban la audiencia televisiva del programa. La ironía era tenebrosa. La dinámica comenzó a cambiar en diciembre de 2014, cuando Channel 4 transmitió White Christmas, un especial navideño protagonizado por Jon Hamm cuyo final llevaba al extremo la idea de ser bloqueado de la lista de amigos de una red social. Si bien contaba con algunos apuntes interesantes sobre conciencias virtuales, “customización” y el “Internet de las cosas”, el episodio era largo y tedioso. Peor aún, su efectividad estaba basada totalmente en “momentos sorpresa” y no en una reflexión de largo aliento que permitiera el involucramiento de la audiencia.
Estrenada en octubre de 2016, la tercera temporada de Black Mirror, consistente de seis capítulos y ahora respaldada globalmente por Netflix, comienza en una nota alta con Nosedive, un sombrío comentario sobre lo que se conoce como la “economía de la reputación” dirigido por Joe Wright (Atonement, Hanna) y estelarizado por Bryce Dallas Howard. En un mundo donde todos se califican mutuamente a través de aplicaciones en sus smartphones, al tiempo en qué ganan acceso a servicios y prestaciones basados en esa calificación, la única conducta pública posible es la manifestación idealizada de un ser amigable y aburrido que poco o nada tiene de humano; una “naranja mecánica” ya no esclavizada por el “método Ludovico” de Anthony Burgess y Stanley Kubrick –esa programación basada en el condicionamiento a través de la tortura y el lavado mental-, sino por un sistema de premios y castigos sociales que nos obliga a agradar y respetar la voz y opinión de todos, a riesgo de quedar excluido definitivamente de “la conversación” y ser sometido al avergonzamiento público.
Otro capítulo interesante es San Junipero, el cual aborda a través de un romance lésbico la crisis de una sociedad donde la veracidad ya no radica en la capacidad objetiva para recrear el mundo a su imagen, sino en diseñar universos que existan independientemente de la realidad original. El episodio se basa en la teoría conocida como “La apoteosis”: una fase del avance tecnológico que nos permitirá almacenar la información que conforma nuestra persona y descargarla en un universo virtual en el que existiremos eternamente, con el añadido de que seremos capaces de alterar el entorno conforme nos plazca. San Junipero es una excepción en la narrativa de Black Mirror, pues lejos de terminar en un tono agrio, finaliza con una resolución feliz donde la tecnología permite la prolongación del amor por medios virtuales. Algunos fanáticos de la serie perciben esto como una traición cursi al espíritu de la serie; otros en cambio, la interpretan como un detour necesario para no caer en las contradicciones señaladas por la Singularity University respecto a la naturaleza reaccionaria del pesimismo tecnológico. El resto de la temporada va de lo olvidable (Playtest, Man Against Fire) a lo francamente torpe (Hated in the Nation).
El punto más bajo, sin embargo, es Shut Up and Dance, un cuento con moraleja en que una serie de pedófilos, infieles y consumidores de pornografía infantil son chantajeados por un hacker anónimo que amenaza con exponerlos públicamente si no acceden a aniquilarse entre sí. Una moraleja o cautionary tale consta de tres partes: uno, establece un tabú o prohibición; dos, el protagonista ignora la advertencia y realiza el acto prohibido; tres, el protagonista enfrenta un destino horrible o desagradable, a menudo modificado por nueva información que expande la naturaleza y alcance del castigo. Las primeras dos temporadas de la serie no eran ajenas a la fórmula, pero Shut Up and Dance la ejecuta con un exasperante ánimo tremendista, al punto en que el uso final de la canción lúgubre de Radiohead (Exit Music for a Film) genera risas involuntarias en su intención de espantar al espectador.
Nerds y perros robóticos
Black Mirror es comparada frecuentemente con La dimensión desconocida (The Twilight Zone), la antología creada por Rod Serling y conformada por 156 relatos de ciencia ficción, terror y fantasía transmitidos de 1959 a 1964 por la televisión estadounidense. La comparación no sólo es conceptualmente equivocada, sino de una generosidad hilarante. The Twilight Zone se presenta como una serie fantástica, pero casi cada episodio podría ser interpretado como la alucinación de alguien que acaba de perder la razón. La dimensión desconocida no es tanto un espacio sobrenatural, sino el umbral entre la sanidad y la demencia: la línea que divide mentalmente a lo normal de lo anormal. La dimensión desconocida es desigual y pródiga en episodios intrascendentes, pero sus capítulos más logrados son obras maestras de una influencia irrefutable en la cultura pop actual.
Todo esto viene a colación debido que la cuarta temporada de Black Mirror, integrada por seis episodios y disponible actualmente en Netflix, abre con USS Callister, una reelaboración –voluntaria o involuntaria, no importa- de It´s a Good Life, un episodio clásico de The Twilight Zone que cuenta la historia de un niño de 6 años capaz de transformar la realidad gracias a sus poderes mentales. Joe Dante filmó un remake del episodio en 1983 para la versión fílmica de la serie, donde también participaron John Landis y Steven Spielberg. La efectividad tanto del segmento original como del remake estribaba en la falta de escrúpulos del niño para someter a su familia y hacerlos sus esclavos (el infierno infantil creado con imaginería cartoon en la versión de Dante es uno de los momentos más inquietantes de los ochenta). En USS Callister el niño es sustituido por un joven nerd (Jesse Plemons) que trabaja como Chief Technology Officer (CTO) en una compañía de juegos de realidad virtual. Todas las mujeres y hombres que se burlan de él o lo rechazan son replicados y sometidos a sus caprichos en un ambiente virtual inspirado en Star Trek. Si bien el episodio puede ser decodificado como un comentario sobre la masculinidad tóxica y el dominio nerd en la cultura, USS Callister carece de la energía corrosiva que generalmente se asocia con Black Mirror. Otro pasivo: la decisión de evitar que los personajes del mundo virtual carezcan de genitales –lo que evita que el dominio del CTO incluya la sumisión sexual- es un gesto condescendiente indigno del creador de TVGoHome.
El segundo capítulo de la temporada es el peor de la serie hasta el momento: Arkangel, una crítica al “helicopter parenting” dirigida por Jodie Foster cuyo seguimiento de la estructura de tres partes de la “historia de moraleja” es más elemental que el de cualquier episodio de Lo que callamos las mujeres o La rosa de Guadalupe. Un desastre que debería ponerle fin al mito de que Foster es una buena directora.
Crocodile, el tercer relato, se beneficia de una dirección vistosa de John Hillcoat, pero su historia noir sobre la incapacidad de olvido bien podría haber prescindido del tema tecnológico y contar, salvo el predecible giro final, con la misma fuerza narrativa. Hang the DJ, dirigido por el veterano Tim van Patten, es un entretenido detour cursi en la vena de San Junipero que funciona como argumento a favor para los servicios de citas que ofrecen un porcentaje de éxito de casi el 100%. Metalhead, por el contrario, es un cuento en blanco y negro sobre perros robóticos que persiguen humanos en un futuro dominado por máquinas. El capítulo está basado en el supuesto de que los perros robóticos desarrollados por Boston Dynamics –una compañía real integrada por exalumnos del MIT- pudieran ir en contra de la humanidad. El movimiento de los perros de Metalhead y los de Boston Dynamics es casi idéntico. El episodio, dirigido con vigor por David Slade, es un ejercicio que lo mismo recuerda a Duel (Spielberg) que Terminator (Cameron), lo que no es un logro menor.
La cuarta temporada finaliza con The Black Museum, un episodio confuso que cuenta el origen de tres atracciones exhibidas en una especie de museo de los horrores del exceso tecnológico. El capítulo parece intentar dos objetivos: uno, lanzar una especie de spin off de Black Mirror al estilo de Tales from the Crypt (con todo y anfitrión Cryptkeeper: un guía del museo interpretado sin simpatía por Douglas Hodge); y dos, ser un capítulo puente que unifique motivos y temas para que el espectador pueda identificar que existe un universo Black Mirror; es decir, que varios de los capítulos suceden en una misma dimensión espaciotemporal. Si bien no carece de ideas –la adicción al dolor, la conciencia inserta en un animal de peluche-, el capítulo dista de contar con la urgencia crítica que relacionamos con Brooker. En esta cuarta temporada, Black Mirror ha dado un giro hacia escenarios más fantásticos y menos mordaces. Quizá la nueva dirección apele a un público más amplio y sea más del agrado de los optimistas tecnológicos, pero también amenaza con volver a la serie en un producto predecible e irrelevante. Ojalá Brooker recupere los dientes. Lo que aún llamamos televisión lo necesita.
Mauricio González Lara (Ciudad de México, 1974). Escribe de negocios en el diario 24 Horas. Autor de Responsabilidad Social Empresarial (Norma, 2008). Su Twitter: @mauroforever.