Ilustración: Emmanuel Peña

La nueva censura cultural

Con la intención de proteger sensibilidades, sectores de todo el espectro ideológico piden la retirada o prohibición de obras de arte. Estamos ante una nueva censura cultural.
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Los niños ya no pueden leer Matar a un ruiseñor, el bestseller de Harper Lee publicado en 1960. Palabras como nigger son demasiado insultantes y ofensivas, según varios padres que obligaron a un colegio del estado de Misisipi (Estados Unidos) a quitar esta novela de las lecturas escolares. Los visitantes del Metropolitan Museum of Art de Nueva York tampoco deberían admirar el cuadro Thérèse dreaming, pintado por Balthus en 1938. Para once mil personas, aquellas que firmaron un manifiesto exigiendo su retirada, es “sexualmente sugerente” y arroja una mirada ¿sucia? sobre el cuerpo de los menores. Tampoco es lícita la pintura que realizó la artista blanca Dana Schutz sobre la fotografía de Emmett Till, un adolescente linchado por dos hombres blancos en Misisipi en 1955. Varios artistas y comisarios de exposiciones pidieron incluso su destrucción cuando fue expuesta en la Biennial del Museo Whitney de Washington.

Todas estas manifestaciones ocurrieron en 2017 y son muestra de una nueva censura cultural. Si bien los impulsos censores siempre han estado presentes, en los últimos tiempos han tomado una mayor relevancia, en parte debido al gran altavoz que suponen las redes sociales, que consiguen agrupar a un mayor número de personas en torno a una protesta, y también al rumbo político y social que han tomado algunos de los países más desarrollados en los últimos meses. No obstante, son muchos los interrogantes que se abren en torno a estas nuevas posturas que no pueden limitarse al análisis fácil de las redes o a triunfos de políticos reaccionarios. ¿Por qué hay voces que hoy persiguen libros, cuadros, fotografías de hace más de medio siglo? ¿Qué ha cambiado para que entonces no supusieran ningún problema y hoy sean pasto de linchamientos y prohibiciones?

Causas de la “nueva censura”

Desde un punto de vista político, Manuel Arias Maldonado, profesor de ciencia política de la Universidad de Málaga y autor de libros como La democracia sentimental (Página Indómita, 2016), ofrece principalmente dos causas. La primera tiene que ver, precisamente, con su tesis sobre el nuevo sentimentalismo, es decir, “con un deseo de proteger a quien puede sentirse ofendido, que es una patología de las sociedades ricas, porque cuando hablamos de sentimentalización de los conflictos no deja de ser un lujo. Son preocupaciones no materialistas porque ya se habla menos de la distribución de los salarios, y se habla más de los códigos a partir de los cuales nos comunicamos”, argumenta. Dicho de otra manera: cuanto más ricos somos, más fina tenemos la piel. O aún más llano: cuando no hay una problemática muy grave hay que hacer un drama de cualquier cosa, a priori banal.

La segunda causa estriba en “la articulación identitaria de los grupos sociales. Uno se adscribe a un grupo y siente atacada su autoestima en la medida en la que es criticado ese grupo. Se establece un vínculo entre el sentido de nuestra autoestima y el grupo al que nos ligamos”, sostiene. Este razonamiento explicaría, por ejemplo, que, en el caso de los artistas que se manifestaban contra el cuadro de Schutz o en el caso de la novela Matar a un ruiseñor, por motivos de raza, estas personas se sintieran ofendidas por una imagen de un joven negro mutilado o unas palabras que consideran ofensivas.

En este sentido es donde cobran importancia las redes sociales como trampolín de los ofendidos y las enseñanzas de la psicología. Según Pablo Malo, psiquiatra, miembro de la Txori-Herri Medical Association y de los Beautiful Brains y autor del blog Evolución y neurociencias, en el que tiene colgados varios posts sobre la nueva indignación moral y el supuesto derecho a no ser ofendido, para explicar la relevancia que hoy cobran las “ofensas” también habría que acudir a dos motivaciones psicológicas que han tenido un enorme auge recientemente: el poder del cotilleo y la fuerza de la reputación. “El cotilleo no ha sido suficientemente estudiado y da para mucho. De hecho, los programas de cotilleo están ahí por algo. Entretienen a la gente, pero además tienen una función moral, ya que hacen que el individuo acepte la norma, transmiten unos límites y coartan la libertad individual para que el sujeto se someta a las reglas. No hay cultura que no tenga cotilleo. En la sociedad moderna nos habíamos hecho muy individualistas, habíamos perdido esa vigilancia del cotilleo. Pero con las redes nos vigilamos unos a otros. Gracias a esta posibilidad que han dado Twitter y Facebook nos hemos lanzado todos a ser los más buenos y a criticar a todo el mundo. Estamos haciendo tribu, en el fondo es un pegamento moral”, explica el psiquiatra. La reputación iría ligada a esta hipervigilancia, puesto que es el cotilleo el que destruye las reputaciones. “Si la pierdes estás muerto. Como ahora estamos todos en la famosa aldea global, tu reputación es muy importante”, añade Malo.

Los nuevos ofendidos

Ahora bien, ¿quiénes son los nuevos ofendidos? Porque ya no es (solo) un ultraconservador el que decide tapar el seno de una estatua sino que, paradójicamente, la mayoría de los nuevos ataques proceden de grupos que, en principio, han querido actuar desde la buena fe y de lo considerado “bueno” para la sociedad (no insultos a los negros, no imágenes que “sexualicen” a los menores). De hecho, este maremágnum de emociones, sentimentalismo, de preocupación por lo “políticamente correcto” que acaba llevando al lado oscuro de las libertades, a una especie de cara b –soy libre de exigir que se prohíba algo porque me ofende– y a la aparición del victimismo (otra fórmula para definir la nueva ofensa) es una copia mala de lo que ya hicieron los políticos estadounidenses conservadores en los ochenta. Así al menos lo entiende Daniel Gamper, profesor de filosofía moral de la Universidad Autónoma de Barcelona, que señala que este fenómeno fue creado por los republicanos estadounidenses en las guerras culturales. “Era un proyecto de victimización, decían ser víctimas de una censura liberal (de izquierdas) que quería imponer un lenguaje. Si en una sociedad se llega a un consenso compartido para dejar de usar determinadas palabras, sería ético, y por tanto decir que eso es censura es una beatería de la libertad. Lo que se ha producido ahora es la perversión de la otra beatería, la de las minorías, con ese paternalismo excesivo”, sostiene.

Como explica Arias Maldonado, “la izquierda antaño era un movimiento ofensivo para acabar con los tabúes, garantizar derechos humanos, etc. Y eso ya está hecho, por lo que ahora hay que cambiar el pie: ser conservador para mantener el Estado del bienestar. Cuando centras el debate en que lo personal es lo político y piensas que los sujetos se forman a partir de las experiencias que tienen, y que están inermes a la hora de reaccionar a esas influencias, te conviertes en alguien extremadamente sensible. Es el asunto de la heterosubjetividad. Tienes el temor a que se produzca el daño psicológico y emocional. La izquierda posmoderna es un poco estudiantil y adolece de una sobrerreacción, ya que cuando tus valores son hegemónicos, se compite por la atención”. O lo que es lo mismo: tocar “Imagine” al piano después de un atentado terrorista.

Para Victoria Camps, filósofa y catedrática emérita de ética en la Universidad Autónoma de Barcelona, además de autora de libros como El gobierno de las emociones (Herder, 2011), esta sobrerreacción de la izquierda se observa incluso en el lenguaje y en ejemplos como los cuentos infantiles, “que se han querido cambiar porque las historias son patriarcales o no son animalistas… Hay gente que se queja del uso metafórico de la palabra cáncer o del uso metafórico del término autismo. Con todos estos fenómenos solo empobrecemos el lenguaje y eso es negativo”, afirma. Para ella, esta discusión hace tiempo que está sobre la mesa y no siempre adquiere un carácter positivo. “Ya no decimos que alguien es subnormal. Pero al cambiarlo ocurre una paradoja: el nuevo nombre que damos a la causa acaba siendo tan despreciativo como el anterior, y tenemos que cambiarlo. Hoy ya no se acepta discapacitado sino diversidad disfuncional. El desprecio y el carácter despectivo dependen también del contexto”, alega.

Coincide con su colega Arias Maldonado en el rizo de los valores progresistas. “Hoy ningún partido deja de ser feminista o de hablar de políticas sociales. Y hacer cambios en temas sociales es mucho más complicado. Acabo de ver la serie The crown y en la segunda tempo- rada dicen que uno de los personajes es ‘marica’ porque entonces, en los años cincuenta, era la única palabra para designar a los gais. Hoy nadie la pronunciaría porque es despectivo y porque le hemos dado a la homosexualidad un reconocimiento que antes no existía. Y eso es lo importante y lo progresista. Insistir demasiado en un lenguaje correcto es falta de imaginación. Un ejemplo es el artículo neutro. En parte ha contribuido a visualizar a las mujeres, pero ahora roza el ridículo”, comenta.

España no es (todavía) país para censuras (pese a Twitter)

“Aquí no tenemos guerras culturales. Las tuvimos con el matrimonio gay, el aborto, etc., pero ahora mismo no. La sociedad española es muy tolerante con respecto a ese tipo de cosas. Con el tema de las razas, por ejemplo, no hay ningún partido que haya cogido la bandera de la xenofobia. No sé si porque somos católicos o porque nos hemos secularizado bastante. También se ha individualizado mucho la sociedad”, reconoce Gamper. “Puede que también porque en Estados Unidos son menos homogéneos. Es verdad que las redes sociales por su naturaleza polémica están contribuyendo a que esto se reproduzca aquí y hay determinadas fracturas culturales como las del animalismo con los toros y las ideológicas, el centro-periferia, izquierda-derecha. Pero hay otras que parece difícil que se reproduzcan: no creo que tengamos esa hipersensibilidad de los campus universitarios de Estados Unidos o la de los grupos étnicos. En todo caso no ha llegado a España”, añade Arias Maldonado.

Pero estos pequeños casos sí abren, al menos, el debate sobre la libertad de expresión, principalmente en las redes sociales. “Es que ahí se mezclan cosas. En las redes es una comunicación muy agresiva y una reacción hipersensible puede estar justificada. Aquí tenemos la Ley Mordaza, que es un error, porque no vamos a avalar que se pueda decir cualquier cosa, pero tampoco se puede prohibir. Hay determinadas mofas del sentimiento religioso que me parecen innecesarias porque el catolicismo ya ha perdido. Igual ofendes a mi abuela que va a mi misa, y qué necesidad. Pero esto no avala que solo un escritor negro pueda escribir sobre los negros”, dice Arias Maldonado. También Camps entiende que uno no puede decir todo lo que quiera. Existen los límites. “La autocensura es ideal en un mundo plural, abierto y libre, debe haberla antes de pronunciarse”, afirma.

Lo que viene a ser puro sentido común: pensárselo dos veces antes de ofender o sentirse ofendido. ~

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es periodista freelance en El País, El Confidencial y Jotdown.


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