Fotografía: Nur Rubio Sherwell

La jaula de oro de Diego Quemada-Diez

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En las calles de un barrio hacinado, un muchacho de mirada dura rebasa perros que ladran, a niños que le disparan con rifles de plástico y a policías que cuidan la zona con armas idénticas pero reales. En otro lugar del mismo vecindario, una muchacha entra a un baño público. Decidida se corta el pelo a tijeretazos, cambia su brassier por una venda que le aplana los pechos, se echa encima una camiseta, y esconde sus ojos grandes con una cachucha negra. Hasta ahí queda claro que quiere pasar por hombre. Lo que no se explica fácil es su última acción. Antes de salir del baño saca una caja de pastillas anticonceptivas y se lleva a la boca la primera del paquete. Titubea un segundo, sugiriendo que es parte de un plan.

Desde estas primeras secuencias, la película La jaula de oro captura los momentos en la vida de un migrante centroamericano en los que se empalman lo cotidiano y lo casi inconcebible. Aquellos que atraviesan México montados en el tren conocido como la Bestia lo hacen menos desde la incertidumbre que desde la certeza de que vivirán momentos espeluznantes. Las mujeres, por ejemplo, prevén que serán violadas en un punto del trayecto. Un anticonceptivo por lo menos les evita una catástrofe más. Lo pragmático de la medida pone los pelos de punta. Solo una escena que la muestre así –sin dramatismos ni aspavientos– hace justicia a lo brutal de su resignación.

Exhibido hace unas semanas en el festival de cine de Cannes, el primer largometraje de Diego Quemada-Diez es la historia de tres muchachos –Juan y Sara y Chauk– que se acompañan en el viaje sobre el lomo de la Bestia. El espectador, a su vez, los sigue y alcanza a darse una idea de la variedad de peligros, vejaciones y ataques a los que se somete un migrante en su camino a Estados Unidos a lo largo de, más o menos, un mes. Obviando el riesgo de caer en las vías o de no resistir el clima, el hambre o la sed, La jaula de oro muestra encuentros con algunos depredadores que esperan el paso del tren: policías de migración con ética de asaltantes, civiles que interceptan al tren con la complicidad del conductor, pandillas que van solo por las mujeres, secuestradores que extorsionan a los contactos de los migrantes en Estados Unidos, y, en la frontera del norte, los legendarios minute men: francotiradores civiles que le ahorran a la migra las molestias de la deportación.

Con todo y su contexto –y a que toma su título de un corrido de Los Tigres del Norte sobre la falsedad del sueño americano–, llamar a La jaula de oro cine “de migrantes” sería encasillarla en un género limitado. Las películas de ficción que describen las vidas difíciles de quienes cruzan la frontera de manera ilegal suelen caer en una paradoja: la de querer humanizar al migrante a través de caracterizaciones y tramas que lo despojan de atributos que no estén relacionados con su deseo de escapar. Ejemplos también centrados en la migración centroamericana, Sin nombre, de Cary Fukunaga o La vida precoz y breve de Sabina Rivas, de Luis Mandoki, se narran desde una mezcla de épica y melodrama que ponen una distancia insalvable entre sus protagonistas y el espectador. Al mostrarlos siempre vulnerables y solo en escenas de explotación y miseria, los convierten en víctimas sin carácter y hasta sin sentido común.

A diferencia de ellas, la película de Quemada-Diez da prioridad a la existencia de sus personajes –que no es sinónimo de perfil psicológico, estrato socioeconómico o drama personal–. De Juan y Sara solo se sabe que vienen de Guatemala, de un lugar donde siempre se oyen sirenas de patrulla y cercano a un basurero sobre el que vuelan zopilotes. De Chauk, todavía menos. Un indígena que no habla español, se acerca a los otros dos ya que llegaron a Chiapas. Reservado, Chauk va encontrando la forma de hacerse entender por Sara: Juan, celoso, lo aleja y lo llama “indio”. Lejos de plantearse como un triángulo amoroso, la relación entre los tres sirve para dar pistas sutiles sobre sus pasados. Juan tiene un caparazón duro y finge que nada lo afecta; Chauk es observador y paciente; Sara, más práctica, sabe mediar entre ellos. Sus conversaciones son mínimas y libres de sentimentalismo. No derrochan emociones ni se muestran de más. No hablan siquiera de sus motivos o expectativas. Se comportan como se esperaría de quien deja todo atrás y sabe que arriesga la vida.

Quien vea La jaula de oro entenderá por qué el jurado de la sección “Una cierta mirada”, donde compitió en Cannes, dio un premio en conjunto a los tres protagonistas: los guatemaltecos Brandon López y Karen Martínez, y el chiapaneco Rodolfo Domínguez. Elegidos por Quemada-Diez entre tres mil niños de Guatemala y otros tres mil de Chiapas, los tres prestan a sus personajes formas de ver la vida fundamentales para la trama: López y Martínez, como Juan y Sara, crecieron en la llamada zona 3 de Guatemala: una de las más peligrosas y que alberga al vertedero de basura de la ciudad. Domínguez, por su lado, hasta hace poco solamente se comunicaba en tzotzil.

Aunque los tres han vivido de cerca pobreza y marginación, en sus muchos planos cerrados muestran la vitalidad y firmeza de quienes buscan rebasar esos límites. La decisión del director de elegir actores no profesionales que aporten a la película experiencias de su propia vida remite al trabajo del inglés Ken Loach, con quien Quemada-Diez trabajó como asistente de cámara en tres de sus películas: Tierra y libertad, La canción de Carla y Pan y rosas. Lo mismo puede decirse de la inclusión de migrantes reales en el rodaje de la película, y del hecho de que La jaula de oro, como las películas de Loach, haya sido filmada respetando el orden cronológico del relato. Sin embargo, aunque su estructura es lineal, La jaula de oro parece moverse sobre un eje en espiral: en ciclos, Juan, Chauk y Sara son obligados a bajar del tren, pasan por un episodio que los pone en situaciones límite, y luego se trepan de nuevo. Cada vez que reaparecen en el techo de la Bestia algo en ellos es distinto, ya no se diga su relación. También el espectador es otro: ha pasado de ser testigo de su viaje a especular sobre sus vidas, preguntarse por su futuro y a resistir la sola idea de perderlos por ahí.

Para dar forma al guion Quemada-Diez entrevistó a cientos de migrantes. Se agradece que los testimonios no dieran lugar a un montón de viñetas, sino que se noten filtrados en el diseño de producción, en la elección de locaciones y hasta en imágenes que, por armónicas, atrapan la vista pero acaban revelando otra cara de la adversidad. Por ejemplo, el momento en el que el tren sale de un túnel oscuro tapizado de cuadrados naranjas que reflejan los rayos del sol. Es decir, pedazos de cartón que los migrantes sostienen sobre sus cabezas –durante horas, se entiende– para evitar una insolación. Por otro lado hay escenas que podrían parecer herméticas, pero que apuntan a submundos de crueldad y corrupción. Siempre será preferible la sugerencia a la sobreexposición, o al tono periodístico que dan los datos duros. Incluso la aparición breve del sacerdote Alejandro Solalinde se siente como una irrupción brusca al mundo de la película, que en ningún otro momento deja ver los empalmes de la realidad con la ficción.

Por último, pero esencial, La jaula de oro no da juego a la violencia explícita. También a contracorriente de otras películas sobre el tema, el guion no se detiene a ilustrar qué sucede con los migrantes una vez que caen en manos de los distintos delincuentes. Por efecto de acumulación –la estructura de espiral– basta que el tren se detenga para que los personajes (y uno con ellos) imaginen lo peor. Por un lado eso la mantiene lejos del terreno en el que se mezclan la denuncia y la explotación. Por otro, da idea de la atención que recibiría en la realidad la desaparición de alguno de ellos: ninguna.

Al final de la secuencia de créditos, la película agradece a los seiscientos migrantes que participaron en ella en su paso hacia Estados Unidos y los menciona a cada uno por nombre y apellido. (Es probable que para entonces no quede gente en la sala: triste ironía final.) Perturba pensar que muchos de ellos participaron en las escenas que muestran sus posibles destinos: despojo, maltrato y secuestro. Esa disposición a ensayar sus propias muertes es la misma que expresa tan bien la secuencia de la niña y la pastilla, el arranque de la película. La jaula de oro hace un retrato sobrio de ese estoicismo, y devuelve a sus personajes la dignidad que otras películas terminan por pisotear. ~

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es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.


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