Que me perdonen los pamboleros, pero si bien es cierto que el futbol puede ser el deporte más popular en el planeta, en cuanto a cine se refiere, no hay grandes películas relacionadas con las patadas y los penales. A diferencia de, digamos, el béisbol, el futbol americano, el tenis y ni se diga el box –acaso la disciplina que ha provocado los mejores filme deportivos de la historia–, el futbol solo ha servido, en el terreno de la ficción, para la autocelebración del relajiento espíritu colectivo (Tirando a gol, Cisneros, 1978) o, en su defecto, como meritorios vehículos de lucimiento o de exploración para algunas de sus más grandes estrellas, como sucedió con Pelé en Escape a la victoria (Huston, 1981) o con Éric Cantona en Buscando a Eric (Loach, 2010).
De hecho, las únicas buenas películas sobre fut son aquellas en donde no hay fut. Es decir, las cintas en donde un partido de fútbol particularmente importante aparece como un simple telón de fondo que contrasta con lo que les sucede a los personajes de la historia. De alguna manera, en estas películas el fut es una suerte de McGuffin no tanto narrativo sino dramático y hasta ideológico. Por ejemplo, en Cadena perpetua (Ripstein, 1978), el exladrón convertido en empleado bancario Pedro Armendáriz hijo se ve acorralado por su propio pasado en cierto día en el que la Selección mexicana jugará un encuentro fundamental en el Estadio Azteca: el futbol como cruel comentario de la inevitable derrota cósmica del desesperado protagonista. En Y la vida sigue (Kiarostami, 1992), el propio director Kiarostami regresa al lugar en donde filmó su obra maestra ¿Dónde está la casa de mi amigo? (1987), lugar que acaba de sufrir un devastador terremoto, para encontrarse con que la gente, entre la muerte, el dolor y las ruinas, sigue atenta a los resultados del mundial Italia 90: el futbol como la reafirmación de la vida misma. Y en Offside (Panahi, 2006), un grupo de indómitas jovencitas decide disfrazarse de hombres para ir a ver un juego de clasificación de la selección iraní, desafiando así la prohibición moral y gubernamental de asistir a los estadios: el futbol como último gesto de rebelión feminista.
1978(Argentina-Nueva Zelanda, 2024), tercer largometraje de los hermanos Luciano y Nicolás Onetti, pertenece a esta notable y exclusiva estirpe fílmica-pambolera. Sí, en la película juega un papel central un partido de fut –la final del mundial Argentina 1978 entre las selecciones argentina y holandesa–, pero el juego en sí solo se ve, a ratos, en algún pequeño televisor con pésima señal o se escucha, a lo lejos, en las desérticas calles de Buenos Aires, cuando Kempes anota el gol que le da la ventaja definitiva a Argentina en los tiempos extras. En 1978 el futbol es importante para todo el país, pero en este caso no lo es tanto para los personajes: el fut como la distracción perfecta para que triunfe el mal de manera definitva.
La película –estrenada en la plataforma de streaming Max la semana pasada– inicia recordándonos que la final del mundial está sucediendo al mismo tiempo que la dictadura militar sigue secuestrando, torturando, asesinando y desapareciendo a los “malditos zurdos / comunistas / montoneros / peronistas” –así decían en esos años, así dice ahora Javier Milei– mientras el país entero sigue, hipnotizado, las proezas futbolísticas de Luque o Passarella.
La noche de la final, el 25 de junio de 1978, un comando de sádicos torturadores militares dirigidos por el paternal oficial Moro (Mario Alarcón con bigote al estilo Videla) logra obtener una información clave de uno de sus detenidos. Con el juego de fut como telón de fondo visual y auditivo –en el televisor de las mazmorras, en algún radio portátil–, Moro envía a sus esbirros para que asalten un lugar en el que, en efecto, encuentran a una célula clandestina formada por un hombre y dos mujeres que, por alguna razón, tenían amarrada a otra mujer embarazada. Moro está feliz: encontró a tres amenazas a la paz social. Y, aunque sus superiores le aclaran que esos tres detenidos no son la célula comunista-peronista que estaban buscando, no importa. Si estaban escondidos en un sótano era por algo. Solo hay que descubrir lo que ocultan. Y Moro sabe cómo sacar la verdad.
El guion escrito por los propios cineastas, en colaboración con Camilo Zaffora, nos presenta una historia dividida en dos partes claramente delimitadas. Durante la primera, somos testigos de un horror real y realista, el que inflige Moro y sus subalternos –entre los que se encuentra un médico y un sacerdote– a los jóvenes estudiantes revolucionarios detenidos: crueles torturas psicológicas –la escena inicial en el juego de truco–, indecibles torturas físicas –la picana, el pocito– y caprichosas ejecuciones súbitas cuando cualquiera de estos monstruos se cansa de jugar con su víctima respectiva. Pero en cuanto los militares detienen a la célula clandestina equivocada, al iniciar la segunda parte, la cinta cambia de inmediato de piel, pues, aunque queda claro que ese nuevo trío de jóvenes sí adora a alguien muy famoso y los tres están dispuestos a sacrifica su vida por él y por “la causa”, esa figura no se llama Perón.
Gracias a la dirección de arte de Paola Tolosa, los oscuros sótanos en los que son torturados los jóvenes subversivos resultan ser el escenario perfecto para cuando el muy realista infierno creado por ese grupo de sádicos militares se transforme en un desatado infierno paranormal, con todo y criaturas poseídas que pasan caminando de espalda, como si hubieran salido de alguna escena borrada de El exorcista, mientras las cámaras de Kasty Castillo y Luciano Montes de Oca se dan vuelo con reverentes citas directas de inalcanzables clásicos del horror, como esa carriola de El bebé de Rosemary o esos metíficos vapores que salen de una tumba al estilo de El despertar del diablo.
Todo lo anterior sucede, pues, mientras la Argentina entera grita el tercer gol de su selección que, de esta manera, terminará coronándose como la campeona del mundo. La alegoría no podría haber sido más clara: el mal sigue y seguirá vigente en la Argentina de ayer y de hoy, mientras todo mundo esté dispuesto a voltear para otro lado. Por ejemplo, para ese lugar en el que rueda una pelota. ~