Barbarie

La Guerra Civil es el acontecimiento central del siglo XX en España. A partir de El Holocausto español de Paul Preston, el historiador Timothy Snyder analiza los factores políticos que la provocaron y estudia las características y las responsabilidades de la catástrofe, que sugieren una nueva forma de entender la historia de Europa.
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Paul Preston

El Holocausto español. Odio y exterminio en la Guerra Civil y después

Traducción de Catalina Martínez Muñoz y Eugenia Vázquez Nacarino, Barcelona, Debate, 2011, 864 pp.

 

El joven jesuita era un idealista. El padre Fernando Huidobro, un estudiante de filosofía menudo y con gafas, soñaba con la redención de España de los males de su república laica y redistributiva. Apoyaba el golpe militar que dieron los generales nacionalistas en 1936 y no daba crédito a las historias de masacres de civiles españoles a manos de los soldados rebeldes. Cuando llegó al campo de batalla como capellán católico romano en septiembre de ese mismo año, se enfrentó a dos realidades sorprendentes. En primer lugar, muchos de los soldados que luchaban contra la República bajo el estandarte del nacionalismo español eran musulmanes, mercenarios del Marruecos español. En segundo lugar, a los soldados cristianos les preocupaba muy poco aplicar la ética a sus acciones. El padre Fernando se dio cuenta rápidamente de que se había equivocado con respecto al comportamiento honorable de los rebeldes. La guerra que vio, como escribió valientemente al líder rebelde Francisco Franco, era “sin heridos ni prisioneros”, porque los soldados nacionales los asesinaban, al igual que a civiles que consideraban partidarios de la República. En abril de 1937, como cuenta Paul Preston en este impresionante libro de historia, el padre Fernando fue asesinado por la espalda por sus propios hombres.

Ese crimen solo es uno de los aproximadamente doscientos mil asesinatos cometidos durante la Guerra Civil española que Preston registra con este o mayor nivel de detalle. Su libro es una macrohistoria a través de la microhistoria y reúne relatos locales para componer un panorama sobrecogedor de una España torturada. Leer este estudio es como pasar la palma de la mano por el muro de la catedral de Toledo en una noche oscura: uno adquiere poco a poco impresiones dolorosas hasta que emerge la sensación de una estructura tenebrosa. Aunque Preston nunca plantea la cuestión directamente, da la impresión de que algo andaba mal en la Iglesia Católica. Bajo este recuento de pecados de católicos romanos contra católicos romanos, hay otra historia de musulmanes colonizados, enterrada como los restos de una mezquita bajo una catedral ibérica.

Lo que Preston sabe sobre los años de la Guerra Civil, 1936-1939, resulta asombroso, y es testimonio de su formidable trayectoria como historiador de la España del siglo XX, pero también del trabajo de historiadores españoles que están reconstruyendo el conocimiento de una época protegida durante mucho tiempo por un doble tabú. Tras la victoria de Franco y la destrucción de la República en 1939, la dictadura franquista impartió su propia y justificativa historia durante dos generaciones; tras su muerte en 1975 y  la amnistía general de 1977, en la España recién llegada a la democracia dominó el consenso de que era mejor retrasar la evaluación del pasado hasta que la democracia estuviera bien arraigada. Pero ese momento llegó por fin y la obra de Preston es una poderosa intervención en un debate español. Su importancia trasciende los acontecimientos que saca a la luz y sugiere una reevaluación básica de la historia europea reciente (aunque no la que propone su título).

 

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Preston comienza mostrándonos cómo es en realidad la lucha de clases, ese fantasma de la retórica política estadounidense. La lección de la Europa de entreguerras es que no hay magia política en un mercado indómito. Desde la Galitzia polaca al este hasta la Galicia española al oeste, condiciones de una desigualad radical conspiraron con instituciones estatales débiles para dirigir la energía del capitalismo contra la democracia, generando apoyos para la extrema izquierda y la extrema derecha, especialmente durante la Gran Depresión. En lo que todavía eran sociedades predominantemente agrarias, solo una reforma de la propiedad de la tierra habría mostrado a las mayorías campesinas que tenían algo que ganar con el voto y el pago de impuestos. Sin ella, los campesinos apoyaban a anarquistas o comunistas que les prometían un alivio de las exigencias aparentemente absurdas del Estado, mientras que los terratenientes consolidaron su poder económico en una reacción antidemocrática. En España, los ricos buscaron y encontraron ideologías que enmascarasen sus intereses y defensores que los protegieran. En la década de 1920, el dictador Miguel Primo de Rivera tranquilizó a los propietarios de tierras declarando que los reformadores eran gente ajena a la nación. Desde su punto de vista, quien apoyase cualquier tipo de cambio en el campo era un comunista, y los comunistas no eran españoles de verdad.

Bajo Primo de Rivera, los latifundistas españoles se sentían seguros de su posición en el mundo, los sacerdotes españoles conservaron su lugar como encargados de mantener el statu quo rural y los oficiales españoles vivieron “vertiginosas” promociones durante las guerras coloniales, al otro lado del Mediterráneo, contra los rebeldes marroquíes. Hasta un extremo que resulta realmente escandaloso, pero que Preston documenta de manera impresionante, los tres grupos aprendieron a ver en los desafíos al desigual y autoritario statu quo de la década de los veinte el producto de la penetración racial de un contubernio judeomasónico y bolchevique extranjero. Los fascistas españoles (los hijos de Primo de Rivera fundaron una de sus organizaciones) fueron quienes defendieron esas teorías de la conspiración con más entusiasmo, pero parece que adquirieron la condición de sentido común en buena parte de la derecha.

Y, así, la República, restablecida en 1931, estaba destinada a provocar una resistencia decidida y articulada. Su nueva constitución proclamaba un Estado laico, lo que irritó a los sacerdotes y a los conservadores. El primer gobierno purgó el cuerpo de oficiales, degradando a muchos militares que habían ascendido por sus hazañas en Marruecos. Y, lo que era todavía más indignante, se  preocupó por el destino del campesinado, en vez de dejarlo bajo la autoridad de los caciques locales.

En 1933 la derecha española volvió al gobierno, pese a perder el voto popular, gracias a una peculiaridad de la ley electoral. Sucedió justo a tiempo para dar marcha atrás a las políticas redistributivas en lo peor de la Gran Depresión. Los grandes terratenientes del sur de España reinstauraron lo que Preston llama relaciones “semifeudales”, radicalizando no solo a los campesinos sino también a una joven generación de socialistas y liberales. Cuando los mineros iniciaron una huelga en Asturias en octubre de 1934, el gobierno de derechas llamó al ejército. Franco presentó a los mineros españoles en huelga como una especie de enemigo extranjero inspirado en Moscú y sus tropas los castigaron como habían hecho con las tribus marroquíes rebeldes. Los distritos obreros de las ciudades sufrieron bombardeos, como los pueblos de Marruecos. Preston sugiere de forma convincente que esas actuaciones eran un anticipo del comportamiento que tendría el Ejército de África de Franco durante la Guerra Civil. Los meses que siguieron a la represión de la huelga minera incluyeron una sequía y un diluvio, que arruinaron las cosechas y empobrecieron el campo español. “El hambre de la España rural de 1936 –escribe Preston– es hoy poco menos que inimaginable.” En parte, es inimaginable porque ya no podemos imaginar el hambre, y menos todavía la amenaza de la escasez de alimentos que hacía de la tierra fértil un elemento central de la política local, nacional e internacional. Preston se esfuerza en ayudarnos a entender la perspectiva de unos campesinos hambrientos a quienes se impedía labrar campos reservados para jacas de polo o toros de lidia.

 

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En febrero de 1936, la izquierda y el centro alcanzaron la mayoría en el parlamento, y en los meses siguientes un grupo de generales respondió preparando un golpe militar contra la República. El líder del principal partido de derechas, la ceda, conocía los planes para destruir la República, e hizo todo lo que pudo para perturbar el trabajo parlamentario. Mientras tanto, los fascistas provocaban violencia en las calles para crear la impresión de que se necesitaba una mano dura. El nuevo gobierno formado tras las elecciones de febrero de 1936 era una provocación para la derecha por su mera existencia, pero resultaba demasiado tímido para la izquierda radical. Rechazó actuar contra los conspiradores cuando conoció su identidad, y los socialistas se negaron a unirse al gobierno para formar lo que habría sido una coalición más fuerte. Los campesinos interpretaron la formación de un nuevo gobierno como una señal de que podían empezar a cultivar tierras en barbecho que no les pertenecían. Trabajadores se declararon en huelga con la esperanza de obtener mejoras salariales. Los anarquistas esperaban impulsar el descontento hasta una revolución completa. Se negaron a cooperar con la República, a la que −y en eso coincidían con la derecha− consideraban ilegítima. Los anarquistas figuran como los idiotas políticos cercanos de esta historia: ayudaron indirectamente a la derecha, haciendo que la República pareciese débil e insostenible.

Los capítulos introductorios de Preston nos recuerdan que la lucha de clases de la derecha puede derrocar una República. El objetivo de Franco, y en general de la rebelión de 1936, era “asegurarse de que los intereses del antiguo régimen no volvieran a cuestionarse, como había ocurrido entre 1931 y 1936 a raíz de las reformas democráticas emprendidas por la Segunda República”. Pero probablemente la mayoría de los españoles aprobaba esas reformas, y la cosa no iba a ser fácil para los rebeldes. Los oficiales locales no siempre se sumaron al golpe; algunas provincias se defendieron; las grandes ciudades querían la República. Pero Franco buscaba una guerra larga, que él entendía como una oportunidad para la “redención” de la sociedad española a través de la sangre de los españoles que consideraba enemigos. Una campaña más larga creaba la posibilidad de eliminar a los grupos que veía como bastiones de la República.

Como había muy pocos judíos, masones o bolcheviques en España, la idea de su conspiración era infinitamente flexible, y se podía aplicar simplemente a cualquiera que hubiera apoyado el orden político legal de la República. Debían ser eliminados siguiendo un “plan previo de exterminio”. Preston lo define como una “inversión en terror”: el asesinato masivo no solo era una forma de ganar una guerra civil, sino también de preparar la dictadura que seguiría. La idea franquista de una “redención” de la población a través de la sangre tenía una aplicación particular sobre las mujeres, que Preston explica cuidadosamente. En el orden natural de las cosas, las mujeres estaban subordinadas. Las campesinas jóvenes debían contentarse con prostituirse, en un sentido bastante literal, para los herederos de la riqueza terrateniente. A ojos de la derecha, las mujeres que eran libres para decidir por sí mismas su vida sexual se convirtieron en defensoras de la República políticamente desviadas. Por tanto, en su caso la “redención” implicaba la violación antes del asesinato, una doble afirmación de poder.

Franco y sus aliados también lamentaban la “africanización” de la vida pública. Equiparaban los intentos realizados por la República para ayudar al campesinado con el salvajismo al que creían enfrentarse en África, y presentaban a los campesinos españoles como inferiores raciales comparables a los nativos de las tribus marroquíes. Esta resurrección del segundo espectro que perseguía a la nacionalidad española –el moro inferior junto al judío conspirador– llevaba consigo una paradoja espeluznante. El Ejército de África de Franco llevó las prácticas del colonialismo al territorio español. Oficiales y hombres se jactaban de tratar las localidades españolas como trataban las marroquíes. Mataban a los heridos, a los prisioneros y a las élites locales por las mismas razones por las que lo habían hecho en África: para no dejar ninguna posibilidad de resistencia en la retaguardia y para intimidar al campo circundante.

Durante la Guerra Civil, la Legión y los regulares, que luchaban en las filas nacionales, mutilaron cadáveres, masacraron a prisioneros y violaron a mujeres de clase obrera. La Legión estaba compuesta sobre todo por españoles, con algunos cubanos y otros latinoamericanos. Los regulares, pese a su nombre, se componían de tropas musulmanas reclutadas en Marruecos y alentadas por una promesa de pillaje en España. Preston es tan contenido como puede serlo cuando presenta la práctica habitual de la violación múltiple de mujeres españolas por mercenarios musulmanes bajo el mando de los nacionales españoles. Era parte integral de la política de Franco.

 

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Es difícil exagerar la familiaridad de Preston con las atrocidades individuales que documenta, una tras otra. Las ejecuciones a primera hora de la mañana atraían a multitudes en Pamplona y a ellas acudían vendedores de chocolate caliente. Se arrestó y fusiló a mujeres embarazadas en una maternidad a las afueras de Toledo. El alcalde progresista de Uncastillo fue humillado, torturado y ejecutado; descuartizaron su cadáver con un hacha. Un piloto republicano que se estrelló en zona rebelde fue asesinado, su cuerpo fue cortado en pedazos que se introdujeron en una caja y la caja se arrojó sobre Madrid con una nota amenazadora. Los terratenientes que se sumaron a la rebelión también se sumaron a su violencia. Sus hijos obligaban a los campesinos a cavar su propia tumba antes de fusilarlos, mientras les preguntaban: “¿No pedíais tierra? Pues la vais a tener; ¡y para siempre!” Jóvenes señoritos cazaban campesinos en sus jacas de polo. Un cacique mató a diez campesinos por cada uno de sus toros de lidia que la población local se había llevado y comido.

El desafío histórico que este libro supone para la Iglesia Católica Romana es considerable. Aunque algunos sacerdotes intentaron evitar la violencia o dieron refugio a quienes estaban amenazados, parece que fueron más numerosos los que apoyaron la rebelión e incluso se unieron a las columnas combatientes. Algunos adoptaron el saludo fascista y tomaron parte directa en las matanzas. Un sacerdote mató a un hombre que buscaba refugio en un confesionario.

A Preston le preocupa mostrar que durante la Guerra Civil española la violencia de la derecha fue superior a la violencia cometida por la izquierda. Muchos testimonios contemporáneos de las atrocidades llegaban de Madrid, donde reporteros y embajadores podían observar y criticar las acciones de la República, pero no las de los rebeldes (con algunas excepciones, como ese cadáver arrojado desde el aire). Preston nos recuerda que la opinión dominante entre la clase dirigente británica (Churchill es un buen ejemplo) era que las matanzas cometidas por la derecha era relativamente insignificantes. Pero, con la ayuda de una gran cantidad de documentación que han publicado los historiadores españoles en los últimos tiempos, Preston muestra que unos ciento cincuenta mil españoles fueron asesinados en territorios controlados por los sublevados nacionales, frente a unas cincuenta mil víctimas en la zona republicana.

También le preocupa demostrar unas cuantas diferencias en las intenciones y las motivaciones. La República era un Estado y le importaba el imperio de la ley. Tras la perturbación de la ley que produjo el golpe, todos los partidos de izquierda –socialistas, comunistas, trotskistas y anarquistas– crearon sus propias checas (un término soviético) y escuadrones de la muerte para eliminar a enemigos internos. Pero el propio gobierno apoyaba los tribunales populares que reemplazaron esas unidades asesinas. A medida que la guerra avanzaba, el número de personas asesinadas por los republicanos disminuyó de manera constante. La mayor masacre cometida por el bando republicano fue el asesinato de unos dos mil prisioneros en Madrid, cuando las fuerzas franquistas se aproximaban a la ciudad. Fue una atrocidad terrible, pero señala una diferencia básica: normalmente, las fuerzas franquistas ni siquiera hacían prisioneros. El político socialista Indalecio Prieto pronunció en agosto de 1936 un discurso elocuente, donde decía que los defensores de la República no debían asesinar a sus enemigos, pese a las prácticas de los rebeldes: “¡No los imitéis! ¡No los imitéis! Superadlos en vuestra conducta moral.” Aunque no siempre le hicieron caso, tenía razón cuando preguntó en el exilio si el otro bando había emitido alguna vez una llamada similar a la misericordia.

La fuerza política más violenta en la zona republicana eran los anarquistas, que luchaban contra Franco pero también se oponían a la República. Fuera del alcance del gobierno y generosamente armados, era imposible controlarlos. Dirigían las checas más sangrientas; un escuadrón decoró su autobús con calaveras y sus uniformes con el mismo símbolo. Quemaban los cadáveres para evitar la investigación y la identificación; quemaban iglesias y conventos por principio. Veían la contienda civil como el preludio de una revolución que no solo reduciría a la derecha sino a todos los que defendían el Estado, incluyendo a los socialistas y los comunistas. Intentaron colectivizar la agricultura, a veces obligando a los campesinos que acaban de obtener la tierra de los terratenientes a cederla a una granja colectiva. Ellos y los comunistas españoles se mataron entre sí en cantidades importantes, a causa de auténticas diferencias de doctrina y práctica. Los anarquistas querían una transformación inmediata y radical; los comunistas querían estabilidad para construir un gobierno que atendiera a los deseos de Moscú. Los anarquistas, con bastante razón, pensaban que el comunismo español era una tapadera de los intereses de la política exterior soviética. Los comunistas, con bastante razón, creían que los descuidados métodos de reclutamiento de los anarquistas permitían que muchos traidores accedieran a las instituciones de la República.

Mientras que los anarquistas gozaban de un gran apoyo local en España, los comunistas dependían de un poderoso patrocinador extranjero, la Unión Soviética. (La intensidad del interés soviético en España es uno de los temas de Terror und Traum, la maravillosa historia del Moscú de esa época que escribió Karl Schlögel.) Cuando el Estado español alcanzó cierta estabilidad durante la Guerra Civil, fue gracias a la ayuda de la Unión Soviética, que empezó a llegar en el otoño de 1936. Pero el apoyo tenía un precio: la aprobación de la interpretación soviética del conflicto y la represión concomitante de aquellos españoles que los soviéticos definían como enemigos.

 

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La política europea de intervención en España es un asunto que Preston no aborda en este estudio: en lo que respecta al caso soviético, y en términos más amplios, espera que el lector conozca el curso general de la guerra, y las razones y motivos de las potencias extraespañolas que participaron. Así, leemos que los hombres de Franco fueron transportados en aviones alemanes e italianos, o que recibieron apoyo de Portugal cerca de la frontera, pero nunca se nos dice por qué se comportaban así esos vecinos.

Preston sitúa la violencia durante la Guerra Civil en el centro de la historia española moderna. Es cierto, aunque el lector no iniciado puede tener problemas para seguir la secuencia de acontecimientos, a causa de la escasez de referencias a sucesos y tendencias más amplios, especialmente a la lucha entre fascismo y antifascismo que definió la política europea entre 1934 y 1939. El ascenso de Mussolini al poder en Italia había consolidado el fascismo como una nueva forma de la política moderna; el ascenso de Hitler en Alemania había producido una nueva amenaza que Stalin comprendió paulatinamente y pretendía contrarrestar. En 1934, la Unión Soviética inició un intento de reorganización de los partidos de izquierda de toda Europa en frentes populares, y ordenó a los comunistas que cooperasen con los socialistas en lugar de llamarlos “socialfascistas”, como había postulado hasta entonces la línea del partido. La posición soviética entre 1934 y 1939 no era revolucionaria sino defensiva, un intento de rodear la Alemania nazi de repúblicas de izquierdas que tuvieran relaciones amistosas con la Unión Soviética.

Preston tiene razón al oponerse a cualquier reducción de la Guerra Civil española a una batalla subsidiaria entre las fuerzas del fascismo y el antifascismo pero, sin una idea de esa competición internacional por las lealtades de los europeos, incluso los detalles locales pueden parecer oscuros en ocasiones. Como ha explicado Preston en otros libros, los fascistas italianos y los nazis alemanes prestaron a Franco una ayuda considerable, y la percepción que tenía Stalin de la amenaza fascista ejerció una gran influencia en la forma y la naturaleza de la intervención soviética. (Una guía para este tema es Unión Soviética, comunismo y revolución en España de Stanley G. Payne.) Preston conoce el asunto a la perfección. Uno sospecha que su intención es hacer hincapié en la responsabilidad española en las atrocidades cometidas en España.

Desde el punto de vista soviético, España solo era un frente de una lucha mundial entre las poderosas fuerzas del imperialismo y el asediado Estado soviético, la patria del socialismo. Los imperialistas, como argumentaban los hombres de Stalin en las farsas judiciales de Moscú cuando empezaba la Guerra Civil española, estaban representados dentro de la Unión Soviética por los partidarios de Trotski, que había sido rival de Stalin y para entonces estaba exiliado en México. Naturalmente, no toda la gente que pertenecía a la izquierda internacional se sentía identificada con esa interpretación particularmente personalista de Stalin. En España, el POUM (que George Orwell trata con simpatía en Homenaje a Cataluña) se identificaba más con Trotski que con Stalin y criticaba las farsas judiciales soviéticas.

Por esa razón, cuando el NKVD empezó a hacerse conocido en España en el otoño de 1936, sus objetivos no fueron los nacionales y los fascistas, que eran el enemigo militar, ni los liberales burgueses y los socialistas, que debían sostener un gobierno del Frente Popular que mantuviera buenas relaciones con la Unión Soviética. Los enemigos cruciales, en la cosmovisión de los estalinistas, eran los comunistas disidentes: los trotskistas y el POUM. Diestros en la táctica y miopes en la estrategia, los soviéticos eliminaron a sus enemigos íntimos de la izquierda. Como cuenta hábilmente Preston, en España el NKVD falsificó un documento para “demostrar” que el líder del POUM, Andreu Nin, era un agente de la Gestapo. Hombres del NKVD lograron sacar a Nin de la custodia de las fuerzas españolas y ejecutarlo. Asesores soviéticos en Madrid aprovecharon el caos que los anarquistas provocaban tras las líneas del frente como pretexto para eliminar al POUM.

Los soviéticos nunca habrían alcanzado la importancia que tuvieron en España sin el golpe de Franco, que obligó a la República a buscar ayuda desesperadamente. Tras la victoria franquista a principios de 1939, y durante los siguientes tres largos decenios de dictadura, Franco exageró sistemáticamente la importancia de la influencia soviética e ignoró el hecho obvio de que sus propias acciones habían convertido a España en el juguete de intereses extranjeros. Uno de los grandes aciertos de Preston es su resistencia a la lógica polarizadora de la política en la era del fascismo y el antifascismo. No es partidario de nada, excepto del registro claro del asesinato masivo, sin importar quiénes fueran los perpetradores y sus objetivos. Sin duda, no intenta minimizar la violencia soviética, o la violencia perpetrada por la izquierda en general. Le dedica la misma meticulosa atención al detalle que a las atrocidades de la derecha. Cuando concluye que una era sustancialmente peor que la otra, es el juicio cuidadoso de un historiador meticuloso.

 

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Este libro invita a reconsiderar el siglo XX europeo. Es difícil pasar por alto el parecido entre el bombardeo alemán de Guernica en 1937 y el bombardeo alemán de las ciudades polacas, empezando por Wieluń en 1939. Los tres propósitos básicos del terrorismo político de Franco son idénticos a los de los alemanes en la invasión de Polonia, que se produjo menos de seis meses después del final de la Guerra Civil española: el asesinato de las élites que podrían resistir, la intimidación de una población que se presumía hostil y la preparación de una dictadura futura. La pacificación de Franco también fue similar a los métodos que usaron los soviéticos cuando invadieron Polonia en 1939. Para entonces, Stalin había dado un nuevo giro, aceptando la invitación de Hitler para destruir Polonia juntos. Que Franco, Hitler y Stalin emprendieran medidas bastante similares diseñadas para destruir físicamente toda una élite política en 1939 no solo hace pensar en la crueldad de finales de los años treinta, sino también en una tendencia más amplia de la historia europea del siglo XX.

Pese a importantes diferencias ideológicas, los tres regímenes eran ejemplos de la llegada de prácticas neocoloniales a la propia Europa. Los soviéticos autocolonizaron (en palabras de Stalin), al colectivizar la agricultura para construir una industria; los alemanes querían colonizar Europa oriental para construir un paraíso agrario para los amos alemanes; Franco llevó tropas coloniales desde África para restaurar un orden tradicional agrario y oprimir a un campesinado orientalizado. Los tres enfoques eran alternativas ideológicas a la reforma agraria bajo condiciones democráticas, que en general había fracasado; los tres eran respuestas económicas a la Gran Depresión, que parecía señalar el final del capitalismo como tal; y los tres eran proyectos políticos de dominación agraria en una Europa en la que la expansión marítima y por tanto el colonialismo tradicional ya no parecían posibles. En otras palabras, si se une la historia de la violencia autocolonizadora en el oeste de Europa (España) a la de Europa central (Alemania) y Europa oriental (la URSS), surge un nuevo modelo para el siglo XX. En la década de 1930, el principal tema de la historia de Europa varía desde la colonización a la autocolonización. Después, tras el desastre de la Segunda Guerra Mundial (Europa occidental) o la desaparición del comunismo (Europa oriental), pasa de la autocolonización a la integración, donde integración significa, precisamente, el abandono de prácticas coloniales tanto en Europa como fuera de ella.

Estas son mis reflexiones sobre la forma del siglo europeo que sugiere el rotundo logro que es este libro. Quizá habría sido preferible que Preston hubiera integrado su espectacular estudio en una interpretación propia y más amplia de la historia de Europa, en vez de recurrir a una obtusa apropiación del término “Holocausto”. Tras el agotador trabajo que supone reunir una historia tan exhaustiva de la atrocidad, es comprensible que Preston buscara un título llamativo. Y, por supuesto, tiene bastante razón cuando señala ciertas similitudes entre las experiencias españolas y judías. Franco era un antisemita que asesinó a civiles. Los aliados españoles de Franco daban mucha importancia a supuestas diferencias de sangre entre ellos y sus oponentes. A menudo, los refugiados españoles que huían de Franco terminaron en campos alemanes. Pero todo eso no hace un Holocausto.

El asunto no es que el exterminio nazi de los judíos europeos no pueda nunca y de ningún modo compararse de manera útil con otros crímenes. El asunto es que la palabra “Holocausto” significa precisamente eso, y no otra cosa, y tenemos que preservar los términos para tener la posibilidad de entender la historia. Alemania llevó a cabo otras políticas de asesinato masivo además del Holocausto; deberíamos darles, y les damos, otros nombres. Otros Estados también implementaron políticas de asesinato masivo, y podemos y deberíamos darles otros nombres. Si los españoles cometieron asesinatos masivos a finales de la década de 1930, como Preston demuestra de forma convincente, deberíamos intentar comprender ese acontecimiento (y es difícil imaginar un guía mejor que Preston), y después deberíamos encontrar un término adecuado. Ese término no es “Holocausto”, sencillamente porque “Holocausto” significa otra cosa. Este es un libro, en otras palabras, que no se puede juzgar por la cubierta. El título es un error profundo, pero el trabajo histórico es soberbio. ~

 

© The New Republic

Traducción de Daniel Gascón

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Timothy Snyder (1969) es un historiador estadounidense, profesor en la Universidad de Yale, especializado en la historia de Europa Central y del Este y en el Holocausto. Su libro más reciente en español es 'Nuestra enfermedad. Lecciones de libertad en un diario de hospital' (Galaxia Gutenberg, 2020).


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