El capitán Alfred Dreyfus se volvió el primer habitante de nuestro siglo. Hitler era un niño y Kafka un adolescente cuando Dreyfus inauguró como víctima el universo concentracionario y se transformó en el personaje de una novela no escrita, la del inocente que de pronto se ve castigado por un crimen ajeno y perdido en el laberinto de las instituciones, conjuradas para destruirlo sin que él sepa por qué.
En otro sentido Dreyfus es Abel, caído bajo los golpes de su hermano, y Job, el hombre contra quien se desatan todos los males del mundo y sólo puede resistirlos, y salvarse por último, gracias a su fe. En su caso, paradójicamente, la fe en los mismos valores de quienes se conjuraron para aniquilarlo: la patria, la familia, el honor, el ejército.
Cuando la información sustituye al conocimiento estamos enterados de todo pero no sabemos nada de nada. El affaire Dreyfus constituye uno de esos relatos de la historia que antes se escuchaban a menudo en la radio y después hemos visto en la televisión, en el cine, en las revistas. Es como el Titanic, Rasputín, Anastasia, la tumba del faraón, la conquista del Polo Norte, el proceso paralelo de Oscar Wilde. ¿Dreyfus? Ah sí, un capitán judeofrancés al que acusaron de espionaje. Estuvo en la Isla del Diablo, ¿no? Pero luego intervino Émile Zola y demostró que era otro el culpable. ¿Verdad?
La Ciudad Luz y el corazón de las tinieblas
La nostalgia es siempre una ficción consoladora, nunca tan fuerte como cuando selecciona sus imágenes en el archivo de lo inmemorable, de lo no vivido. Todos aceptamos que hubo una Belle Époque cuando era nuevo todo lo nuevo: la luz eléctrica, el cine, el teléfono, el metro, los taxis, la fontanería, la telegrafía inalámbrica, el fonógrafo. “Quien no conoció el mundo anterior a 1914 no sabrá nunca lo que fue la dulzura del vivir.” El más superficial acercamiento al affaire por excelencia aniquila la belleza de la época, instala en plena “Ciudad Luz” el corazón de las tinieblas.
Existen centenares de libros en torno a Dreyfus. Hasta donde uno puede saber, la obra fundamental, la que resume y amplía a todas las demás, es L’affaire (1983) de Jean-Denis Bredin. Hay una excelente traducción de Jeffrey Mehlman: The Affair: the Case of Alfred Dreyfus (1986). Quien se interese por el tema debe leer el libro de Bredin, fuente principal de los datos expuestos en este artículo y ejemplar combinación de rigor académico y fluidez narrativa.
¡Bredin leyó todos los libros y todos los textos periodísticos y exploró todos los archivos disponibles hasta 1982! A su trabajo sólo puede añadirse una posdata: el desenlace de 1995. El caso Dreyfus tardó cien años en llegar a su culminación. Su resonancia no ha terminado ni acabará jamás
La conexión mexicana
La historia empieza en 1870 con la guerra franco-prusiana. En Sedán las fuerzas de Von Moltke derrotan y capturan al emperador Luis Bonaparte, Napoleón III. El mariscal Bazaine, procónsul de México, se rinde en Metz. En Versalles, Bismarck proclama el imperio alemán, reunión de todos los estados germánicos bajo la hegemonía de Prusia, exige a Francia una enorme indemnización y los territorios de Alsacia y Lorena.
Muchos habitantes de esas regiones se rehúsan a verse convertidos en alemanes y van hacia Francia, su verdadera patria. Un niño de once años, Alfred Dreyfus, nacido en Mulhouse, jura que será militar y vengará la afrenta. La revancha es la obsesión de Francia. El ejército se confunde con la patria. Las nuevas generaciones deben estar formadas por guerreros. De allí que ser niño signifique adiestrarse desde los primeros juguetes para la guerra y que se generalicen las prácticas deportivas. Los juegos olímpicos son resultado de esta mentalidad.
Al mismo tiempo la idea de la derrota es inasimilable. Francia es el primer país del mundo. Sus gloriosas fuerzas armadas no pueden perder. Tiene que haber habido una traición. ¿Por parte de quién? De alguien ajeno, extraño, extranjero. La teoría conspirativa hace que nadie tome en cuenta lo que significó el desgaste del ejército triunfador en Magenta y Solferino en el Vietnam del siglo XIX: México, que exigió el envío de más y más tropas en el vano intento de crear un protectorado “latino” capaz de frenar la expansión anglosajona.
Del prejuicio a la doctrina
Los Dreyfus son una familia rica. Poseen telares y fábricas. Representan a la nueva burguesía y a los judíos asimilados a la sociedad francesa. La observancia de su religión es un asunto privado. Ellos se consideran patriotas, lo demostraron al cambiarse a París, aman a Francia y viven agradecidos a una revolución que en 1791 emancipó a los judíos, es decir los sacó del gueto donde vivieron confinados tantos siglos y los volvió ciudadanos con los mismos deberes y derechos que los demás franceses.
Alfred se casa con Lucie Hadamard. Son padres de dos niños, Pierre y Jeanne. Viven en la avenida del Trocadero. Es el primer judío francés aceptado en la Escuela Superior de Guerra. Como oficial de artillería tiene por delante una carrera promisoria. Su ilusión es ascender en el escalafón y llegar a general cuando al fin llegue el desquite de 1870 y su tierra alsaciana sea reintegrada al suelo patrio.
Modesto, discreto, silencioso, trabajador, obsesivo del deber, tiene el defecto de esa timidez que puede ser tomada por arrogancia o desdén. Él no necesita su salario. Vive mejor que sus compañeros. Es judío. Cuando Dreyfus iba a cumplir catorce años Wilhelm Marr añadió a todos los idiomas una nueva palabra: antisemitismo. El prejuicio secular se convirtió en doctrina. La explosión de intolerancia recorrió toda Europa. Las víctimas de los pogromos ordenados por el zar se refugiaron en Francia. Se habló de la invasión judía, aunque nunca llegaron a ser más de 68 mil entre 38 millones de franceses.
Violencia verbal y genocidio
La violencia material por necesidad existe antes como violencia verbal. Edouard Drumont publicó en 1886 La France Juive. Alcanzó 200 reimpresiones. Luego fundó y dirigió La Libre Parole, el más virulento periódico antisemita de Francia. Drumont logró articular en sus diatribas cosas tan opuestas como la tradición católica y el anticapitalismo populista.
La Francia que iluminaba al resto del mundo también estaba estremecida por el terror anarquista y los avances del movimiento obrero, sus sindicatos y sus huelgas, sus protestas contra la jornada de 12 a 14 horas y la falta de seguridad social. De repente todas las ansiedades, miedos, furias; todos los problemas engendrados por el desarrollo capitalista y el progreso tecnológico e industrial; toda la miseria de los campesinos y los obreros; todo, en fin, lo que estaba mal pudo explicarse mediante las razones de la irracionalidad.
La tierra y los muertos
Hay una conspiración contra Europa, clamaban Drumont y La Libre Parole. Los judíos quieren adueñarse del mundo. Pueblo deicida. Judío viene de Judas: por dinero vendió a Nuestro Señor. Judío errante quiere decir apátrida. Es un mercader: no toca nuestra tierra en donde están nuestros muertos. Ama el dinero, no la guerra. Nos desprecia. Tritura a los arios y a los católicos. Marx y todos los que pretenden acabar con Europa son judíos.Tan judíos como los Rothschild que arruinan a los pequeños bancos y a sus ahorradores.
Por tanto no existe lucha de clases. El único enemigo es el judío: el otro, el malo, el extranjero, separado de la comunidad y la nación. Como revolucionario, amenaza los valores tradicionales y la unidad nacional. Como capitalista, el campo, explota a los obreros, destruye a los pequeños comerciantes, viola a las hijas del pueblo. Es el enemigo de Francia; traidor nato, rapaz, usurero, avaro, especulador. Inteligente sin duda, por eso aspira al dominio universal. Culpable tanto del capitalismo explotador como del liberalismo burgués, trabaja en combinación con los protestantes y los masones. Lujurioso y perverso, destruye a la familia cristiana. Hay que confiscar su riqueza, expulsarlo de Francia, pedir que llegue un liberador y ejecute nuestra venganza.
Toda esta retórica siniestra en que podían reconocer sus miedos, ansiedades y reproches al mundo tanto las víctimas como los beneficiarios del gran desarrollo que estremeció al siglo XIX europeo; la feroz intolerancia, el fanatismo, el miedo al cambio, todo era abstracto (“¿Te ha hecho algo un judío? A mí no pero me han contado.”). Todo se concretó y adquirió un cuerpo y una cara en el capitán Dreyfus. La cara y el cuerpo de un inocente. Dreyfus no era reo más que del delito de haber nacido.
El cesto de los papeles
Para cercar a Alemania, Francia firmó una alianza con Rusia que iba a serle fatal en 1914. El mayor Hubert Joseph Henry, subjefe de contraespionaje en el ministerio de Guerra, infiltró en la embajada alemana a una sirvienta, madame Bastian. Le llevaba todos los papeles que rompía y arrojaba a su papelera el coronel Maximilien von Schwarzkoppen, agregado militar. Si alguien escribe en una novela que el coronel se deshacía en esta forma de cartas tan íntimas como las que cruzaba con su amante y homólogo italiano Alessandro Panizzardi nadie sigue leyendo el libro. La realidad, sin embargo, no exige verosimilitud como la ficción.
El 26 de septiembre de 1894 Henry unió pedazos de papel que formaban un bordereau, una lista o un “menú” de documentos estratégicos ofrecidos en venta. Sólo un oficial del estado mayor podía tener acceso a ellos. Entre los oficiales se hallaba Dreyfus.¿No había dicho Drumont en La Libre Parole que era un peligro aceptar judíos en el ejército? Estaba claro, sólo Dreyfus podía tracionar. Para colmo, era alsaciano, es decir casi alemán, y hablaba el maldito idioma del enemigo.
La premisa de la culpabilidad
Al estudiar los “demonios internos” de Europa, Norman Cohn vio el antecedente de esta ola de demencia homicida en la persecución y quema de las llamadas “brujas”, en realidad una cruzada de exterminio contra las mujeres. Ante los inquisidores quien decía “sí” era calcinada por hechicera; quien decía “no” ardía en las llamas por mentirosa. A partir de la premisa de la culpabilidad todo encaja: Dreyfus fue sometido a una prueba caligráfica. Si temblaba, era culpable; si se mantenía sereno, estaba fingiendo. Su letra se parecía a la del bordereau en una época en que la escuela francesa había unificado los rasgos caligráficos de todos los estudiantes y en la medida en que los rasgos de un pulso se parecen a los rasgos de otra persona con la misma edad y la misma instrucción.
Arrestado de inmediato, sin posibilidad de defenderse, en todo momento juró su inocencia. Estuvo a punto de enloquecer. No sabía de qué lo acusaban. La Libre Parole creó a “Dreyfus”: judío de raza, alemán de formación, cáncer, vampiro sin honor ni patriotismo, justificación de cuanto se había dicho desde que apareció La France Juive.La embajada alemana negó toda relación con Dreyfus. Claro, dijeron, protege a su espía. En una ceremonia atroz en la Escuela Militar, Dreyfus fue degradado. Le arrancaron sus insignias y charreteras. Rompieron su espada y lo hicieron desfilar ante una multitud que gritaba mueras a los judíos. Theodor Herlz, un joven austriaco de una familia asimilada, asistía a la escena como enviado de un periódico vienés. Le pareció que no había esperanza para los judíos en Europa y al año siguiente fundó el movimiento sionista.
La Isla del Diablo
Dreyfus fue condenado unánimemente por una sola prueba, negada sin descanso por él y cuya autenticidad era discutible. Usaron para destrozarlo fragmentos de una carta amorosa de los agregados militares alemán e italiano en la que aparecía la inicial “D”, pero de ella no se habló en el juicio. Los testimonios favorables de los grafólogos no se tomaron en cuenta.
La sentencia atroz: cadena perpetua en la colonia penitenciaria de la Isla del Diablo, en la Guayana Francesa. Nadie lo defendió. Nadie podía levantarse a hablar en pro de un traidor. Georges Clemenceau y Jean Jaurés publicaron artículos contra él y pidieron la pena de muerte. Émile Zola guardó silencio. La comunidad judía prefirió no avivar la hoguera del odio. La actitud fue la resignación como ante las matanzas en los guetos. Confiemos en Dios. Es una prueba. Pasará como pasaron las anteriores.
El 22 de febrero de 1895 todo había terminado. Entre golpes y escupitajos fue conducido al infierno. Infierno, ¿qué otro término describe una choza hirviente de calor (40 grados y más) y pululante de insectos tropicales, mosquitos, cucarachas, niguas, arañas inmensas? Dreyfus agonizó allí, vigilado día y noche, sin poder dormir ni hablar con nadie, enfermo de malaria, sometido a una dieta de manteca de cerdo, un pan, agua, sal, a veces un poco de carne cruda. Cada tanto le permitían recibir y escribir cartas a su familia. En ellas siempre insistió en su inocencia, su amor a Francia y su confianza en el ejército.
Esta víctima paradigmática del antisemitismo jamás mencionó en sus cartas ni en sus textos legales su condición de judío. Él era un francés, un militar francés por añadidura. Lo que más le importaba era la restitución de su honor tan brutal y tan injustamente violado.
No lo dejaron bañarse en el mar ni recibir alimentos enlatados. Más tarde lo encadenaron al catre y lo aherrojaron hasta causarle llagas supurantes en los tobillos. Cualquier otro se hubiera suicidado. Dreyfus resistió cuatro años de martirio porque estaba convencido de su inocencia. Los supuestos “destructores de la familia” dieron el mayor ejemplo conocido en la historia de lo que hoy la extrema derecha defiende como “valores familiares”: no ha habido un amor fraternal como el de Mathieu Dreyfus ni conyugal como el de Lucie. Símbolo planetario de la izquierda, Dreyfus era un francés conservador y convencional y nunca pretendió ser otra cosa.
Esterhazy y el falsificador
A la oficina de contraespionaje, llamada por eufemismo “Sección de Estadística”, llegó el mayor Georges Picquart. En 1896 encontró entre la basura de Schwarzkoppen un petit bleu (las cartas que se enviaban de un barrio a otro de París por medio de tubos neumáticos) dirigido al mayor Ferdinand Walsin Esterhazy. Pidió ejemplos de su caligrafía y comprobó que la letra era idéntica a la del bordereau. Él y no Dreyfus era el espía al servicio de Alemania.
Miembro de una rama irregular de la aristocracia húngara, Esterhazy había nacido en París. Simpático y buen conversador, mitómano, ingrato, ladrón, estafador, cruel con las mujeres, copropietario de un burdel, asiduo escribiente de La Libre Parole, vivió siempre por encima de sus medios. Sus perpetuas deudas y sus muchas amantes lo llevaron a venderse a los alemanes.
El mayor Henry pensó que la vindicación de Dreyfus sería deshonrosa para el ejército y se dedicó a falsificar nuevas pruebas. Picquart fue destinado a Túnez. Esterhazy dijo que todo eran calumnias judías y que si Francia le fallaba iba a recurrir a la protección del Káiser, soberano de su familia. Mientras tanto el joven Bernard Lazare ya se había atrevido a romper la otra conspiración, la del silencio, y a escribir en defensa de Dreyfus.
Matthieu publicó fotografías del bordereau y de cartas de Esterhazy para mostrar la identidad de la letra. Una de las cartas hablaba de su odio a Francia y a los franceses y su deseo de morir exterminándolos como capitán de ulanos alemanes. Entonces, Clemenceau en L’Aurore pidió la revisión del proceso. Mientras Esterhazy fue juzgado y absuelto, Picquart quedó en una prisión militar. Dreyfus, en la Isla del Diablo, no sabía nada de esto. No se le enviaban periódicos y las cartas eran censuradas.
Yo acuso
La absolución de Esterhazy provocó la carta de Zola al presidente Félix Faure. Apareció en L’Aurore, el 13 de enero de 1898. Clemenceau la tituló “Yo acuso”. Zola era el novelista más célebre y rico de Francia. No tenía nada que ganar por defender a la justicia. Al contrario, perdió todo: su obra, su fortuna y hasta su vida. Zola y no Sartre es el auténtico escritor comprometido.
“La verdad está en marcha y nada la detendrá. El caso no ha comenzado hasta hoy, porque sólo hoy las posiciones están claras: por un lado los culpables que no quieren que se haga justicia; por otro, los justicieros que darán la vida porque se haga… Cuando se entierra a la verdad, la verdad se concentra, adquiere tal fuerza explosiva que, el día en que salta, hace volar todo con ella.”
Zola afirma la inocencia de Dreyfus y acusa al teniente coronel Du Paty du Clam, al general Mercier, al general Billot, al general De Boisdefre, a los grafólogos, al ministerio de la Guerra, a los consejos de guerra. Los verdaderos traidores a Francia y a sus fuerzas armadas son los conspiradores que apoyan y esconden al traidor Esterhazy. Zola fue condenado por injurias al ejército y tuvo que exiliarse en Inglaterra.
La aparición de los “intelectuales”
El 14 de enero el mismo periódico publicó el “Manifiesto de los Intelectuales”. La palabra fue usada primero como insulto por sus enemigos, asombrosamente en el mismo sentido con que suele usarse en México: un reproche a la vanidad de escritores, profesores y artistas que se meten en donde no los llaman y se atreven a dar su opinión sobre cuestiones públicas en vez de concentrarse en su trabajo.
Pero sin la actitud de los “intelectuales” la noche hubiera caído hace un siglo sobre Francia y sobre el mundo entero.
El verdadero affaire comenzó en ese momento. Los dreyfusards fueron los jóvenes y los que abrían nuevos caminos en el arte y en la ciencia: Proust, Gide, Mallarmé, Peguy, Renard, Maeterlinck, Verhaeren, Benda, Durkheim, Lévy-Bruhl, aunque también hubo personas como Anatole France y Edmond Rostand que tenían razones para estar en la orilla opuesta. Los antidreyfusards fueron en general los que habían recibido ya las recompensas del mundo. Duele encontrar entre ellos a Verne, José María de Heredia, Pierre Louys, Léautaud y el joven Paul Valéry.
Por el camino de Auschwitz
La gran batalla moral por la justicia y los derechos humanos provocó una primera “noche de los cristales rotos” en que los establecimientos judíos fueron saqueados. El fascismo avant la lettre nació con la Liga de la Patria Francesa. Picquart denunció las falsificaciones de Henry. El mayor quedó preso. Aceptó su fraude y dijo que había actuado por el honor del ejército. Se degolló con una navaja de afeitar. Morir le llevó quince minutos y ensangrentó su celda entera. Esterhazy huyó a Inglaterra. La Libre Parole abrió el camino de Auschwitz: propuso que los judíos reemplazaran a los conejos en las prácticas de vivisección, los llamó “plaga, insectos” y convocó a su exterminio.
Incapaz de resistir el clamor el gobierno se inclinó por un segundo juicio. Los conspiradores hicieron hasta lo imposible porque el caso fuera juzgado en tribunales favorables y por enviar a Picquart a la Isla del Diablo. Dreyfus volvió a Francia tras cuatro años y diez meses de continuo tormento. A pesar de que las pruebas resultaban abrumadoras —todo el mundo reconocía la culpa de Esterhazy y las falsificaciones de Henry y hasta el mismo Schwarzkoppen negaba haber tenido nunca trato alguno con Dreyfus— pudieron más los intereses de los altos militares enredados en el error y la conspiración y la sentencia fue de nuevo condenatoria.
El presidente Faure murió en su propia Sala Oval y en brazos de su Mónica Lewinsky. Con el país dividido en dos y la amenaza de guerra civil, al nuevo presidente Loubet no le quedó más remedio que indultar a Dreyfus. Muchos de sus partidarios se indignaron de que aceptara el indulto y se decepcionaron al ver que su héroe era una persona común sin ningún rasgo brillante ni estruendoso —como si no fuera heroísmo el haber resistido lo que soportó.
Dreyfus y Maurras
En 1906 Dreyfus fue rehabilitado. Se anularon todos los cargos y en la misma Escuela Militar de su degradación se le restauraron su espada y todas sus insignias y fue hecho caballero de la Legión de Honor. Ascendido a comandante de artillería, tomó parte en las dos mayores batallas de la Primera Guerra Mundial. Se retiró y antes de morir en 1935 vio limpio su nombre y lavado su honor en definitiva al publicarse cinco años antes los cuadernos de Schwarzkoppen que lo eximen hasta de la más leve sospecha.
Los destinos de los protagonistas del affaire fueron muy diversos. Zola murió asfixiado por el humo de una chimenea tapada con cascajo, en lo que tiene todos los rasgos de haber sido un crimen. A Jaurés lo asesinaron el día de la declaración de guerra. Clemenceau condujo a su país a la victoria sobre Alemania en 1919. Los viejos generales que enviaron a Dreyfus al campo de torturas de la Guayana Francesa murieron de vejez, tristeza y desesperación. Esterhazy no volvió jamás de Inglaterra y algunos dicen que enloqueció antes de morir. El abominable Du Paty de Clam se renvindicó luchando heroicamente contra los alemanes y falleció a consecuencia de sus heridas en 1916.
El final más terrible fue el de Charles Maurras, el gran escritor de la ultraderecha, el más ardiente antidreyfusard, que tras hablar toda su vida de la tierra, la sangre, la patria, el idioma, los antepasados y exigir la persecución de los judíos y los extranjeros murió en la segunda posguerra, condenado por alta traición al haber colaborado con los nazis que invadieron y ocuparon su amada Francia.
Epílogo en 1995
Doce años después de publicado el libro de Jean-Denis Bredin, el affaire Dreyfus llegó a su verdadero final. El 12 de septiembre de 1995 el general Jean-Louis Mourrut, historiador oficial del ejército francés, proclamó en el Hotel de Ville, el ayuntamiento de París, la inocencia total del capitán Alfred Dreyfus y le restituyó para siempre el honor que lo mantuvo vivo entre los tormentos de la Isla del Diablo.
Un hecho judicial, provocado por una conspiración militar, llevó a la condena de un inocente y a la deportación de un inocente, por culpa de un juicio que en gran parte se fundó en un documento falsificado.
Al capitán Dreyfus pueden aplicarse también las palabras que Anatole France pronunció en el entierro de Émile Zola: “Envidiémoslo. Su destino y su valor se combinaron para dotarlo con la mayor de las suertes: fue un momento en la conciencia de la humanidad”. –