Ilustraciรณn: Fabricio Vanden Broeck

El desierto y su semilla (fragmento)

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En los momentos que siguieron a la agresiรณn, Eligia estaba todavรญa rosada y simรฉtrica, pero minuto a minuto se le encresparon las lรญneas de los mรบsculos de su cara, bastante suaves hasta ese dรญa, a pesar de sus cuarenta y siete aรฑos y de una respingada cirugรญa estรฉtica juvenil que le habรญa acortado la nariz. Aquel recortecito voluntario que durante tres dรฉcadas confiriรณ a su testarudez un aire impostado de audacia se convirtiรณ en sรญmbolo de resistencia a las grandes transformaciones que estaba operando el รกcido. Los labios, las arrugas de los ojos y el perfil de las mejillas iban transformรกndose en una cadencia antifuncional: una curva aparecรญa en un lugar que nunca habรญa tenido curvas, y se correspondรญa con la desapariciรณn de una lรญnea que hasta entonces habรญa existido como trazo inconfundible de su identidad.

La cara ingenuamente sensual de Eligia empezรณ a despedirse de sus formas y colores. Por debajo de los rasgos originarios se generaba una nueva sustancia: no una cara sin sexo, como hubiera querido Arรณn, sino una nueva realidad, apartada del mandato de parecerse a una cara. Otra gรฉnesis comenzรณ a operar, un sistema del cual se desconocรญa el funcionamiento de sus leyes.

Quienes la vieron todos los dรญas de agosto, septiembre, octubre y noviembre de 1964, se llevaron la impresiรณn de que la materia de esa cara habรญa quedado liberada por completo de la voluntad de su dueรฑa y podรญa transmutarse en cualquier nueva forma, teรฑirse de los matices reservados a los crepรบsculos mรกs intensos y danzar en todas las direcciones, mientras, en el centro, todavรญa la coqueta nariz resistรญa por ser el รบnico elemento artificial de la cara anterior.

Fue una รฉpoca agitada y colorida de la carne, tiempo de licencias en el que los colores desligados de las formas evocaban las manchas difusas que los cineastas emplean para representar el inconsciente, en el peor y mรกs candoroso sentido de la palabra. Esos colores iban dejando atrรกs toda cultura, se burlaban de toda tรฉcnica mรฉdica que los quisiese referir a algรบn principio ordenador.

 

Mientras la llevรกbamos del departamento de Arรณn al hospital –en el coche de uno de los abogados que antes de la entrevista me habรญan jurado que nada malo habrรญa de ocurrir–, se quitaba las ropas quemantes, empapadas. Los reflejos de las luces de neรณn del centro de la ciudad pasaban fugaces por su cuerpo. Al irrumpir en la calle de los cines, el semรกforo nos detuvo, en tanto que una multitud zรกngana se paseaba indiferente a nuestros bocinazos. Algunos seres errรกticos atisbaban hacia el interior del auto, sin entender si se trataba de algo erรณtico o funesto. Las luces titilantes y escurridizas echaban acordes frรญos sobre los cromados del auto y el cuerpo de Eligia. En el cine de la esquina daban Irma la dulce, y el enorme retrato de Shirley MacLaine lucรญa festoneado de guioncitos rojos y violetas que corrรญan uno detrรกs del otro: Shirley llevaba una pollerita corta –en aquellos tiempos caracterizaba solo a las putas– y una cartera muy volรกtil.

Eligia no gritaba; se arrancaba la ropa y gemรญa en voz baja. Yo hubiera querido que gritase con fuerza para que algunos peatones dejaran de sonreรญr, estรบpidos o salaces, y nos permitiesen pasar. Pero Eligia solo gemรญa, con la boca cerrada, y se arrancaba sus ropas mojadas con รกcido quemรกndose tambiรฉn las palmas, una de las pocas partes de su cuerpo que hasta entonces no habรญan ardido con la humedad traicionera. Una buena cantidad del รกcido que Arรณn habรญa arrojado a los ojos –porque su intenciรณn habรญa sido dejarla ciega y con la imagen de รฉl grabada como รบltima impresiรณn– pudo detenerlo ella con el dorso de sus manos, en un movimiento rรกpido de defensa que delatรณ la inquietud alerta con que habรญa asistido a la entrevista, pero las palmas se salvaron al comienzo, solo para terminar quemรกndose asรญ, durante el striptease ardoroso, en el coche que la llevaba a los primeros auxilios.

 

No la conocรญa muy bien entonces, pero siempre sentรญ una curiosa ternura por ella, tan aplicada, tan trabajadora, con sus vestidos sobrios, sus pedagogรญas. Habรญa llevado siempre el cabello corto, como rasgo de mujer moderna y para que quedase libre el perfil de la mandรญbula fuerte y la boca de labios llenos. Se habรญa pintado siempre con un dibujo fino de rouge que embozaba la sensualidad de su boca. Los pรกrpados caรญan en su cara originaria con un peso indolente, pero, por debajo, los ojos miraban alertas, con vivacidad. Habรญa estado siempre orgullosa de su frente lanzada hacia arriba, que ella trataba de ensanchar aun mรกs con el peinado.

Su rostro habรญa sido el lugar en el que con mรกs evidencia se manifestaron su historia, la sangre de los Presotto –pobres inmigrantes italianos– y su fe empecinada en la razรณn y la voluntad de saber. Pero los “siempres” de su cara se estaban esfumando.

Los dos รฉramos lacรณnicos. Durante mi niรฑez, la institutriz polaca se interponรญa en nuestra vida cotidiana. Eligia actuaba aparte, con sus estudios y su polรญtica. Pero en mi adolescencia comprendรญ que no todos los vacรญos podรญan atribuirse a la gobernanta. Ya sin esta de por medio, cuando nos exiliamos en Montevideo y permanecรญ interno en un colegio alemรกn al que me venรญa a visitar algunos fines de semana, las preguntas que le dirigรญa quedaban suspendidas. Ella me escuchaba, por cierto, y me sonreรญa apenas o me miraba torciendo la cabeza, pero no contestaba o contestaba lo estrictamente necesario, o contestaba con otra pregunta: “¿Por quรฉ no te gustan las Humanidades? ¿Te enseรฑan latรญn en este colegio?”, o “No sรฉ.” Yo recibรญa esas respuestas como figuras incompletas, como si algo inacabado quedase entre los dos.

Volvรญ de Montevideo a mi paรญs a los catorce. A los dieciocho, cuando Eligia y Arรณn se separaron una vez mรกs, optรฉ por quedarme con Arรณn en la capital. Por su parte, ella aceptรณ una cรกtedra de Historia de la Educaciรณn en su provincia natal, en las sierras, y a partir de entonces nos veรญamos muy espaciadamente.

Estaba en el asiento delantero de un auto, gemรญa sin gritar, y no era por mi culpa: le habรญa advertido que Arรณn se habรญa convertido, durante los aรฑos finales, en que viviรณ conmigo, separado de ella mรกs tiempo que durante los divorcios anteriores, en un ser peligroso.

Me inclinรฉ por encima del hombro suyo que daba al interior del coche para enjugarle con mi paรฑuelo algunas gotas de sudor o รกcido, y la tela amarilleรณ como si el algodรณn se transformase en seda. Las sombras de la noche ocultaban esa mitad de su cara con un velo violeta donde relucรญa el blanco de su ojo, que miraba fijo a travรฉs del parabrisas buscando una meta para el viaje penoso. Cuando me reclinรฉ en mi asiento trasero, solo pude ver de su cara, a travรฉs del espejito, el blanco de ese ojo, rodeado de sombras y fijo en un punto lejano, con una borla de color pรบrpura intenso en el pรกrpado inferior, como en aquellos dibujos animados en los que se quiere representar grotescamente a un animalito que no ha dormido. El resto del sector en sombras de la cara de Eligia era un misterio que hervรญa bajo la oscuridad.

Despuรฉs de unos momentos nerviosos, volvรญ a inclinarme, esta vez sobre el otro hombro, el que daba a la ventanilla del auto. Pude ver asรญ la otra mitad de su cara –iluminada por la marquesina del cine– que contrastaba, por la movilidad de las luces, con la mitad en sombras. El ojo expuesto a los brillos de neรณn estaba tan fijo y obsesionado con una meta lejana como su compaรฑero de las sombras. Le susurrรฉ “ya llegamos”, aunque ni ella ni yo le habรญamos preguntado al abogado que conducรญa a dรณnde รญbamos. Notรฉ un amarillo espeso en el pรณmulo; una segunda mancha del mismo tono, en el entrecejo, prรณxima al lรญmite de las sombras, y que con toda probabilidad se propagarรญa al otro lado, el de la oscuridad. El resto de la media cara en luces se componรญa de tonalidades de pรบrpura muy diferenciadas entre sรญ.

Me bajรฉ para abrir la multitud. No lo conseguรญ. Cuando mirรฉ al interior del auto a travรฉs del parabrisas tuve la primera visiรณn completa de las transformaciones en Eligia. Las dos mitades se ensamblaron: el silencioso violeta, por un lado, y los estridentes pรบrpuras y amarillos, por el otro. Vi tambiรฉn los dos ojos bien abiertos, y subrayados por las ojeras inflamadas. Pero lo que no habรญa podido apreciar desde mis anteriores perspectivas parciales era la boca, que, tanto en el sector de sombras como en el de luz, se habรญa teรฑido de un tono magenta; en los labios no regรญa, por un curioso efecto, el lรญmite entre la mitad en luces y la mitad en sombras. El magenta de la boca se internaba en la zona violeta con la misma intensidad con que se destacaba en la zona policroma, y los labios aparecรญan dotados de un resplandor propio. Recordaba, por lo ancha y colorida, la boca de los payasos, aunque la de Eligia permanecรญa inmรณvil.

En la clรญnica le dieron un calmante y dejรณ de gemir. Se la llevaron a la sala de primeros auxilios y me invitaron un whisky en la minรบscula, asรฉptica cafeterรญa. Cuando pedรญ el tercero, me miraron de mal modo en lugar de alegrarse porque les habรญa caรญdo un buen parroquiano; los otros los tomรฉ en el bar de la esquina. Siempre hay cerca de las grandes clรญnicas algunos bares que sirven de lรญmites entre el desinfectante y el hollรญn; fronteras en las que, a los horrores de la vida que nos han empujado hasta allรญ, oponemos los horrores que nosotros mismos hemos cultivado con empeรฑo. Todo esto lo supe despuรฉs.

Durante cuatro meses volvรญ todos los dรญas a ese bar, varias veces por dรญa, pero nunca pude entablar conversaciรณn con nadie. Allรก no pude –en ciento veinte dรญas– hacer avances sobre ninguna de las enfermeras y mucamas que se citaban con sus amigos para escapar del รกmbito de la clรญnica. Me resulta difรญcil establecer si nadie querรญa hablar conmigo por alguna reciente cualidad que oscurecรญa mi persona, o si era yo quien rechazaba ese lugar en el que practicantes y enfermeras se besaban despuรฉs de tapar una cara con una sรกbana.

 

Regresรฉ a la guardia a las dos horas. Eligia dormitaba con un gesto de perplejidad. De tanto en tanto emitรญa un estertor profundo, involuntario, cansado de sรญ mismo. Le preguntรฉ quรฉ necesitaba: “Nada. Cuidรกte”, suspirรณ.

Sobre Arรณn no hizo ningรบn comentario. Las quemaduras se fueron oscureciendo hacia un pรบrpura muy seรฑorial, grandes zonas centrales en las que una materia grave se espesaba. Mรกs allรก del pรบrpura, circulaba por los lรญmites de las quemaduras un amarillo tenue y escaso ante la imponencia del color central. El dolor agitaba signos para conquistar su autonomรญa en el cuerpo de Eligia, como el placer seguramente tambiรฉn se habรญa independizado en tiempos mejores. Pero en tanto que los placeres de Eligia habรญan actuado en su cuerpo con desenvoltura y claridad, el dolor llegaba con torpeza, y no sabรญa o no querรญa separar claramente las partes sanas de las partes quemadas: mezclaba lo intacto con lo herido para ostentar mejor –por confusiรณn– los daรฑos que producรญa.

 

A la maรฑana siguiente, ya instalados en un cuarto del sanatorio, un familiar me dijo que la policรญa habรญa forzado la puerta del departamento de Arรณn y lo habรญa hallado con un balazo en la cabeza: “¡Mejor! No tenรญa carรกcter para estar preso”, comentรณ.

–Mira que estuvo adentro muchas veces.

Yo era el รบnico que habรญa vivido con Arรณn durante sus รบltimos aรฑos y sabรญa que este final era inevitable. Mientras moraba con รฉl, sentรญ rechazo por sus violencias, cada dรญa mayores, y sus novelas, que yo consideraba cursis –ni siquiera intentรฉ leer la รบltima, que escribiรณ poco antes de matarse–, pero tambiรฉn sentรญa de manera inevitable cierta admiraciรณn por su coraje en la pelea, su disposiciรณn a jugarse entero, hasta la vida, en cualquier momento. Todos hablaban con respeto de su proverbial temeridad, incluso los que habรญan sufrido sus furias. Cuando me dijeron que se habรญa suicidado, tuve un gesto equivalente a la reverencia por el guerrero caรญdo en su ley, aunque estaba horrorizado por su agresiรณn. Tambiรฉn me invadiรณ la pregunta que nos asalta siempre cuando se suicida alguien que conocemos bien: hasta dรณnde y cรณmo fuimos cรณmplices. Me obliguรฉ a abandonar esa inquietud enseguida; intuรญ la amenaza del ejemplo, la idea sencilla y equilibradora de una correcciรณn con otro balazo. ~

 

De El desierto y su semilla (451 Editores, 2007).

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