Ilustraciรณn: Fabricio Vanden Broeck

Equinoccio (aforismos seleccionados)

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¡Ay, cรณmo se aman los hombres! Por las calles se les ve todavรญa juntos. Se les ve muy seriecitos y tiernos, codo con codo, dentro de los tranvรญas amarillos.

¡Y cรณmo creen! Creen en el protoplasma, en el paraguas, en la Extremaunciรณn. Van leyendo el periรณdico.

No hay tal silencio, fijaos bien. Es un constante rumor de astros, de aguas, de respiraciones heladas, de alas de pรกjaros.

¡Quรฉ quietud la del mar embravecido, la del cielo tormentoso, la del fuego en el bosque, comparadas con la loca, desenfrenada, frenรฉtica aceleraciรณn de este nacer y morir de hombres!

Pero vendrรก un dรญa la santa, bendita, prodigiosa revoluciรณn de las estatuas. ¡Y ay de aquel que para entonces no se haya petrificado!

Y vendrรก la inmensa, la descomunal, la infinita revoluciรณn de los muertos. Tan populares, tan resentidos, tan numerosos, bajando en largas hileras por las montaรฑas…

Mรกs que una flor, mรกs que la noche, mรกs que la lluvia, mรกs aรบn que la Muerte, es mucho mรกs bella, mรกs silenciosa, mรกs enigmรกtica una llave perdida.

El pez vela, ensartando baรฑistas de la mejor posiciรณn social.

Existen dos cosas semejantes, cabalรญsticas, misteriosas, a las que son muy dados los hombres: los guajolotes y las coronas de muerto.

Hay en mรญ constantemente una curiosidad incurable por aquella Tierra silenciosa, nocturna, llena de pisadas celestes; aquella Tierra sin hombres, color violeta, de hace setecientos billones de aรฑos.

No puede ser de otro modo. Lo รบnico que me inspira cierto respeto en el hombre es esa ilusiรณn suya tan infantil de construir y construir casas.

Y lo que mรกs me entristece de todo es el ingenio. El ingenio y aquella seรฑorita con pecas, muy bien educada, que toca el piano por las tardes detrรกs de los visillos.

Sentir miedo –llenarse de humo por dentro.

¿Y quรฉ tendrรก de importante, digno de verse, el paรฑuelo?

De aquel estupendo caos de tinieblas, volcanes en erupciรณn, rรญos fuera de madre y enormes plantas venenosas trepando sin orden ni concierto resta รบnicamente esto: mil quinientos naturalistas ingiriendo sus hierbitas ante los manteles blancos…

Ser cruel –ser algo, tener lo menos posible que ver con una tienda de antigรผedades.

La obra maestra: el hombre. Pero con sรญfilis y todo.

Poseer –he aquรญ un concepto equรญvoco.

Cuando debiera emplearse รบnicamente en este caso: Poseer, poseer un pozo en la tierra. Un pozo hondo, hรบmedo, como para plantar un eucalipto; un pozo negro, inmaculado, como para albergar a una luciรฉrnaga; un pozo sin aire, como para ahogar cualquier grito; un pozo siempre de la misma forma, como para enterrar a cualquier hombre.

Las funerarias grises, con letras negras, cortinas negras, con flores blancas.

–¿Cuรกl de aquellos cajones te gusta?

Y el de la funeraria, el mรกs funerario de las funerarias:

–Colegas: ya nadie se muere.

¿Quรฉ ocurrirรญa, di, quรฉ serรญa necesario que sucediera para provocar la quiebra universal de las funerarias?

Y el buen ciudadano, honrado, temeroso de que sus huesos puedan perderse.

Existe un abismo espantoso, imperdonable, del que habremos de dar cuenta, entre aquel hombre que orinaba al sol en la llanura y este otro con pantalones de cremallera.

Nadie debe poner en duda que todos aquellos que vemos transitar tan apresuradamente por las calles van a algo. Pongamos, sรญ o no, que consigan sus propรณsitos; que vuelvan o no maรฑana, otro dรญa. Estรก bien, pero ¿y despuรฉs? ¿Y siempre? ¿Y el aรฑo que viene?

El pornogrรกfico espectรกculo de una persona que nunca rรญe a tiempo.

Y los nervios, tendidos como otros tantos clรญtoris a lo largo de nuestro cuerpo y dependientes no del encรฉfalo, sino de un filamento tenso y quebradizo que va desde el รบtero de nuestra madre hasta lo mรกs profundo de un pozo.

¡Oh, volverse de bronce y que lo sienten a uno en un parque a ver jugar a los niรฑos!

En la alta, petulante, inservible postura del ciprรฉs se adivinan sus trรกgicas raรญces; sus manos sรกdicas y callosas, corrompiendo con deleite las castas y suplicantes manos de todos los muertos.

Y cรณmo apartamos la vista cuando pasa el entierro; cรณmo pensamos muy dentro de nosotros mismos: “Que se salve, Dios mรญo. ¡Lรญbranos, Dios!” –cuando deberรญamos correr a galope tras la carroza lanzando piedras y gritando:

–¡Que muera el muerto! ¡Que muera el muerto!

Para probar la existencia del libre albedrรญo un hombre se sienta y se levanta de un sillรณn tantas veces como ha prometido. ¡Y su mujer y sus hijos aplauden!

Y la cรณmica, oscura, nauseabunda costumbre de inculcar en los espรญritus primitivos la idea de un Dios con tรบnica azul y barbas de seis meses.

¡Espantosa y deplorable imagen de un anciano volando por los aires como cualquier golondrina!…

Un Dios afanoso, volรกtil, tenedor de libros de un sinfรญn de cuentas corrientes; un Dios juez, dรญscolo, neurastรฉnico, que observa sin parpadear a los reos por encima de sus anteojos de amatista; un Dios de vecindad, dicharachero, buscador de pleitos; un Dios infatigable, presuroso, puntual, que va a los toros, al ballet y a los partos; un Dios ventrรญlocuo, cuya voz se deja oรญr en circunstancias de lo mรกs insospechadas; un Dios cowboy, disparando desde su cuaco a diestra y siniestra; un Dios avaro, heredero impaciente, que tasa y esculca; un Dios versรกtil, frรญvolo, que provoca los sucesos polรญticos, las auroras boreales y el baile de San Vito por distraer sus ratos de ocio; un Dios, en fin, de los mil demonios, imposible, decrรฉpito, envanecido de su curul y de sus barbas.

El implacable y contundente misterio de una persona cualquiera al encerrarse en un retrete.

Sin embargo, como estรกn las cosas, el hombre no entra en posesiรณn de la tierra hasta que se ha muerto.

En cambio, ahรญ tenรฉis las almas en pena, sudorosas y exhaustas, como bailarinas aladas con su lujuria y sus mallas.

Los niรฑos –desaprensivos, imperiosos, egรณlatras, รกgiles, sencillos, apetentes, ajenos, brutalmente justos, plรกcidamente risueรฑos, en la claridad inefable y ruda de su mundo fรญsico.

El tirano no hace esclavos. Los esclavos se crean por sรญ mismos y en muy grandes manojos al igual que los plรกtanos, las hemorroides y los corales alrededor de las tibias islas.

–¡Oh, di Mozart, di Mozart! Asรญ nadie que estรฉ a tu lado podrรก confundirte con un caballo.

¡Gran abono el hombre, realmente!

El bienestar espiritual –que sin excepciรณn se refiere al cuerpo.

Emocionarse –tragarse un pรกjaro.

Los polรญticos viejos, con sus doscientos mil aรฑos cumplidos.

Aunque sรญ se trata en este caso de un รฉxtasis prohibido arrellanarse a la vera del muerto y, con la mano sobre el corazรณn, contar una a una, sin prisa, sus palpitaciones.

Pero ocurre –¡ignoro por quรฉ designios!– que al levantarnos de un sillรณn conservamos durante un buen rato la impresiรณn fantasmal de que el sillรณn se ha levantado con nosotros.

Y positivamente el espรญritu debe ser de carne y hueso cuando de tal forma lo trastornan una quiebra, un sorbo de alcohol o un estreรฑimiento mal curado.

Abruma esa importancia excesiva, ese no sรฉ quรฉ de reyezuelo en su trono, esa fatal sonrisa inmรณvil, esa crueldad fingida del reloj en la pared. Con su corazรณn batiendo, sus brazos nunca quietos, su predestinaciรณn en los ojos; con su algo de fรฉretro, de caja de mรบsica, de adivino, de asesino, de niรฑo terrible…

Hay un sistema o tรฉcnica de la novela que consiste en escribirlas simplemente, sin mirar al muro o a la mujer amada. Y a continuaciรณn destruirlas.

Siempre quedarรก la duda de si uno podrรญa o no haber pasado a la Posteridad.

La Posteridad –donde todo es tan rรญtmico, tan aรฉreo, espiritual y augusto que el hombre ni se alimenta, ni cohabita, ni evacua. Porque ya estรก muerto.

…Y aquel perro de mil razas, bajo la banca, esperando a la turba de perros para marcharse de juerga.

…Y aquel hombre, sin juerga, de una sola raza, sobre la banca.

Algรบn tonto de oficio pensarรก para sus adentros que estoy haciendo gala de ingenio. ¡Pobre de รฉl y de mรญ! ¡Quรฉ pobre, pobrรญsimo serรญa en tal caso nuestro mutuo ingenio! Lo que hago simple y sencillamente es mostrarme a mรญ mismo el justo y saludable camino.

–¿Que por quรฉ escribo, pues? Que…

–Me doy cuenta. Pues escribo por si a alguien se le ocurriera alguna vez seguir este mismo camino.

Los huevos de las gallinas –que por respeto a los catรณlicos debiera decirse que tambiรฉn vienen de Parรญs.

La vida –que estรก en nosotros y a nuestro alrededor y que tratamos de espantar a manotazos como si fuera una mosca.

Caminar descalzo, con los pies sucios de tierra, hรบmedos, frรญos, hasta obtener de ellos la perfecta y olorosa apariencia de dos sรณlidas raรญces.

–Canguro, canguro, ¡dime toda la verdad! ¿Estรกn pasados de moda los endecasรญlabos?

Realmente todo es gracioso y simple en un entierro. A excepciรณn del muerto.

La beata –con su rosario, sus sayas negras, sus malvaviscos y su sexo.

Como fuerza invulnerable y desencadenada admito a Dios –con o sin antecedentes. Como cadena en sรญ, sรณlida, visible y maleable, abomino hasta de la que anuncia el reloj sobre el pecho humano.

¡Oh, mรกs tierra, mรกs tierra, no vaya a ser que intente evadirse!

Volver del heroรญsmo –tomarse medidas para una estatua.

Olvidarse de la fecunda, fertilizante y laboriosa formaciรณn del semen a cambio, pongo por caso, de leer a Proust por las noches. Y de adquirir estilo.

Punto de vista –punto en la vista, total ceguera.

¿Y si por algรบn nebuloso y helado resquicio del mar se fuera fรกcilmente al infinito?

El infinito: las doce en punto. Pero siempre.

Pues de acuerdo con el psicoanรกlisis, uno afirmarรญa sin rubor que la calvicie tiene su causa y origen en las lisas, lampiรฑas y redondeadas asentaderas de la madre.

Solamente una palabra estarรก bien dicha:

–¡Carajo!

–¿Y quรฉ opinarรญamos unos y otros de un leรณn peinado de raya al medio?

–Puccini: ¡Pero quรฉ bien barriste esta maรฑana la acera!

Sentido del buen humor es, por ejemplo, colocarse una mano en la frente para poder mirar mรกs lejos.

Las puntas de nuestros zapatos, que tan estrecha relaciรณn deben guardar con nuestro apesadumbrado espรญritu.

En algรบn camino que nadie conoce se encontrarรกn algรบn dรญa el primer hombre de la Tierra y el รบltimo y se darรกn frรญamente la mano.

–¡Cuรกnto tiempo sin vernos! ~

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(ciudad de Mรฉxico, 1911 โ€“ Madrid, 1977), pseudรณnimo de Francisco Pelรกez, fue un cuentista, novelista y dramaturgo sui gรฉneris.


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