“Acapulco, 18/sep [2010]. Dos hombres no identificados, descabezados en el municipio de Coyuca de Catalán. Las cabezas son lanzadas a una embotelladora de refrescos desde dos vehículos en marcha. Una tiene los ojos vendados con cinta industrial gris. No se han localizado los cuerpos.”
“Juárez, Chihuahua, 27 de diciembre [de 2010]. En las calles de Jarudo y Sierra Candelaria, en la colonia el Jarudo, dos jóvenes estudiantes fueron acribillados y calcinados con bombas molotov en la pick up silverado roja en la que viajaban. El primero, de 18 años, era estudiante del Colegio de Bachilleres y el segundo era estudiante de la carrera de Educación Física de la Universidad de Chihuahua; sin que hasta el momento se conozcan sus nombres.”
“Aguascalientes, Aguascalientes. 19 de febrero [de 2011]. Un hombre fue encontrado sin vida, degollado, en la carretera estatal 77 oriente.”
“Acapulco, Guerrero, 7 de marzo [de 2011]. La policía halla tres cabezas dentro de bolsas de plástico en el túnel que conecta al puerto con las afueras de la localidad. Se encontró un mensaje donde se advertía que se había actuado en represalia a un asesinato durante un intento de secuestro.”
“Chihuahua, 26 de abril [de 2011]. Dos mujeres jóvenes fueron asesinadas a balazos en la colonia Barrio Azul. No se han proporcionado nombres de las víctimas.”1
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Empezar así, exponiendo algunos crímenes, recordando algunas muertes, puede parecer sospechoso: un arranque demasiado amarillista, una temprana extorsión sentimental. Pero aquí se habla justo de eso, de hombres y mujeres asesinados en México desde diciembre de 2006 hasta la fecha, y qué se le va a hacer: sencillamente no hay manera de hablar de este asunto y eludir a la vez los componentes escatológicos y afectivos que supone.
¿De cuántos muertos se habla, exactamente? Según cifras oficiales, divulgadas por el presidente Felipe Calderón el pasado 12 de enero, de 34,612 –es decir, de 34,612 homicidios relacionados con el tráfico ilegal de drogas y con el combate del gobierno federal a la delincuencia organizada. Para estas fechas, principios de junio, esa cifra ha sido ya desbordada y debe de haber rebasado los cuarenta mil homicidios –y contando.
¿Qué se sabe de esos crímenes? Se sabe, al menos desde hace cinco meses, gracias a la extraordinaria investigación de Fernando Escalante Gonzalbo (“Homicidios 2008-2009: La muerte tiene permiso”, Nexos, enero de 2011), que la violencia en México se ha multiplicado radicalmente durante los últimos tres años y medio. Se sabe que, después de dos décadas de una sistemática tendencia a la baja, la tasa nacional de homicidios se disparó un cincuenta por ciento en 2008 y otro cincuenta por ciento en 2009. Se sabe que en 2008 hubo 5,207 ejecuciones, en 2009 otras 6,587 y que solo durante el año pasado se registraron 15,237 homicidios vinculados con la delincuencia organizada. Está ya también claro que la violencia creció en todos los estados de la república (salvo en uno: Yucatán) y que los mayores incrementos tuvieron lugar precisamente en las entidades donde se implementaron los famosos “operativos militares”. El ejemplo más brutal de todo esto es, claro, Ciudad Juárez: en 2007 –año en que inició el operativo militar en la zona– se contaban 14.4 homicidios por cada cien mil habitantes; tres años más tarde ya se alcanzaban los 108.5 homicidios por cada cien mil habitantes, la tasa más alta de cualquier ciudad en el mundo.
¿Qué se sabe de los muertos? Bastante menos y no todo confiable. De acuerdo con la Secretaría de Seguridad Pública, 2,076 policías municipales, estatales y federales fueron asesinados en México entre diciembre de 2006 y agosto del año pasado.2 De acuerdo con la Comisión Nacional de Derechos Humanos, de enero de 2006 a marzo de 2011 8,898 cuerpos no identificados fueron enterrados en el país y 5,397 personas fueron denunciadas como desaparecidas.3 De acuerdo con una nota periodística, a estas alturas ya superada, durante la administración calderonista se han encontrado 647 cadáveres en 156 fosas clandestinas.4 De acuerdo con otras cifras, salpicadas aquí y allá, en diarios y sitios de internet, alrededor del cincuenta por ciento de los individuos acribillados en balaceras, enfrentamientos y ajustes de cuentas no son nunca identificados y al menos doce mil cuerpos sin identificar han sido enterrados en fosas comunes a lo largo del país en cuatro años y medio. Aunque decir cuerpos es muchas veces decir demasiado; más bien: cabezas, torsos, brazos, piernas, pies, descompuestos o calcinados, baleados o mutilados, de los que cuelga una pequeña etiqueta con las iniciales NN –no nombre.
No nombre. Ese es el saldo más visible de estos cuatro años y medio de combate a la delincuencia organizada: una enorme, amorfa pila de muertos en la que se tocan y se mezclan los cadáveres de capos y militares y sicarios y policías y alcaldes y secuestrados y secuestradores y dílers y migrantes y coyotes y campesinos y obreros y periodistas y civiles, miles de ellos anónimos y enterrados en fosas comunes, sin ceremonia ni duelo alguno. Esa es la imagen que ocupa y satura de un tiempo para acá la discusión pública en México: un impreciso, indecible montón de cadáveres, tan grande y pesado que curva el espacio y atrae hacia sí todas las conversaciones. En ese punto han terminado por coincidir las miradas y las voces de numerosas figuras públicas: dejados atrás los motivos que auspiciaron la campaña federal contra el narcotráfico, un número creciente de escritores y académicos y periodistas y blogueros y twitteros ha acabado por centrar su atención en los efectos de esa campaña –es decir: en los muertos. ¿Cuántos son? ¿Quiénes son? ¿Cómo explicarlos? No se exagera, de hecho, si se dice que hoy tiene lugar, a la mitad de la esfera pública mexicana, una encendida disputa: una disputa por esos muertos –por negarlos o nombrarlos, por estigmatizarlos o martirizarlos, por silenciarlos o significarlos. Los muertos están ahí, por miles, mudos e impotentes, relativamente anónimos, y no son pocos los actores sociales que pugnan por apropiárselos e incorporarlos de un modo u otro en distintos discursos ideológicos.
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Se dice con frecuencia que el gobierno federal no tiene una estrategia –una estrategia clara, sólida, sostenible– para combatir la delincuencia organizada. Rara vez se agrega que sí cuenta con un puñado de tácticas de comunicación muy obvias para intentar minimizar las secuelas de ese combate. En un principio, cuando los datos sobre el incremento de la violencia todavía no se colaban en la opinión pública, la maniobra consistía sencillamente en negar el incremento, en atribuírselo a una supuesta ilusión mediática. Lo mismo Calderón que los secretarios de Estado y los responsables de los aparatos de seguridad insistían en que no había crecido el número de crímenes, solo la atención que los medios le prestaban, y hasta reconvenían a la prensa y a las televisoras por publicitar crímenes no más constantes pero sí más espectaculares que antes. Tiempo después, cuando la evidencia ya señalaba que los homicidios crecían, y aun ahora, cuando está confirmado que estos se han disparado, el gobierno insistió e insiste en localizar el problema: acepta que la violencia está desatada pero, agrega, solo en unos cuantos sitios. Declara, por ejemplo, Alejandro Poiré, el siniestro secretario técnico del Consejo de Seguridad Nacional: “70 por ciento de los homicidios sucedieron en 85 municipios del país”.5 Detalla: 36 por ciento de ellos tuvieron lugar en solo cuatro municipios –matemáticas con las que cree demostrar que “el conflicto que representa la violencia no está esparcido por todo el país” y es, al parecer, un asuntillo local: cosa de ayuntamientos y regidores y síndicos.
Como tampoco es tan fácil ocultar la violencia, el gobierno opta cada vez menos por negarla o localizarla y cada vez más por adjudicársela casi en exclusiva a los cárteles de la droga. Hay, en la retórica oficial, una violencia: la que ejercen las bandas de narcotraficantes contra otras bandas de narcotraficantes. Hay una causa: el reacomodo de poder entre esas bandas. El argumento es que los enfrentamientos y las ejecuciones se han multiplicado porque la campaña gubernamental ha sido efectiva y, al capturar o eliminar a ciertos capos, ha creado vacíos de poder en el interior de los cárteles que los sicarios colman con balas. Es decir: que el aumento de los crímenes es muestra de que el gobierno le va ganando la guerra a los grupos criminales. Este no es el único absurdo: también se tuerce la lógica para señalar la culpabilidad del narcotráfico sin reconocer la responsabilidad del propio Estado. Dicho de otra manera: se oculta que el número de homicidios –cometidos ciertamente, injustificadamente, imperdonablemente por las bandas criminales– solo se disparó cuando el Estado emprendió una desorganizada, improvisada cruzada contra ellas y sobre todo en los lugares donde este más ha operado. A estas alturas ya apenas importa si esa cruzada era o no necesaria. Cuatro años y medio después de iniciada esa campaña es obvio que el gobierno es responsable directo de la escalada de la violencia y que es también su responsabilidad frenarla y revertirla.
La política del gobierno federal ante los aproximadamente cuarenta mil muertos no es menos irresponsable. Casi mecánicamente se declara: las víctimas no son víctimas sino verdugos, los muertos eran miembros de bandas delictivas y han sido ajusticiados por otras bandas delictivas. El Consejo de Seguridad Nacional precisa: 89 de cada cien muertos estaban vinculados con el narcotráfico. Rara vez se aclara qué tipo de narcotraficantes eran: si capos y sicarios o campesinos que plantaban mariguana o migrantes “levantados” y obligados a llevar un paquete de un lado a otro. Rara vez se presentan pruebas para demostrar los nexos del asesinado con el narcotráfico: aparentemente el solo hecho de que el crimen ocurra en un “contexto de ejecución” es prueba suficiente de que la víctima “era miembro de la delincuencia organizada” (otra vez el siniestro Poiré). En miles de ocasiones no se identifica plena, convincentemente a los muertos: a veces porque los cuerpos están tan descompuestos y desmembrados que no hay manera de identificarlos, a veces porque es más fácil tildar de narco a un muerto que ni siquiera tiene un nombre para defenderse.
Una a una, estas estrategias gubernamentales han ido perdiendo credibilidad y eficacia. ¿La tesis de la ilusión mediática? Hoy hay muchísima información a la mano que demuestra que el incremento de los homicidios no es una ficción, no es un simulacro. ¿El argumento de que la violencia está acotada a unos pocos sitios? Es insostenible ahora que el conflicto ha rebasado el norte del país y ha infectado a entidades antes tan tranquilas, como Colima, y a ciudades que, a pesar de todo, conservaban cierto estatus de oasis vacacionales –Cuernavaca y Acapulco.
¿La idea de que prácticamente toda la violencia es producto de la rivalidad entre bandas delictivas? Aunque parcialmente cierta, no sirve para explicar la complejidad de la violencia en México (hay más violencia que la del narco: violencia social, económica, racial, de género) ni para entender las brutales masacres colectivas contra civiles. Mayo de 2010, Taxco, Guerrero: 55 cuerpos en el respiradero de una mina. Agosto de 2010, San Fernando, Tamaulipas: 72 cadáveres en una fosa clandestina, todos migrantes latinoamericanos, todos ejecutados con “tiros de gracia”. Noviembre de 2010, Acapulco, Guerrero: 20 turistas michoacanos, previamente reportados como desaparecidos, todos con rastros de tortura. Marzo de 2011, San Fernando, Tamaulipas: otra fosa clandestina, 183 cuerpos, casi todos molidos a golpes, pasajeros de autobuses comerciales secuestrados en su camino de una ciudad a otra. Abril de 2011, Durango, Durango: decenas de fosas clandestinas, cuerpos encontrados casi a diario, 228 cadáveres hasta el momento. ¿Cómo explicar esto, todo esto, con los esquemas que ofrece el gobierno?
Esos crímenes y otros muchos más, tal vez menos grotescos pero también perpetrados contra hombres y mujeres al margen del narcotráfico, han terminado por deslegitimar el último argumento oficial: que casi el noventa por ciento de las víctimas eran miembros de bandas criminales.
Un caso en particular, decisivo en la discusión pública, abolló para siempre ese argumento: el episodio en que Calderón se apresuró a calificar de “pandilleros” a quince adolescentes asesinados el 31 de enero de 2010 en Villas de Salvárcar, Juárez. Cuando se descubrió que los jóvenes eran estudiantes y no tenían nexos con pandilla alguna, quedó claro que la categoría de pandillero así como, por lo menos, las nociones de narco, cómplice, ejecución y ajuste de cuentas son eso: categorías que el gobierno federal asigna a hechos y cuerpos, a veces con rigor, a veces irresponsablemente. En otras palabras: se mostró que la práctica gubernamental consiste menos en identificar a los muertos que en atribuirles una condición y que esa atribución es, puede ser, dudosa o sencillamente errónea. Con lo que se vuelve, entonces, al principio: a esa pila turbia, informe de cuarenta mil cadáveres escasamente identificados.
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Está claro que el gobierno federal pudo haber actuado de otro modo. En vez de desdeñar y estigmatizar a los muertos, pudo haberse apropiado de miles de ellos y aprovecharlos en su campaña contra el narcotráfico. Apropiarse y aprovecharse de los muertos: no son expresiones felices, es cierto, pero son prácticas regulares dentro y fuera de los Estados. Los gobiernos suelen utilizar a los muertos: volviéndolos mártires de una causa, achacándoselos al adversario, empleándolos como abono y bandera de ciertas políticas. En este caso, la administración de Calderón pudo haberse esforzado en identificar a las víctimas inocentes del conflicto y en reconocerlas como mártires de la campaña contra el narco. Pero para ello, para incorporar a las víctimas a un relato, primero hay que tener un relato y el gobierno federal no cuenta con ninguno. Cuatro años y medio después de su arranque, la cruzada contra los cárteles de la droga todavía no se acompaña de una narrativa convincente; cuarenta mil muertos más tarde, las autoridades aún no terminan de disipar la sospecha de que lanzaron la campaña improvisadamente, angustiados por las expectativas económicas y por la sombra de ilegitimidad que se cernía sobre ellos, desprovistos de un guión previo, sin anticipar los móviles de la acción, los roles de los personajes, el desenlace de la empresa. Todavía no hace mucho Calderón meditaba sobre si la ofensiva militar que él había ordenado era o no una guerra: dijo que no, al otro día varios periodistas le dejaron saber que otras veces él mismo había dicho que sí lo era.
El asunto es que el gobierno federal no solo se ha negado a reconocer y a velar a las víctimas: también ha obstruido el duelo de los otros. Un poco en el papel de Creonte (“en esta ciudad no se le honra, ni con tumba ni con lágrimas”, Antígona), Calderón se ha empeñado en disipar toda posibilidad de un duelo colectivo. No es solo que no haya convocado –como se ha hecho en tantos otros sitios– a una jornada de luto nacional; es que de un tiempo para acá –como dejó ver su primera reacción ante las marchas tras el asesinato de Juan Francisco Sicilia– asume toda manifestación pública de duelo como una traición al Estado, como una prueba de complicidad moral con el narcotráfico. Para desalentar esas prácticas, para entorpecer la conmemoración de un duelo público, el gobierno opera de la manera ya señalada: descalifica a priori a los muertos. Simultáneamente, da cuenta de esos muertos de una manera mecánica, con un lenguaje técnico, pesadamente burocrático, como si con eso neutralizara la carga política y afectiva de los cadáveres y desalentara la empatía de los ciudadanos con ellos. Qué mejor ejemplo de esto que la malograda “Base de datos de homicidios presuntamente relacionados con la delincuencia organizada” que el gobierno federal lanzó en enero de 2011 y que un mes después cambió su nombre a “Base de datos de fallecimientos ocurridos por presunta rivalidad delincuencial”. Ahí, en esa fosa común cibernética, los muertos son registrados no con un nombre y ni siquiera con una etiqueta que sugiera que alguna vez fueron seres humanos; los muertos son acomodados en una de tres categorías: “muertes violentas por ejecución”, “enfrentamiento” o “agresiones contra la autoridad”.
Según Judith Butler, “lo que sigue a la prohibición de profesar duelo en público es un estado de melancolía generalizada”.6 Uno puede suponer que Freud, o al menos el Freud de “Duelo y melancolía”, hubiera estado de acuerdo con ella. En ese ensayo de 1915 Freud encontraba que ambos estados, el duelo y la melancolía, tienen un origen común, la pérdida de alguien o algo amado, y que comparten en principio los mismos síntomas: “pérdida del interés por el mundo exterior […] pérdida de la capacidad de escoger algún nuevo objeto de amor […] extrañamiento respecto de cualquier trabajo productivo que no tenga relación con la memoria del muerto”. La diferencia, apuntaba, es que el sujeto en estado de duelo sabe qué ha perdido mientras que el melancólico no atina “a discernir con precisión lo que se perdió” y sufre de un “enorme empobrecimiento del yo”. En la melancolía se sufre difusa, patológicamente, y el sufrimiento solo merma la autoestima del sujeto; en el duelo, por el contrario, se sufre una pérdida concreta y el sufrimiento cumple una función: “cada uno de los recuerdos y cada una de las expectativas en que la libido se anudaba al objeto [al objeto amado: al muerto] son clausurados, sobreinvestidos y en ellos se consuma el desasimiento de la libido”. Es decir: “una vez cumplido el trabajo de duelo, el yo se vuelve otra vez libre y desinhibido”.
Ahora bien: ¿es posible hablar en el caso mexicano de un estado de melancolía generalizada? ¿Se puede decir que esa enorme, imprecisa pila de muertos y la carencia de un duelo público han terminado por sumir a la ciudadanía en un estado de rumia melancólica? ¿Se puede respaldar ese argumento con los repetidos artículos editoriales que hablan del pesimismo de la sociedad mexicana y con esos estudios estadísticos que detectan, o creen detectar, altos porcentajes de abatimiento y acedia entre los mexicanos? No sé si se pueda hablar en esos términos (“ciudadanía”, “mexicanos”) y temo que emplear una categoría así de psicológica, melancolía, acabe por evaporizar un problema eminentemente social y político. Estoy seguro, por otro lado, de que es posible y sensato hablar de trauma. Se puede seguir a Roland Barthes y señalar que “el trauma es precisamente aquello que suspende el lenguaje y bloquea la significación”: esa imagen-golpe que no puede ser verbalizada ni insertada en un relato que la explique, esa experiencia-choque “de la cual no hay nada que decir”.7 Se puede afirmar que la violencia desatada en México a partir de finales de 2006 ha sido padecida de ese modo por la sociedad civil: como una experiencia traumática, como un hecho que pasma y enmudece, que elude las narrativas de significación habituales, que se resiste lo mismo al discurso oficial victorioso que a los relatos ciudadanos victimistas.
Es más o menos fácil percibir esa sensación de pasmo aquí y allá, en blogs y diarios, en las repetidas jeremiadas de unos o en las desesperadas metáforas con que otros intentan comprender la dimensión de lo ocurrido. Que si se dispusieran todos los cadáveres en línea recta se uniría el Zócalo de la ciudad de México con la ciudad de Toluca. Que si se guardara un minuto de silencio por cada muerto habría que callar durante veintisiete días. Que si se apilaran los cuerpos frente al Ángel de la Independencia, que si se enviaran cuarenta mil sobres a Los Pinos, que si etcétera. Una sensación de azoro semejante, la misma conmoción posterior al trauma, era visible hasta hace no mucho en el campo intelectual mexicano. En un principio, la escalada de la violencia no se vio acompañada por una escalada de la discusión pública. Más bien al contrario: mientras el conflicto se intensificaba y los muertos empezaban a acumularse, la producción cultural en torno al narcotráfico parecía seguir la inercia de siempre –novelitas sobre el narco, reportajes sobre los capos, críticas más o menos puntuales de este o aquel detalle de la ofensiva gubernamental. Aun ahora, cuatro años y medio después, no hay un ensayo que intente explicar integralmente el conflicto, ni una novela que pretenda representar “la violencia”, ni un discurso que se aventure a asimilar en su seno a esos cuarenta mil, dispares, inclasificables cadáveres.
Así está bien: los relatos, los grandes relatos, tienden a tranquilizar –y aquí no se trata de eso. Se trata de superar el trauma sin ocultar la herida. Se trata de transitar de la melancolía al duelo no para sobreponerse y echar tierra sobre los muertos sino para abandonar el pasmo y recuperar la agencia perdida: dejar el estado de shock, adoptar una postura crítica. Ese duelo imposible del que hablaba Derrida: que nos ayude a llevar al muerto dentro de nosotros mismos a la vez que nos recuerde que el muerto fue siempre otro, es siempre otro. Ese duelo lúcido, tenso, que experimentó y describió, otra vez, Barthes: “Duelo: no aplastamiento ni bloqueo (lo cual implicaría un ‘lleno’), sino una disponibilidad dolorosa: estoy en alerta, esperando, espiando la llegada de un ‘sentido de vida’.”8
Y después –escribe Judith Butler– hay algo más que no se puede “superar”, que no se puede “trabajar”, un acto deliberado de violencia contra una colectividad, seres humanos convertidos en seres anónimos debido a la violencia y cuya muerte rezuma anonimato en la memoria. Esa violencia no puede ser “pensada”, constituye un asalto al pensamiento, niega el pensamiento en el sentido de recolección y rescate. Pero ¿qué surge entonces en lugar del pensamiento? O ¿qué nuevo pensamiento surge? No es como si se dejara de pensar; después de esa ruptura interna, el pensamiento sigue, y esa continuación está fundada y estructurada sobre esa ruptura, arrastra la ruptura como la seña de su historia. Podríamos decir, en una manera benjaminiana, que el pensamiento emerge de las ruinas, como las ruinas, de esa devastación. No representa su reverso, su superación, su vida más allá de la muerte. […] El resultado es una agencia melancólica que no puede reconocer su historia como pasado, que no puede capturar su historia a través de la cronología y que no sabe qué es salvo aquello que sobrevive, la persistencia de cierta incertidumbre que persigue al presente.9
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Uno podría rastrear, con más o menos detalle, las fisuras de ese estado de pasmo, la progresiva superación de ese trauma en el campo literario mexicano. Para hacerlo habría que ir tarde o temprano más allá de los medios convencionales –libros, periódicos, revistas– y atender la creciente actividad crítica de los escritores en blogs, Twitter y redes sociales, soportes que, al revés de los otros, permiten seguir en tiempo real los acontecimientos y fijar posturas inmediatas, sin la intermediación de un editor o el fardo de la elaboración “literaria”. Habría, también, que ir más allá de los grupos intelectuales obvios y encontrar dentro y fuera de México a algunos escritores emergentes (Lolita Bosch y Jorge Harmodio, por ejemplo) que han servido como promotores de iniciativas tendientes a disipar el pasmo del campo literario.
Piénsese, por lo menos, en tres proyectos colgados en internet, los tres comenzados o realizados durante 2010 y los tres sostenidos por escritores y periodistas. El primero, y de algún modo el catalizador de los otros dos, es el blog colectivo Nuestra aparente rendición –una plataforma creada y animada por la escritora catalana-mexicana Lolita Bosch donde se reproducen muchos de los textos literarios (ensayos, poemas, cuentos, crónicas) publicados aquí y allá en torno a la violencia, un archivo en construcción permanente que, a la vez que crea un corpus crítico, genera discusiones a su interior y dispara nuevos textos.
El segundo es el sitio web 72 migrantes –un “altar virtual” para los 72 migrantes latinoamericanos asesinados en Tamaulipas en agosto de 2010, ideado por la cronista mexicana Alma Guillermoprieto y compuesto con los textos fúnebres de 72 escritores, uno para cada muerto. El tercero es la bitácora colectiva Menos días aquí –un recuento diario de las víctimas de la violencia en México, un archivo que desde su fundación, el 12 de septiembre de 2010, hasta hoy contiene más de diez mil entradas como estas: “Los restos calcinados de un hombre fueron reportados poco después de las 10 de la mañana de este lunes, cuando un pepenador se topó con ellos en la colonia Moctezuma de la Reserva Territorial de Xalapa.” Está claro que estos proyectos, y en especial los últimos dos, implementan una estrategia opuesta a la del gobierno. Frente a la imprecisa pila de cuerpos: aclarar, reconocer, nombrar. Ante las víctimas: el duelo.
Hoy ya no es necesario reunir indicios de que el trauma empieza a disiparse. Hoy esa sensación de pasmo ha sido definitivamente superada en el campo literario mexicano.
Un solo hecho, el asesinato de Juan Francisco Sicilia, hijo del poeta Javier Sicilia, y de seis personas más el pasado 28 de marzo en Cuernavaca, Morelos, terminó de sacudir el campo y puso en su centro, de una vez por todas, el tema de la guerra contra el narcotráfico. A la muerte del joven Sicilia le siguieron desplegados firmados por numerosos escritores, todos cuestionando en menor o mayor grado la campaña estatal contra el narcotráfico, y las disputas más intensas al interior del ámbito intelectual mexicano desde las elecciones presidenciales de 2006, ya sobre la legalización del consumo de las drogas, ya sobre la efectividad de las marchas, ya entre aquellos que aún respaldan la estrategia oficial y aquellos que demandan un replanteamiento o hasta un cese de la ofensiva. De un modo u otro, la disyuntiva que acalló durante dos o tres años a buena parte de la intelectualidad mexicana –o Calderón o el narco– ha sido desmontada y en su lugar parece haberse establecido otra fórmula, desde luego que más conveniente para la discusión crítica: la culpa es del narco, la responsabilidad es del gobierno.
Aún más importante: la muerte de Juan Francisco Sicilia ha inspirado las manifestaciones de duelo público más numerosas desde que empezó el conflicto. El miércoles 6 de abril más de 35 mil personas marcharon en Cuernavaca, con Javier Sicilia al frente, y otras decenas de miles se manifestaron simultáneamente en 38 ciudades del país y en algunas del extranjero. La marcha de Cuernavaca, mitad procesión fúnebre, mitad protesta política, seguida lo mismo por personas con veladoras que por gente con pancartas, partió de un punto más o menos neutro, el Monumento de la Paloma de la Paz, y se detuvo en dos sitios claramente políticos, una zona militar y el Congreso legislativo, antes de terminar en el zócalo de la ciudad, frente al Palacio de Gobierno. En cada una de las tres paradas Sicilia –católico devoto e izquierdista confeso: mezcla que pone incómodos tanto a unos como a otros– leyó textos distintos, los tres singulares híbridos de oración fúnebre y panfleto político. Todo culminó esa misma noche, ya de manera decididamente combativa, cuando Sicilia fijó un ultimátum a las autoridades –o la resolución del crimen de su hijo antes del 13 de abril o la renuncia del gobernador del estado– y anunció que él y otras personas acamparían en el zócalo de Cuernavaca hasta que una u otra cosa sucediera.
Podría parecer inexacto el uso de la palabra duelo para describir una manifestación tan pública y política como esta o como la que le siguió a principios de mayo, una marcha de Cuernavaca a la ciudad de México y una masiva concentración en el Zócalo de la capital. Eso piensan, aquellos que, antes del 6 de abril, demandaban no politizar las marchas y que, a partir de esa fecha, lamentan que el duelo –para ellos un asunto privado y religioso– haya degenerado en política. Pero el duelo no degenera en política: el duelo es política. ¿Cómo recordar a los muertos?, ¿a qué muertos?, ¿quién recuerda?, ¿en qué espacios?, ¿cuándo?: resolver cualquiera de estas preguntas implica adoptar una postura polémica, sobre todo en tiempos de guerra o de violencia generalizada. Instituciones, burocracias, jerarquías, leyes, códigos: todo esto es puesto en movimiento cuando uno rinde luto a un muerto. El solo hecho de recordar es ya una práctica política: el que recuerda se resiste a dejar pasar el pasado, reconstruye sesgadamente lo sucedido y trae al presente un fantasma listo para ser significado. La idea de que no es posible profesar duelo y hacer política al mismo tiempo es, por tanto, una trampa: otra invitación a la melancolía.
Quizá porque el origen de estas manifestaciones es el asesinato de siete personas, o tal vez porque al frente de ellas marcha un padre que acaba de perder a su hijo, solo unos pocos se han aventurado a censurar abiertamente el movimiento y otros muchos han tenido que ocultar sus reservas, o de plano su animadversión, detrás de un par de débiles críticas morales. Primero, que el movimiento no condena debidamente al narcotráfico y, en vez de vociferar contra los cárteles, responsabiliza al gobierno. Segundo, que el movimiento lamenta la muerte de cuarenta mil personas y no atiende que al hacerlo llora no solo a las víctimas sino a miles de verdugos ejecutados. La primera crítica apenas si necesita ser refutada: ¿de veras se desea que los manifestantes elijan como interlocutor a los cárteles de la droga y no a las autoridades electas?, ¿en realidad se cree que los ciudadanos debe exigir seguridad pública a los criminales y no a los gobernantes? Hasta donde yo recuerdo es Calderón el presidente de este país y es a su gobierno al que toca garantizar una vida civil pacífica y segura. Mientras esto siga siendo así, y la violencia continúe arrasando el territorio, nada más sensato y democrático que salir a las calles y gritar y criticar y abuchear y condenar y exigir al gobierno de Calderón.
Es verdad, por otra parte, que hoy no se puede rendir luto a todas las víctimas de la violencia en México, identificadas y no identificadas, sin terminar velando, de paso, a miles de verdugos. Es cierto que, en una situación ideal, lo mejor sería conocer las identidades y las historias de los muertos, distinguir entre víctimas y verdugos y proceder en consecuencia. Pero esta, está claro, no es una situación ideal y aquí las víctimas y los verdugos se tocan en las mismas fosas. Aquí el ciudadano, incapaz de recoger los cuerpos por sí mismo e identificarlos, al final solo tiene dos opciones: o no hace nada y deja que el trauma se naturalice, o rinde un duelo general, colectivo, a los muertos, aceptando que en el proceso incluirá a miles de criminales. En un extremo, el pasmo: esperar y mirar cómo se apilan ¿cuántos muertos? En el otro, una acción polémica pero al fin y al cabo una acción: correr el riesgo de incluir a los asesinos en el luto con tal de recuperar la agencia y salir a la calle y reclamar al gobierno y lamentar el destino de miles de seres torturados y desaparecidos y asesinados. ¿No está claro que una opción arrastra a la melancolía y que la otra, aunque moralmente discutible, enciende a quien la elige y contribuye a reactivar una vida ciudadana deprimida, casi aniquilada, por el clima de violencia?
Al final eso es lo más valioso del movimiento encabezado por Javier Sicilia: que es, precisamente, un movimiento. Justo ahora, mientras escribo esto, una columna de cientos de personas, con Sicilia al frente, la Caravana por la Paz, avanza por una carretera de Durango, rumbo a Saltillo, luego de haber salido de Cuernavaca y haberse detenido en cinco ciudades del país. Es de esperar que en su camino la caravana crezca y reciba el apoyo de distintos grupos –entonces ya podrá criticarse: que su composición contradictoria, que los Pancho Villa, que los perredistas. Es seguro que, conforme pasen los días y la comitiva se acerque a su destino final, Ciudad Juárez, el movimiento despedirá nuevas declaraciones, otros textos –entonces ya podrá decirse: que el tono poético, que la ambigüedad de las imágenes, que el mesianismo de Sicilia. Así está bien: hay que atender lo que sucede en el camino y, si se quiere, criticarlo; mejor eso que seguir fingiendo que este movimiento es puramente espiritual, por tanto apenas criticable, y que no daña intereses ni carga otros ni contribuye a reconfigurar el debate público. De cualquier modo, lo más importante no es lo que ocurre en el camino sino el camino mismo: el hecho de que ahora mismo cientos de personas recorren una carretera de Durango y de que nada más al hacerlo ya ensanchan la vida pública y rompen la agobiante dicotomía de estos años (o Calderón o el narco) para introducir nuevos actores sociales en el escenario –deudos, poetas, padres de desaparecidos, ciudadanos dispuestos a hacer significar a los muertos.
Una marcha puede parecer poca cosa y a estas alturas algunos ya estarán hastiados de ellas. Pero lo cierto es que las marchas convocadas por Sicilia han supuesto una novedad, un soplo de oxígeno, en la vida política del país y han tenido consecuencias capitales. Hace tres o cuatro meses nadie marchaba para cuestionar la campaña oficial contra el narcotráfico y esas carreteras se atravesaban rápida, temerosamente. Hace tres o cuatro meses los intelectuales mexicanos –salvo casos aislados– persistían petrificados en sus cubículos y bibliotecas y ahora un poeta marcha al frente de multitudes –¿ahora la poesía encarna? Hace tres o cuatro meses una generali-zada sensación de malestar y desconcierto deprimía a casi toda la sociedad civil y ahora esa misma sensación dispara a la calle a decenas de miles y organiza a grupos ciudadanos. ¿Poca cosa? Desde luego que para contener la violencia hace falta algo más que una marcha y que ninguna manifestación conseguirá provocar por sí sola lo que este país más necesita: profundos cambios estructurales, una radical redistribución de los recursos. Pero hay que ser sinceros: algo importante está pasando ahora –y ese algo se debe a un padre que se resiste a que su hijo sea arrastrado a la nada. ~
Una primera versión de este texto fue leída el 29 de abril durante un coloquio celebrado en Graduate Center, City University of New York.
NOTAS
1 Estas entradas han sido tomadas del sitio menosdiasaqui.blogspot.com.
2 “Detienen a cinco presuntos miembros de ‘La Línea’”, El Economista, 13 de agosto de 2010.
3 “Desaparecidas, más de 5,000 personas desde el 2006: CNDH”, El Economista, 2 de abril de 2011.
4 “Hallan 156 fosas en cinco años”, Reforma, 19 de abril de 2011.
5 “Los homicidios y la violencia del crimen organizado”, Nexos, febrero de 2011.
6 Precarious life. The powers of mourning and violence, Londres y Nueva York, Verso, 2004, p. 37. (Traducción del autor.)
7 “El mensaje fotográfico”, La semiología, Buenos Aires, Tiempo Contemporáneo, 1972, p. 125.
8 Diario de duelo, México, Siglo XXI, 2010, p. 91.
9 “Afterword: After loss, what then?”, Loss: the politics of mourning, eds. David L. Eng y David Kazanjian, Berkeley, University of California Press, 2003, p. 468. (Traducción del autor.)
es escritor y crítico literario. En 2008 publicó 'Informe' (Tusquets) y 'Contra la vida activa' (Tumbona).