Carlos vivรญa en el quinto piso y yo en el sexto. Ademรกs de vecinos รญbamos al mismo colegio, el San Viator. Y al mismo grupo de boy scouts, tambiรฉn el de San Viator. Si pienso en los veranos de cuando estudiaba la EGB no dejan de venirme imรกgenes suyas a la cabeza. Nos tumbรกbamos entonces en los rellanos de las escaleras de nuestro bloque de viviendas, buscando el frescor de las losas como un par de perros jรณvenes. Oรญamos de fondo las televisiones encendidas y las voces y las discusiones de los vecinos. El portero, Benjamรญn, que era gitano y criaba galgos, debรญa estar pendiente siempre de nuestras travesuras. Pero a la vez nos tenรญa cariรฑo y nos enseรฑaba a encender su mechero de monte, un encendedor de mecha de algodรณn, y reservaba para nosotros una complicidad infantil. En todo caso, creo que puedo decir que Carlos era especialmente inquieto y proclive a las pequeรฑas infracciones. Algunos amigos de clase tenรญan el juego Quimicefa –hoy no parece que se pueda comercializar un juguete igual a aquel, con todos esos polvos y productos quรญmicos que los niรฑos manejรกbamos a puerta cerrada, fuera de la mirada de los padres. Con Guillermo, uno de mis compaรฑeros, jugรกbamos en su casa a hacer perfumes. Probรกbamos sobre una base de alcohol y cuando obtenรญamos algo que podรญa parecerse a un perfume corrรญamos para que su madre lo oliese y nos diese su aprobaciรณn. Con Carlos, en cambio, el objetivo –supongo que como el de otros muchos chicos de esos aรฑos– era obtener alguna clase de compuesto explosivo, en particular la pรณlvora. Carlos tenรญa escrita en un papel la fรณrmula de la pรณlvora negra, en la que aparecรญa el salitre como uno de sus componentes. Durante mucho tiempo una de nuestras obsesiones fue conseguir salitre de cierta pureza. Rascรกbamos en las paredes donde el ladrillo habรญa parecido exudar esta costra blanquecina. Y, sobre todo, dedicรกbamos recreos enteros a extraer lo que pensรกbamos que debรญa de ser salitre de la fachada de nuestro colegio. Mientras al otro lado de la pared, cuando se acercaban las Navidades, se preparaba el belรฉn con el serrรญn que imitaba la arena del desierto bajo las figuras sagradas, y, mientras oรญamos hacer sus recitados a los chicos de las clases de pรกrvulos que ocupaban la planta baja, Carlos seguรญa acumulando salitre en un tarro de cristal.
La habitaciรณn de Carlos estaba al final de su casa, a la vuelta de un pasillo. Me daba envidia que tuviese una habitaciรณn para รฉl solo, yo no lo conseguirรญa hasta un tiempo despuรฉs, cuando mi hermano mayor se fue a la universidad. Ese รบltimo tramo del pasillo hacรญa de biblioteca, se acumulaban en la pared enciclopedias y libros ilustrados con los que a ratos nos entretenรญamos. Su habitaciรณn tenรญa ya de por sรญ algo de escondite o de camarote. No recuerdo bien a quรฉ dedicรกbamos el tiempo cuando estรกbamos ahรญ dentro, el caso es que pasรกbamos muchas horas en ese lugar. Habรญa cierta clase de desorden confortable que me gustaba, algo que yo percibรญa como distinto a mi casa, con sus colchas de ganchillo sobre las que no se podรญa jugar. Nos entregรกbamos a los juegos de mesa, al Stratego y, un tiempo despuรฉs, al Risk. Y luego estaban los experimentos cientรญficos, bien sea buscando compuestos explosivos, como ya he contando, acercando una vez y otra cerillas encendidas a esas mezclas de salitre, o bien dando de comer moscas y hormigas a nuestras araรฑas encerradas en frascos de cristal. La madre de Carlos, Concha, pintaba al รณleo junto a la cocina. Hacรญa retratos de sus hijos. Para pintar el de Carlos, segรบn recuerdo, utilizaba una fotografรญa de unos aรฑos atrรกs. Quizรก no fuese mucho el desajuste de tiempo que habรญa entre la edad real de Carlos y la que tenรญa cuando le hicieron la fotografรญa, pero a mรญ, y creo que a Carlos tambiรฉn, me parecรญa que aquella distancia era algo insalvable. Su madre, me parecรญa, estaba pintando a un niรฑo que ya no era รฉl. Y ese pequeรฑo salto, que a los ojos afectivos de su madre debรญa de ser algo menor, para mรญ, en esa etapa de nuestras vidas, hacรญa casi inexplicable el hecho mismo de que pintase aquel retrato. Concha siempre me trataba bien, y lo cierto es que normalmente era yo el que bajaba a pasar las tardes en casa de Carlos, en lugar de subir Carlos a la mรญa.
Un mes de agosto, yo habรญa insistido a mi padre para que me comprase una crรญa de pollo de los que vendรญan en las fiestas de San Lorenzo. Era uno de esos pollitos pintados de colores que vendรญan en las ferias. Mi padre pagรณ por รฉl y durante unos dรญas me hice cargo de aquel pollo y me entretuve con รฉl. Mi madre me decรญa lo que tenรญa que darle de comer, pero el caso es que un dรญa el pollo se tumbรณ en una esquina de su caja de cartรณn y, por mรกs que yo le animase y le acercase al pico lechuga y grano, se quedรณ muerto. Me sentรญ culpable por aquello y pasรฉ unos dรญas triste. Luego, a lo largo de mi vida, he perdido a personas queridas, pero, en cierto modo, y aunque me avergรผence decirlo, quizรก no haya vuelto a tener un dolor igual. Tiempo despuรฉs de este suceso fui con Carlos a casa de nuestro amigo Enrique, que tambiรฉn era de nuestro grupo de scouts. Enrique era realmente mรกs amigo de Carlos que mรญo, era Carlos el que sabรญa dรณnde vivรญa. Y resultรณ que Enrique tenรญa en una caja un par de pollos de los comprados tambiรฉn en las fiestas, pero, para mi sorpresa, ya crecidos. Quizรก fuesen hermanos del que yo habรญa empezado a criar. Se habรญan hecho tan grandes que apenas conservaban en el plumaje el tinte de color. Nuestro amigo hizo que saliesen de la caja y fue a por un coche teledirigido con el que jugaba a perseguirlos. Recuerdo la escena de los pollos escapando del juguete entre las patas de las sillas del salรณn y abriรฉndose paso bajo las cortinas. Estuvimos asรญ hasta que nos cansamos. Despuรฉs Enrique volviรณ a guardar los pollos en su caja, nerviosos y tal vez heridos, y salimos a la calle. Las personas, supongo, nos acostumbramos a cierta crueldad. No recuerdo si yo mismo lleguรฉ a manejar un rato el mando de aquel juguete.
Con Carlos empecรฉ a frecuentar la biblioteca pรบblica de Huesca y las galerรญas de arte de la ciudad. Ninguno de los dos estรกbamos entre los primeros de la clase, ni quizรก leyรฉsemos tanto por entonces como otros compaรฑeros o hermanos nuestros. Se trataba mรกs bien de un modo de evasiรณn, de buscar escenarios que se apartasen de lo comรบn. La biblioteca pรบblica ocupaba en esos aรฑos uno de los laterales del Casino, se accedรญa a ella por un torreรณn. En los salones centrales del Casino pasaba mi padre las tardes entre tertulias y partidas de cartas. Para llegar a รฉl, si alguna vez mi madre nos mandaba a avisarle por alguna cosa, habรญa que atravesar una nube de humo –hoy ya no se puede fumar– y pasar bajo molduras modernistas y el busto de quien decรญan que era un antiguo cacique de la ciudad. El suelo de la biblioteca era de listones largos de madera que crujรญan a cada paso. Pese a lo inadecuado de aquel pavimento, sigo asociando ese sonido a un clima de confort y de concentraciรณn. Carlos y yo pasรกbamos de los cรณmics a las enciclopedias, hasta que llegamos a tener un conocimiento bastante preciso de los fondos de aquella biblioteca, unas secciones que aรบn recuerdo. Las semanas en que cerraban la biblioteca durante el verano suponรญan un trastorno para nosotros. En cierto modo, aquel espacio era una proyecciรณn de la habitaciรณn de Carlos y el pasillo de libros por el que se accedรญa. En el colegio yo no me preocupaba por entonces de ir mรกs allรก de los aprobados. Mi relaciรณn con los libros y, por decirlo asรญ, con la cultura, ha sido desordenada. Creo que todavรญa arrastro hoy algo de aquella insensatez con que nos acercรกbamos Carlos y yo a los anaqueles, y esto es algo que, si bien en ocasiones me hace pensar que pierdo el tiempo, en el fondo celebro. Las veces en que, ya de adultos, me crucรฉ en Huesca con Carlos, en un momento u otro, aun cuando รฉl estaba peor, reconocรญa en su rostro esa sonrisa que me remitรญa a las tardes de verano pasadas en la biblioteca pรบblica, a ese escrutinio ocioso de volรบmenes y a los momentos de bromas y de risas por los que mรกs de una vez acabaron expulsรกndonos.
La galerรญa de arte que mรกs frecuentรกbamos era la S’Art. Estaba muy cerca de nuestra casa, detrรกs de la caja de ahorros que hay en la Plaza de la Inmaculada. Quizรก parte de la familiaridad que Carlos mostraba hacia la pintura se debรญa a su madre. Recorrรญamos aquella sala y secretamente tenรญamos que elegir nuestros cuadros preferidos. Luego, a la salida, nos los decรญamos uno al otro para ver si coincidรญamos. Una vez, durante el curso, el profesor de dibujo, Alvira, mandรณ como ejercicio escribir un texto sobre la exposiciรณn que habรญa entonces en la S’Art. Lo cierto es que pocos fueron a la galerรญa, y una hora antes de la clase de dibujo en que debรญamos entregar la redacciรณn mis compaรฑeros se fueron pasando de mesa en mesa mi texto, haciendo cada uno su versiรณn a partir de lo que yo habรญa escrito. El profesor Alvira leyรณ algunas de las redacciones durante la clase. A mรญ me toco de los รบltimos. Yo estaba de pie, a su lado, cuando dijo: “La redacciรณn estรก muy bien, si no fuera porque la has copiado entera.” En verdad mi texto era el que mรกs se parecรญa a los otros, precisamente porque era la fuente. Hice un gesto de agravio y dije: “¿Yo?” Los que somos profesores pronto aprendemos a reconocer las dos fases que los chicos que son sorprendidos en una falta suelen reproducir: la primera es negar lo evidente –“¿Yo?”– y la segunda, probada la evidencia, es ampararse en las faltas de los otros –“¿Y los demรกs?” No siempre es asรญ, desde luego. Pero aquella vez mi gesto de indignaciรณn era sincero. Tampoco podรญa acusar a mis compaรฑeros de haberme copiado, de modo que, subido a la tarima, apartรฉ a un lado la redacciรณn y dije al profesor: “Pregรบnteme lo que quiera.” No recuerdo si finalmente aprobรฉ o no con aquel ejercicio. Poco despuรฉs, durante el bachillerato, Carlos y yo nos fuimos apartando. Dejรฉ de bajar a su casa. Su padre, alguna vez en que coincidรญamos en el ascensor, me animaba a que fuese a verle y, con el tiempo, me fue dando a entender que no estaba bien. Una vez llamรฉ a su timbre y Carlos me tratรณ con cierta aspereza. Quizรก no tanto por mรญ sino porque entendรญa que yo acudรญa a una llamada de ayuda de sus padres. No me hizo pasar a su habitaciรณn, ni volvรญ a entrar nunca en ella.
Durante varios veranos, mientras pertenecimos a los boy socuts, fuimos de campamento al valle de Benasque, en el Pirineo aragonรฉs. Un aรฑo, el dรญa en que estaban previstas las visitas de los padres, mi madre me regalรณ un libro juvenil sobre detectives. Formaba parte de una colecciรณn, que a la vuelta del campamento completรฉ, donde se describรญan toda clase de trucos de espionaje y de labores de seguimiento. Carlos en seguida se aliรณ conmigo en aquel simulacro de investigaciones criminales, de modo que pasรกbamos el tiempo reconociendo huellas de compaรฑeros nuestros, detectando rastros o acercรกndonos de noche, sin que nos viesen, hasta las tiendas de campaรฑa donde se reunรญan nuestros jefes en torno a una lรกmpara de gas. Creรกbamos entre Carlos y yo un clima de sugestiรณn que, durante nuestros paseos por la ciudad, nos llevaba a ver indicios de asociaciones secretas en vulgares tertulias de velador, o claves que debรญan ser descifradas en pintadas corrientes de la pared o en los anuncios del periรณdico. A comienzos de curso empecรฉ a ir a clase con una libreta. Anotaba en ella lo que yo interpretaba como posibles pistas. Durante unos dรญas hice un seguimiento de un compaรฑero, Miguel. El profesor, Antonio, un clรฉrigo joven vitoriano, me vio esconder la libreta durante una clase y me la pidiรณ. Delante de todos los alumnos leyรณ en voz alta lo que ahรญ habรญa registrado. Era una descripciรณn de las cosas que habรญa hecho Miguel esa semana, de los juegos en los que habรญa participado en el patio de recreo y cosas asรญ. No recuerdo haber pasado un bochorno igual en ningรบn otro momento de toda mi educaciรณn. Mi relaciรณn con Miguel, al que sigo viendo a veces en el pueblo de mi madre, tambiรฉn se vio afectada por entonces: sin duda debรญa de pensar que yo era un idiota y un infantil sin remedio. Aquel incidente puso fin en cierto modo a una etapa de mi vida, Carlos y yo pasamos a tener ocupaciones algo mรกs convencionales, nos centramos en partidas de juegos de mesa que duraban tardes enteras y en las que participaban tambiรฉn Enrique y otros compaรฑeros de curso. Puedo decir, por otra parte, que aquel episodio con el profesor Antonio fue la primera lectura de un texto mรญo en pรบblico, algo a lo que, en cierto modo, me he venido a dedicar despuรฉs. Cuando, en รฉpocas recientes, he tenido que describirme en pรบblico como escritor y he afirmado que parto antes de la observaciรณn que de la imaginaciรณn, quizรก mis oyentes no se hiciesen una idea de hasta quรฉ punto era literal en lo que decรญa, ni del precio de vergรผenza que tuve que pagar en el principio.
A Carlos y a mรญ lo que mรกs nos gustaba de las excursiones a la montaรฑa eran los edificios abandonados, las ruinas. Si junto a una iglesia habรญa restos de tumbas abandonadas, Carlos no tardaba en aparecer ante nosotros con una tibia o una calavera; si una pared parecรญa a punto de derribarse, ahรญ รญbamos Carlos y yo a acelerar ese hundimiento; si algo podรญa quebrarse, como un cristal en una ventana vieja, era inevitablemente el blanco de nuestras pedradas. No recuerdo, sin embargo, que esta violencia fuese dirigida nunca hacia las personas, ni Carlos ni yo tuvimos nada de chulos ni nos vimos envueltos en peleas –yo era, ademรกs, muy delgado, y poco tenรญa que hacer en ese campo. Nuestra obsesiรณn por las ruinas, al margen de, lamentablemente, la parte destructiva, tenรญa que ver sobre todo con un afรกn de exploraciรณn: no abandonรกbamos un conjunto de casas hasta haber registrado cada una de las estancias y haber dado con alguna clase de botรญn, un disco de piedra encontrado entre los excrementos de las ovejas o un frasco de perfume antiguo con la forma de la Torre Eiffel. Esos pequeรฑos hallazgos parecรญan dar sentido a todo lo demรกs. Aquellas casas, por otra parte, no siempre carecรญan de dueรฑo, ni era yo quien acompaรฑaba en todos los casos a Carlos en sus incursiones. Una vez vino al campamento una pareja de guardias civiles o forestales. Carlos y algunos mรกs tuvieron que entrevistarse con ellos. Recuerdo el miedo que se nos quedรณ despuรฉs de aquello, un silencio que nos llevรณ incluso a evitar hacernos preguntas entre nosotros.
La รบltima vez que quedรฉ con Carlos fue en el bar Correos, frente al edificio de Correos en que trabajaba su madre y donde รฉl tambiรฉn trabajarรญa durante unos aรฑos de su vida. Yo entonces vivรญa en Madrid, nos preguntamos por amigos comunes y al final tuvimos que esforzarnos por alargar una conversaciรณn que no parecรญa que fuese a tener continuidad. En los aรฑos siguientes me llegaron algunas noticias sobre รฉl. Cayรณ enfermo y tuvo que someterse a medicaciรณn psiquiรกtrica. Una de las veces en que coincidรญ con รฉl en el portal de casa pasรณ de largo, como si no me reconociese, y en las otras ocasiones se detuvo y se mostrรณ afectuoso como era, parecรญa de pronto querer iluminar ese espacio primero que tuvimos de exploraciรณn sobre el mundo. Descubrieron que tenรญa un tumor cerebral y poco despuรฉs mi madre me llamรณ por telรฉfono para avisarme de que habรญa muerto. De esto hace cuatro aรฑos. Siempre que voy a ver a mis padres subo, como todo el mundo, por el ascensor. Pero no dejo de sentir que atravieso una parte de la vida dejada en la escalera. ~
(Huesca, 1968) es escritor. Su libro mรกs reciente es La flecha en el aire. Diario de la clase de filosofรญa (Debate, 2011).