Pasé casi todo el verano de 1991 en Cantavieja, un pueblo del Maestrazgo turolense. Ese era un patrón bastante habitual en mi infancia. Durante el curso, vivíamos en Zaragoza. Mi madre se encargaba de nosotros y estudiaba oposiciones de médico que nunca llegaban a convocarse o tenía contratos temporales como auxiliar de clínica, mientras mi padre trabajaba, primero en un bingo y luego en varios periódicos. En verano, mi madre sustituía al médico en algún pueblo, y mi padre, y a veces alguno de mis tíos, nos cuidaba. Pero ese es el verano que recuerdo con más claridad, porque sucedieron algunas cosas que lo hicieron diferente. Por primera vez, mi hermana Aloma y yo, de siete y diez años respectivamente, íbamos con un niño pequeño: nuestro hermano Diego, que tenía nueve meses al principio del verano. En septiembre no volvimos a Zaragoza, porque mi madre empezó a trabajar en otro pueblo (en un principio creímos que sería en Cantavieja, luego fue un lugar diferente). Pasamos más tiempo con mi padre, que ese año había pedido una excedencia en el periódico para escribir un libro, y por eso fue el verano en que aprendí a jugar al fútbol. Fue el verano en el que fumé mi primer cigarrillo. Y también fue el verano en que mi hermana tuvo un accidente que estuvo a punto de matarla.
Vivíamos cerca de la plaza, el lugar más bonito de Cantavieja. No recuerdo el nombre de la calle. Sí que me acuerdo de que era una casa grande, que pertenecía a una familia, y que alquilábamos el piso de abajo. En el patio había una canasta. La familia –dos matrimonios– tenía tres hijos de mi edad; dos me machacaban sistemáticamente cuando jugábamos a fútbol o a baloncesto. Sobre todo al principio, no me gustaba estar con ellos y prefería quedarme en casa. Me atraía el aspecto aventurero del pueblo: las historias, el paisaje, imaginar animales que sabía que se habían extinguido en la zona hacía décadas. Pero luego era un mundo desoladoramente realista, lleno de gente que sabía quién eras, moscas, pinchos, cagadas de oveja y mierda de vaca: a la naturaleza le faltaba épica y le sobraban incomodidades. La verdad es que leí poco ese verano: tebeos y libros sobre cómo dibujar cómics, principalmente. Estaba obsesionado con la época del oeste; leía El ocaso de los pieles rojasuna y otra vez, y una tarde mi padre me pasó el texto sobre Billy the Kid de Historia universal de la infamia. Pero no llegué a completar mi proyecto, un tebeo del oeste del que llegué a hacer unas veinte páginas. Un día fuimos con mi padre al campo para copiar del natural, pero me faltaron paciencia y talento. Pasaba muchos ratos con mi hermano. Al principio del verano lo sacaba a pasear con el carro; al final, lo llevaba caminando, cogido de los hombros. Él gateaba por toda la casa como un loco, la mitad del tiempo con el chupete a rastras. Hubo instantes de tedio –sobre todo cuando teníamos que ir a comprar a las lentísimas tiendas–, pero recuerdo los momentos de jugar con Diego con felicidad. Cuando había fiestas, tenía miedo de que no oyéramos los avisos y el encierro de los toros nos pillara en mitad de la calle.
Mi padre tenía el ordenador en la cocina. Escribía con el delantal puesto, a veces con mi hermano en brazos. Recuerdo que leí en esa cocina la primera versión de “Margarita Urbino”, la historia de una amante de Ramón Cabrera que mi padre había imaginado como arranque de una novela sobre el general –que tuvo su cuartel en Cantavieja durante la primera guerra carlista– y que más tarde se convirtió en la pieza inicial de su libro de cuentos El testamento de amor de Patricio Julve. Algunas tardes, en el patio de la casa, mi padre entrevistaba a gente del pueblo, que le contaba historias de maquis, de enterradores, de la Guerra Civil y de crímenes famosos. Yo escuchaba algunas de esas conversaciones, sin entender demasiado. Visitábamos los lugares sobre los que quería escribir: los edificios templarios, la casa del Bayle, el cementerio, algunas masías. A veces le pedían artículos en el periódico, que mandaba desde el fax del hotel del pueblo. Leí en el ordenador un texto sobre Induráin –que ganó ese año su primer Tour, aunque a mí lo que me importaba de verdad era que Carl Lewis venciera a Leroy Burrell en el Mundiales de Atletismo de Tokio–, otro sobre Gorbachov –cuando se produjo el golpe de Estado– y otro sobre Manuel Fraga, que no sé a cuento de qué venía. En julio del 91 hubo un eclipse solar total. Recuerdo que Jesús Hermida terminó el telediario recitando; creo que era un fragmento de Platero y yo. Mi padre dijo: “Fíjate, todo el mundo se mete con él, pero de pronto Hermida tiene estas cosas maravillosas.”
Algunas tardes, mi padre y yo íbamos a correr. Cuando terminábamos, cogíamos el balón y jugábamos al fútbol en la plaza del pueblo. Si estaban por ahí, venían también los chicos que vivían en nuestra casa. A veces, echábamos un partido en la plaza después de cenar, y terminábamos a las doce o la una de la madrugada.
En la casa de enfrente vivía Cristóbal, al que todo el mundo llamaba Román. (En Cantavieja, a todo el mundo lo llamaban por el nombre de su padre.) Era un hombre de setenta y pico años, delgado y soltero, con boina y zapatillas de estar por casa. Fumaba tabaco de liar. Nos tenía cariño y saludaba a mi hermano Diego dando grandes voces: “Ahí viene el Recental”, decía. Cristóbal no dejaba que nadie entrase en su casa. A la hora de cenar, subía al piso de arriba, donde tenía la vivienda, con una escalera de palo. Cuando llegaba al piso de arriba retiraba la escalera.
Aunque en otros pueblos habíamos jugado mucho juntos, ese verano no pasé mucho tiempo con mi hermana Aloma. El verano anterior ella había estado más en Cantavieja y el lugar le gustaba más que a mí. Estaba fuera de casa todo el tiempo. Tenía una amiga íntima, Noelia, y quedaban para bailar las canciones de Xuxa y de Grease, que ese verano se había vuelto a poner de moda.
También es curioso que tenga pocos recuerdos de mi madre de ese verano. Supongo que trabajaba mucho –en esa época los médicos de los pueblos no tenían horario– y que el resto del tiempo estaba con mi hermano pequeño. La mayoría de los recuerdos que tengo son profesionales. Había fiestas cada dos o tres fines de semana, y mi madre tenía que vigilar los toros. Cuando cogían a alguien, mi madre saltaba a atenderlo mientras los jóvenes intentaban atraer al toro al otro lado de la plaza. También recuerdo que un hombre murió golpeado por la pluma de una grúa y tuvieron que dejarlo allí varias horas, hasta que el juez ordenó levantar el cadáver. Era la primera vez que veía a mi madre certificar una muerte.
Los fines de semana que mi madre no tenía guardia íbamos a Ejulve, el pueblo de mi familia materna, que está en las estribaciones del Maestrazgo. Hay menos de sesenta kilómetros, pero la carretera era espantosa y costaba casi dos horas llegar. Yo me sentaba en el asiento del copiloto, con nuestro perro Pluto. En uno de los viajes, Pluto vomitó en el coche el intestino de un cordero.
En el mes de agosto, mi madre hizo la sustitución del médico de otro pueblo cercano, Fortanete. Un día que tenía que hablar con el médico los chicos que vivían encima y yo fuimos con ella. El médico tenía un cartón de tabaco en su casa y le robamos un paquete. Por la noche, fumamos un cigarro en un callejón. Me dijeron que, para que no me pillaran, era importante lavarse las manos y los dientes, y comerse una manzana. Recuerdo los momentos de angustia que pasé, porque en casa no había manzanas, solo melocotones.
El gran momento del verano eran las fiestas patronales. Ya me había hecho amigo de los vecinos e iba a formar parte de su peña. Era mixta, los mayores compraban alcohol, los pequeños nos hacíamos los duros bebiendo cerveza sin alcohol y todos estábamos enamorados de dos gemelas mallorquinas y rubias que tenían un par de años más que nosotros. Pero, aunque me acuerdo de las dos gemelas –Pilar y Cristina– y de las orquestas que tocaban en la plaza, no recuerdo mucho de las fiestas. El 26 de agosto mi madre obtuvo una plaza de interina en otro pueblo, Urrea de Gaén, en el Bajo Aragón, a unos setenta kilómetros de Zaragoza. Mis padres se marcharon para buscar una casa y adecentarla, y nos dejaron a mí y a mis hermanos en Ejulve, con mis abuelos, algunos primos y mi tía Isa, la hermana de mi madre, que no tiene hijos.
Aunque Ejulve era nuestro pueblo, no teníamos muchos amigos, porque habíamos pasado los veranos en otros sitios. Yo me llevaba bien con mis primos Fernando y José Manuel, a los que también veía en Zaragoza. Mi abuela y la suya eran hermanas, y en verano vivíamos todos en una casa grande y destartalada; creo que un verano contamos más de veinte colchones en la vivienda. Mis primos salían con unos chicos algo mayores. Algunos vivían en el pueblo, pero la mayoría, como nosotros, eran hijos de gente que había emigrado a Zaragoza o a Barcelona. Estaban fundando una nueva peña, Los Bastos, y mis primos iban a entrar en ella. Fernando, que tenía mi edad, era el más pequeño del grupo; los mayores tendrían dieciséis años. Era el verano en que se pusieron de moda las mountain bikes. La mejor era la del hijo del alcalde, que tenía cuentakilómetros y había costado trescientas mil pesetas. Aloma y yo no teníamos bicicletas. Si al menos yo podía entretenerme con mis primos, ella no tenía ningún amigo en el pueblo.
Uno de los chicos mayores me dijo que yo no podía entrar en la peña. Creo que una de las razones era que asumían que debía también entrar con mi hermana, y ella era demasiado pequeña, y chica. No sé si me importó mucho, pero para entonces ya me había olvidado del tebeo y mi objetivo era participar en la Carrera de los Pollos, que se celebraba el sábado de las fiestas de septiembre. Durante diez días hice el recorrido cada mañana. Algunos días mi hermana y mi tía me acompañaban y esperaban cerca de la meta. La verdad es que nunca supe con precisión el tiempo que hacía, porque no teníamos reloj digital, y mi hermana y mi tía se distraían y nunca se acordaban del minuto en que había salido. En todo caso, rondaba los diez minutos, y era un tiempo muy superior al que hacía Juan Carlos, que pertenecía a la peña de Los Bastos y era el atleta del pueblo: por las tardes, lo seguían con las mountain bikesy mis primos decían que completaba el recorrido en poco más de ocho minutos.
Más tarde supe que el recorrido que yo hacía era unos centenares de metros más largo, y, dos o tres años después, en el único verano que participé en la carrera, Juan Carlos me dijo: “Tira para adelante, que no puedo más” (al final ganó un marroquí que pasaba el verano participando en carreras populares por España y yo quedé segundo), pero ese año no llegué a correr. El día anterior era la jornada infantil en las fiestas. Una empresa ponía en las eras –un descampado delante del colegio– unas colchonetas inflables. Traían también un circuito de karts: había unos hierros que formaban un rectángulo y un solo coche. El circuito, que no tenía ningún tipo de protección, consistía en dar la vuelta al rectángulo. Yo me subí y me pareció sencillo.
Mi hermana tenía miedo, pero la animé a subirse al coche.
Se montó, pero no dio la vuelta al rectángulo. A una velocidad cada vez mayor, avanzó en línea recta, no se metió por muy poco debajo del camión de la empresa de atracciones y se estrelló contra una barbacana. El kart no tenía casco ni cinturón de seguridad y mi hermana se dio de cabeza contra el muro.
Antes del choque, en la fila nos reíamos de que no hiciera el recorrido correcto. No he olvidado que yo no era el que menos reía.
Mi hermana se quedó medio inconsciente y un señor del pueblo la cogió en brazos y la llevó a mi casa. A todos nos preocupaba el golpe en la cabeza. El médico vino a verla y dijo que estaba bien. Pero mi tía no se fiaba y prefirió que fuéramos al hospital de Alcañiz. El hermano de mi abuelo nos llevó en su coche. Antes de montar, un chaval de Los Bastos me dijo: “Oye, Dani, que podéis ser de la peña.”
Se me han olvidado muchas cosas de ese verano, pero no se me han olvidado los 72 kilómetros de viaje hasta Alcañiz, mientras mi tía y yo hablábamos con mi hermana para que no se durmiera. Recuerdo también que los médicos de urgencias no encontraron nada, y que ya nos habían mandado para casa cuando llegó un pediatra que miró a mi hermana y dijo: “Esta niña está muy blanca. ¿Le habéis hecho una ecografía?” Me acuerdo de cuando llegaron mis padres, y mi hermana pasaba en una camilla, ya intubada, y dijo: “Hola, papá. Me tienen que operar.” Me acuerdo de que un momento después presentaron a mi madre a un cirujano extremeño: cojo, sin afeitar y con unas uñas larguísimas. Era ya la una de la madrugada y mi tía y yo salimos del hospital y comimos un bocadillo de tortilla. Fue la única vez que lloré ese verano.
Mi hermana se salvó de milagro: no le había pasado nada en la cabeza –en mi familia somos duros de mollera–, pero el volante le había partido el hígado por detrás. De no ser por ese pediatra, habría muerto esa noche. Los médicos tuvieron que hacerle una transfusión y abrirle la tripa a ciegas, buscando el lugar de la hemorragia.
A manera de disculpa, o quizá para que mis padres no fueran a los tribunales, la empresa de atracciones mandó a mi casa un globo terráqueo.
Ahora, cuando pienso en esa época, veo que mi madre encontró su primer trabajo permanente de médico, mi padre empezó a escribir el primero de sus mejores libros y pudo alejarse del periodismo diario para dedicarse a la literatura, y se me ocurre por primera vez que solo unos meses más tarde tuvimos otro hermano, que mi madre quiso parir en el hospital de Alcañiz, donde habían salvado a mi hermana. No sé si entonces me daba cuenta, pero, aunque nunca habíamos estado tan cerca del desastre y nunca habíamos sido tan conscientes de nuestra fragilidad, fue un momento extrañamente feliz y optimista. Mi hermana se incorporó a las clases en Urrea de Gaén un par de semanas después del comienzo del curso. Era un colegio de pueblo, y ella y yo estábamos en la misma aula. El día en que volvió a casa, había perdido peso y parecía más pequeña. Para entonces, yo era uno de los primeros que elegían cuando hacíamos equipos para jugar al fútbol en los recreos, y mi hermano Diego había empezado a dar sus primeros pasos. ~
Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).