Carlos Monsiváis en el centro

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Hace dos años la primera crónica de Carlos Monsiváis cumplió el medio siglo de publicada. Se trata de la narración de una marcha en protesta por el golpe de Estado contra Jacobo Arbenz en Guatemala. A la marcha asistieron Diego Rivera y Frida Kahlo, quien moriría al año siguiente. Si se quiere reducir lo irreductible a ese evento be my guest: en esa crónica estarían concentradas varias de las formas de la atención de Monsiváis. La marcha vista como espectáculo donde lo popular es, también, compromiso civil; la fascinación por los personajes-mito; el interés por la plástica mexicana.

De los usos de la resistencia civil Monsiváis llegaría a invadirnos con un concepto que opera en la realidad justo cuando se le nombra: ahí donde, en el terremoto de 1985, todos veíamos derrumbes y las ruinas de lo que fuimos, él asestó el término “sociedad civil”. El término llegó a fundar a la propia sociedad civil mexicana que pidió el espejo prestado para reconocerse.

Esta idea que permeó instantáneamente a la sociedad se explica desde que, en 1958, Monsiváis, junto con José Emilio Pacheco, participaron en una huelga de hambre a favor de los ferrocarrileros que se enfrentaban por primera vez al sindicalismo oficial. Más tarde Monsiváis negaría la huelga de hambre con un “Benita Galeana nos repartía chocolates”, pero de ese momento está ahí la palabra cívica, antes –muchas veces opuesta– de la política activa, lo que funda una idea que se profundizó en el verano de 1968: el poder es la locura que baja, la sociedad civil es la que resiste con la cordura de las libertades.

Monsiváis ha visto –leído– la locura cotidiana de los poderosos en su célebre columna semanal Por mi madre bohemios. Sus polémicas: desentrañar la responsabilidad única de Díaz Ordaz y su gabinete en la matanza del 2 de octubre de 1968; lo laico como frágil garantía de no volver a postrarse frente a la moral de Las Rodillas Laceradas de la Caridad; lo civil y pacífico de toda resistencia viable y su condena del lenguaje mortuorio de las revoluciones; lo popular, no como folclorismo, sino como derecho a la palabra. Los límites bajo protesta que Monsiváis le ha impuesto a los poderosos, y también a preponderantes no tan asumidos como el subcomandante “Marcos” y al propio perredismo, son eso que comúnmente la gente le pregunta a Carlos Monsiváis: “Dime qué está pasando.” Él, burlón, como siempre, ha inventado aquello de “cuando estaba entendiendo lo que pasaba, ya había pasado lo que estaba entendiendo”.

Monsiváis es quizás el intelectual más escuchado del medio siglo. No el experto, no el académico, no el opinador. Sino alguien que está reflexionando todo el tiempo desde la cultura como una forma de atención. Si Agustín Lara era una atmósfera, más que un género, Monsiváis es una mirada.

Gómez de la Serna escribió que lo cursi “es todo sentimiento que no se comparte”. Es decir, que lo cursi sólo es una forma de percibir una emoción. Quien la padece no se considera cursi, sino inspirado. Lo mismo sucede con otros desdenes. Lo “naco” podría ser una apariencia física que no se comparte. Entonces “cursi” y “naco” son términos que nos lanzamos desde la ausencia de empatía con los otros. Digo esto porque existe un hilo conductor en la obra de Carlos Monsiváis que va de su retrato de Agustín Lara a la extirpación de la palabra “naco” como abierto racismo.

Cuando apareció su esperado ensayo sobre Salvador Novo –el cronista que le hereda a Monsiváis su talento para narrar el presente con ironía, aunque no su oportunismo– me sorprendió el título: “Lo marginal en el centro.” De muchas maneras es una declaración de principios de la obra de Monsiváis: todo lo apartado por la cultura oficialista es puesto en el centro por una mirada centrífuga, disidente, informada. Así, la noche en la ciudad de México, la Marcha del Silencio en 68, Benita Galeana, la pintura de Francisco Toledo, el desvelamiento de los valores lacrimógenos del cine nacional o del Manual de Carreño, los rescatistas del terremoto, las antologías de poesía y crónica, digo, todo eso es puesto en el centro cuando no era ni la esquina. Es una forma de la atención donde Monsiváis funda una nueva república de dichos, objetos y personajes. Por eso tampoco sorprende que acabara gastando todos sus ahorros de conferencias ubicuas, textos que invaden los suplementos culturales y prólogos en comprar una enorme colección de cosas (menospreciadas por los museos) en estanquillos, bazares, mercados de pulgas por toda la República. Es una mirada a la cultura desdeñada pero también llena de emoción, de un sentimiento que no se comparte pero que él está encargado de consignar como legítimo. “Lo fugitivo permanece.” Después de él, “naco” es una marca de ropa muy chic, Agustín Lara está en los remixes y los remixes podrían ser una etnia de mixes recalcitrantes. Desde su canon antioficial, Monsiváis ha sido un pensador de la empatía.

Carlos Monsiváis es el escritor más pop que hemos tenido. En él la obra no es sólo lo escrito y publicado, es lo leído y hablado por igual. Es un autor que restaura una tradición oral vía telefónica, que compone letras de canciones, que anima a fundar editoriales, suplementos, bibliotecas públicas, centros de arte popular. Sus actos de caridad –de los que nunca habla– son en forma de donaciones de libros y películas de su acervo tan extenso que se exhibe en el suelo de su casa.

Es apenas justo que gane el Premio ex Rulfo: en su estudio, donde lee, escribe, y canta canciones inventadas por teléfono, entre los gatos, hay un cuadro. Es la primera página de El llano en llamas. En una esquina del papel un perro aúlla. Quisiera estar en el centro. ~

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