Graham Greene regañado

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“No hablaba ni una sola palabra en español. Yo me preguntaba cómo podría entender nuestras cosas, nuestra Revolución”, recuerda Nydia Sarabia, guía y traductora suya durante el viaje a Santiago de Cuba. A fines de los cincuenta, Graham Greene aterrizaba en La Habana decidido a escribir un reportaje sobre el joven Fidel Castro. Las fuerzas revolucionarias luchaban en el oriente de la isla, y el embajador inglés había recomendado al novelista que se olvidase de aquel grupito de comunistas que engatusaba a la prensa. Greene, sin embargo, persistió, y luego utilizaría su viaje a provincias al escribir Nuestro hombre en La Habana.
     Desde hacía tiempo le rondaba la historia de un falso espía que engañaba a los servicios secretos de su país y creaba con sus informes un revuelo de varios cadáveres. La versión primera, que sucedía en Tallin en 1938, no había logrado avanzar más allá de un esbozo. A la luz de la inminente guerra mundial costaba entender como comedia la conducta de aquel protagonista, y con Nuestro hombre en La Habana su autor intentaba un divertimento: “an entertainment”.
     Se hacía imprescindible entonces cambiar fecha y lugar del relato, y así apareció La Habana de los cincuenta. Greene calculó que pocos lectores aceptarían como causa sagrada la sobrevivencia del capitalismo occidental. Por tanto, la Guerra Fría quedaba bien como escenario, podría burlarse a gusto.
     Ya los famosos daiquirís del Floridita, el cangrejo de ese mismo restaurante, la ruleta en los hoteles y la vida prostibularia lo habían traído a La Habana. (En un prólogo fechado en 1970 confesaría pérdidas modestas en la ruleta, asistencia a espectáculos pornográficos del Shangai y del Blue Moon, amén de consumo de marihuana y de un bicarbonato que le vendieron como cocaína.) Sin embargo, ni su curiosidad ni sus estancias fueron suficientemente largas como para adentrarse en el país, y sólo cuando La Habana sustituyó a Tallin comenzó él a procurarse amigos cubanos, rentó auto y conductor, quiso recorrer la isla.
     Supuestamente de incógnito, en 1957 Graham Greene evitaba a la policía cubana y a un reportero del Times conectado con el FBI. Rumbo a Santiago de Cuba debía tomar el mismo vuelo que su guía y traductora, ambos ocuparían asientos distantes sin dar señal de conocerse, y él pasaría en su equipaje un cargamento de abrigos de cuero que los revolucionarios habaneros enviaban a los de las montañas.
     Debía hospedarse bajo nombre falso en el hotel Casagranda, y a la mañana siguiente telefonearía a Nydia Sarabia tratándola con otro nombre. Ella se encargaría de conducirlo hasta los revolucionarios de la ciudad. Éstos, a su vez, podrían introducirlo en las montañas.
     Atolondrado igual que el protagonista de su futura novela, incauto como si no hubiese realizado antes labores de espionaje, Greene cometió un error tras otro. Se inscribió en el hotel con su propio nombre y tuvo detrás suyo por las calles santiagueras al reportero que evitaba. El plan, afortunadamente, no salió mal del todo: Sarabia llegó a ponerlo en contacto con rebeldes de cierta importancia, aunque la cita con el líder resultó imposible. (Greene tenía repleto su carné de baile y no podía esperar: una semana después volaría a África para un reportaje sobre la guerrilla mau-mau.)
     Nuestro hombre en La Habana fue publicada en 1958 y saludada en Cuba por un artículo de Nydia Sarabia. Todavía sin haber leído el libro, ésta rememoraba las pifias cometidas por Greene en sus días santiagueros y lo mal que iba de incógnito. Si bien reconocía lo difícil de enmascarar que el novelista resultaba: “Cuando va por las calles de Londres todos lo conocen, debido a la morbosidad de la mayoría de sus obras”.
     Graham Greene llevaba en rostro y en porte la marca de sus temas. No era gratuito entonces que, al final del artículo, su antigua guía le dedicara la siguiente amenaza: “Si Graham Greene ha escrito alguna novela basada en la Revolución presente, debe cuidarse en lo que escribe, pues no se puede confundir las historias de los pueblos”.
     Luego de dirigir los pasos del escritor por ciudad desconocida, Nydia Sarabia pretendía ahora guiar su escritura. La novela, como ya sabían sus primeros lectores, apenas se ocupaba de la guerrilla cubana. Aunque, desde que varias de sus invenciones pasaron a realizarse, sí que debió cuidar Greene lo que ponía en ella. A poco de su aparición, la pregunta de uno de sus personajes (“¿Hay algo en Cuba lo suficientemente importante como para interesar a un servicio secreto?”) cobraría demasiadas contestaciones. El falso emplazamiento de armas estratégicas en territorio cubano encarnaría en los misiles soviéticos de 1962. Y la sobrevivencia del capitalismo occidental perdería la ligereza que el autor inglés le supusiera.
     Tan sólo dos meses después del triunfo revolucionario, Nydia Sarabia se permitía amenazar desde las páginas del diario oficial a uno de los primeros escritores de renombre (si no el primero) que abejorreara en torno a la Revolución Cubana. Su artículo, pésimamente escrito, constituye la primera advertencia hecha en nombre de la Revolución a un intelectual extranjero. Comenzaban bien temprano las objeciones de Narciso a los espejos. Y no cesan: las reprimendas desde La Habana a artistas y escritores forman una serie que en nuestros días llega incluso a José Saramago. –

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(Matanzas, Cuba, 1964) es poeta y narrador. Su libro más reciente es Villa Marista en plata (Colibrí, 2010).


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