Desde que a mediados de enero se supo que Luis Bárcenas, extesorero del Partido Popular implicado en la trama Gürtel, había llegado a tener veintidós millones en una cuenta en Suiza, la corrupción ha protagonizado la actualidad política española. Los medios de comunicaciónhan publicado informaciones que apuntan a una financiación ilegal del partido en el gobierno y a sobresueldos cobrados durante años por dirigentes de esa formación. El PP no está siendo convincente en sus explicaciones: ha amenazado con querellarse con los medios que informen del caso, sostiene de manera difícilmente comprensible a una ministra como Ana Mato y Bárcenas, supuestamente despedido, ha seguido cobrando del partido durante dos años. Al abrir el periódico, uno tiene la sensación de que una ardilla podría recorrer el país saltando de una trama corrupta a otra. Todos los partidos que han tenido el poder presentan casos. En torno a un 8% de los municipios españoles se ha visto envuelto en escándalos de ese tipo, según el informe “Aproximación a una geografía de la corrupción urbanística en España”. El yerno del monarca está implicado en varios presuntos delitos que amenazan cada vez más a la Casa Real. El presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial tuvo que dimitir hace unos meses por la presunta malversación de caudales públicos.
Todo es desalentador y un tanto chusco, como si Francisco Ibáñez hubieran decidido adaptar un libro de teoría política: peritos caligráficos examinan los cuadernos de Bárcenas, que según el supuesto autor son una falsificación; el presidente del gobierno dice que “todo es falso, salvo alguna cosa”; Urdangarin firma correos como “el duque em…Palma…do”; el gerente de un think-tank del psoe pagaba tres mil euros por artículo a una supuesta experta norteamericana que era un seudónimo de su mujer. Eso sucede en un momento en el que el gobierno intentaba vender cierto optimismo: apretarnos el cinturón y cruzar los dedos. Pero, con seis millones de parados, un desempleo juvenil del 56% y una tremenda pérdida del poder adquisitivo de los ciudadanos, esos casos hacen que se extienda la impresión de que se piden sacrificios a la gente mientras algunas élites se aferran a sus privilegios y se saltan las normas que ellas mismas establecen: “la clase política” es la tercera preocupación de los españoles, según el CIS.
Muchos casos tienen algo de resaca de la burbuja y de asuntos que la democracia española no ha sabido resolver de manera satisfactoria, como la financiación de los partidos y su tendencia a la opacidad y al blindaje. A eso le ayudan también cierta lasitud generalizada, la polarización mediática –que tiende a ver estos casos como armas para debilitar al enemigo, y que hace que los ejemplos de corrupción del rival se destaquen y se olviden los propios– y la propia naturaleza de la corrupción: aunque supone una pérdida de recursos y de dinero que deberían ir a otro sitio, en un primer momento puede beneficiar a los ciudadanos y los votantes no la castigan.
Proliferan las explicaciones de la corrupción –desde actualizaciones de Max Weber a aplicaciones de la teoría de las élites extractivas de Acemoglu y Robinson, pasando por la caída de la religiosidad, aunque mi preferida es la de un profesor de Derecho que asegura que la clave está en que la importancia del subjuntivo en el castellano hace de él una lengua ideal para la mentira–, soluciones mágicas e iniciativas que tienen un aire apresurado y a veces populista. El líder de la oposición exigió la dimisión del presidente del gobierno de forma precipitada, en lo que parecía más una forma de seguir la corriente de la indignación que una estrategia. Antes, Izquierda Unida propuso que no se pueda indultar a quien comete un delito económico. Unión Progreso y Democracia sugiere impedir que los imputados por corrupción opten a cargos públicos y la presidenta del PP de Madrid ha demandado una “regeneración democrática”, lo que hace pensar que tiene mala opinión de su trabajo en los últimos decenios, en los que ha ocupado puestos de poder y visibilidad, o de la inteligencia de los ciudadanos. Mariano Rajoy empeñó su credibilidad personal y, al hacer pública su declaración de la renta, retomó la iniciativa. El líder de la oposición le imitó unos días después. Pero no tiene sentido iniciar una espiral exhibicionista, donde parece que vaya a ganar quien tenga menos. Si uno de los problemas es el distanciamiento hacia la clase política y es importante destacar que no todos los políticos son iguales, medidas demagógicas como eliminar el sueldo de los diputados o de los concejales parecen más que discutibles: contribuyen a restar importancia a su trabajo.
Aunque resulte tentador pensar que España es diferente, otros países de nuestro entorno han vivido casos parecidos. La democracia tiene recursos para depurar la corrupción: libertad de prensa, separación de poderes, asunción de responsabilidades, elecciones libres. Hablando acerca de los culpables de la crisis financiera, Niall Ferguson, que no es exactamente un revolucionario antisistema, recordaba la frase de Voltaire: “En este país, de vez en cuando se ahorca a un general para animar a los otros.” Los implicados deben asumir su responsabilidad política y los intentos de tapar el escándalo pueden acabar resultando más dañinos que el escándalo en sí: aunque la corrupción no afecte a toda la organización, la sensación de ocultación y protección sí, y causa una pérdida de credibilidad en el partido y en todo el sistema. Los medios de comunicación tienen que contar lo que pasa y ser incómodos para el poder, porque ese es su trabajo. La justicia debe actuar con independencia, y sería magnífico que aumentasen los medios para que pudiera obrar más rápidamente. La corrupción, como otras formas de robo, es más frecuente cuando es fácil cometerla, y para que disminuya es mejor realizar un buen diseño institucional que confiar en la bondad de los hombres: los partidos y la administración deben ser más transparentes; la regulación legal debe ser más sencilla (“cuanto más corrupta está una sociedad, más leyes tiene”, escribía Tácito); debe haber menos cargos discrecionales para que la administración frene los intereses partidistas. No deberíamos desaprovechar la oportunidad que da una crisis: no es necesario, como he oído estos días, romper la baraja, darle la vuelta al país como un calcetín o entrar en el Estado con la piqueta, sino exigir que las instituciones operen correctamente y corregir sus disfuncionalidades. De lo contrario, eso se quedaría en nada: en uno de esos brotes de indignación que suben y bajan como la espuma, o en una peligrosa visión cínica y nihilista que olvida que, en una democracia, todos estamos metidos en política. ~
Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).