Carlos Fuentes, Inquieta compañía, México, Alfaguara, 2004, 287 pp. (“Biblioteca Carlos Fuentes”).
Dos líneas centrales parecen cruzarse una vez tras otra en la obra narrativa de Carlos Fuentes. Ambas se refieren al tiempo, o dicho mejor: al modo en que aparece o en que es entendido. Una es la vida de todos los días y sus entreveramientos y progresos: la historia misma, biografías personales, linajes, estructuras de corta o larga duración. La Historia, puente hacia adelante suspendido en ahoras sucesivos, en la duración de que hablaba Bergson y a la que aludía ya Agustín de Hipona, sus vueltas al pasado gracias a memorias voluntarias o a irrupciones indeseadas. La otra es la propia negación del tiempo, la inmutabilidad, la Eternidad que desprovee de sentido todo afán, que imposibilita todo proyecto y propicia un haz de utopías. Para el narrador Carlos Fuentes suele ser fundamental el vértice de las dos líneas, su encuentro. Más que un eterno retorno de lo inmutable al campo de lo naturalmente movedizo, el escritor mexicano plantea una confusión: lo eterno no ha acabado de irse, ronda, acecha, y desde sus merodeos hace ver los puntos de quiebre de la normalidad, de la previsible vida de todos los días, hasta que termina por establecerse en las fracturas que va abriendo.
De esta forma pueden aparecer ángeles, vampiros, representaciones concretas del mal sin que el tiempo humano, el del transcurso mensurable y conocido, deje de estar presente, llegue a suspenderse. Comienza a agrietarse, a zozobrar, en el interior de personajes que poco a poco van sabiendo que sus vidas están siendo atrapadas. Sus trastornos no terminan suprimiéndola: la normalidad es alterada pero no queda cancelada. Los relatos de Inquieta compañía hacen aparecer trastocamientos, mudanzas, desórdenes. Cambia el orden pero no acaba por romperse el afán de recomponerlo, asirlo nuevamente, de seguir sus nortes, atender sus orientaciones. Se busca el tiempo que compañías imprevistas y extrañas quieren perder para instaurar otro, un tiempo de secuencias descontroladas, ingobernables, descentrado. En la tensión de estos ejes cardinales brota la confusión de los tiempos que es la confusión, el desconcierto, el descontrol de los personajes habituados a llevar sus vidas por caminos más o menos previsibles, de ordenadas sorpresas, de miradas trazadas de acuerdo con prefigurados deseos.
Se trata sin excepción de relatos que van ganando densidad conforme aparecen los pesados aires de la confusión. Cada uno de los personajes que se hallarán en estados alterados es al comienzo normal, es decir que posee una soportable carga de manías, deseos, recuerdos, ausencias, búsquedas. El de “El amante del teatro” es un mexicano residente en Londres enamorado de la mirada sin más mediación que el deseo vivo hacia los otros, enamorado del teatro, y no del cine, que es el centro de su oficio. Descubre de pronto tras una ventana vecina la presencia de una mujer que desatará en él una pasión incontrolada. Puente entre ambos personajes será un actor y director teatral, el colmo de la egolatría, que pone en escena Hamlet y hace de aquella mujer una perturbadora Ofelia. Aquel ególatra será una suerte indescifrable de motor del amor trunco o sólo entrevisto en las aguas de la muerte. “La gata de mi madre”, el segundo relato, es la historia de una mujer joven que va en camino a ser una “mujer quedada” y que es víctima de la sorda tiranía de una madre posesiva, clasista, maniática, pero sobre todo de uno de los giros de la rueda del infortunio temporario: un hombre que la ama y le descubre el placer y el amor, pero a la vez, y originariamente, que seguirá siendo siempre un ser oprimido, minúsculo, como una pequeña rata que tiene que ocultarse. La Historia ha dado vuelta: la sirvienta humillada de la casa (la otra “gata”) reaparece para ocupar un sitio perdido, encima de su condición actual, encima de la historia cotidiana. En “La buena compañía” un joven mexicano vuelve de Francia al df, al rumbo de la avenida Ribera de San Cosme, y se aloja temporalmente con dos viejas tías enemistadas entre ellas, pero que comparten la posesión de la verdad de la vida y la muerte de aquel personaje tan iluso como paulatinamente horrorizado al ver que su tiempo no ha sido más que tiempo detenido. “Calixta Brand” plantea la confusión de tres planos temporales en una trama que va del arrobo del enamoramiento al estoicismo ante el dolor propio, al rencor y el deseo de revancha inexplicado, a la aparición de una extraña entidad salvadora. Los planos temporales: la normalidad poblana de hoy; la distancia ¿insalvable? entre el mundo mexicano y el estadounidense; la pervivencia escondida pero indudable de la presencia árabe, en el lenguaje, en la arquitectura, en la cocina, en la sabiduría curativa. En “La bella durmiente” el autor vuelve a situar en un solo nivel estadios diversos de la Historia. Hace confluir, como iconos inspiradores, las figuras de Guillermo ii, Villa y Hitler, nada menos que en un personaje llegado al desierto de Chihuahua, que casó con una mujer menonita que no pasa por el tiempo y que será reentregada a los brazos de un médico del lugar preparado en la prestigiosa universidad de Heildeberg. “Vlad” cierra el volumen. Es el texto más inquietante, más compacto en sus distendidas coordenadas. Aquí sobrevuela y se corporiza y se multiplican el mal y sus atmósferas, en una reactualización eficacísima del mito del vampiro dentro de la clase acomodada mexicana (para utilizar una expresión de hace un tiempo). Historia de amor y de pérdida, de posesión y despojo, de calor y quebranto, de amputación y miedo.
En estos relatos magistrales no echará en falta el lector dos notas constantes de la obra sin par de Carlos Fuentes: el registro de ciertas notas comunes de la cultura mexicana, que determinan modos de ser y reaccionar, de convivir y de mirar al Otro; y a la vez el encuentro, de curso y desenlace imprevisibles, del mexicano con lo extraño, lo extranjero. –
Ensayista y editor. Actualmente, y desde hace diez años, dirige la revista Cultura Urbana, de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México